Oigo gritos desde el rellano de la escalera. Una vecina nos ha informado que la mujer de la puerta seis está pidiendo socorro desde hace unos minutos. Subimos al tercer piso sin ascensor y escucho perfectamente sus voces: él gritando y, ella suplicando.

—¡No, por favor!, ¡basta!, ¡para!, ¡por favor!

¡Calla, zorra!

No lo haré más, te lo juro, pero déjame, por favor.

Se me desgarra el alma al escucharla. De pronto, algo parecido al arrastre de una silla y un golpe, seguido de un grito de ella.

El corazón se me acelera y la adrenalina escapa por mi cuerpo, haciendo que mi concentración esté en un límite que ni yo misma conozco.

Mi compañero llama al timbre de la puerta, nos pedimos calma mutuamente con gestos. Tenemos que mantener la serenidad y la cordura ante lo que nos encontremos y, lo que nos encontramos en respuesta es silencio. Un silencio que no presagia nada bueno.

Intentamos escuchar. Sólo el tragar saliva me molestaría a la hora de poder descifrar cualquier sonido, da igual, de todas formas tengo la boca seca. Lo miro, él me mira y, como si en ese momento tuviéramos marcadas las pautas a seguir, vuelvo a llamar al timbre.

De nuevo silencio como respuesta. Unos segundos eternos de tensión acumulada. Mi compañero logra decir su primera frase:

¡Policía!,¡abra la puerta!

Me mira, siento la tensión en sus manos cuando saca la defensa de su funda. De pronto, un leve sonido de llanto nos llega. Pido atención a mi compañero. Escucho pasos. Alguien se acerca. Ahora sí que trago saliva y deseo en mi interior que la mujer que he escuchado esté bien y que el desgraciado que se acerca a la puerta esté tranquilo cuando nos vea.

Abre la puerta lentamente, con la cadena de seguridad puesta. Sólo le veo medio cuerpo. No aparenta ser un hombre violento. Está sonriente, bien peinado y no parece bebido. Hasta mi olfato llega un leve olor a perfume barato.

¿Qué ocurre algo, Agentes? —Nos pregunta.

Nos han llamado por unos gritos de mujer en este domicilio —contesto yo.

¿Gritos? Que estupidez. Aquí estamos muy tranquilos, viendo la tele y, no sé, como no haya sido el perro. No entiendo. Lo siento, aquí no ha sido, se habrán equivocado.

El hombre intenta cerrar la puerta, pero mi compañero lo para con la defensa.

Haga salir a la mujer, por favor y, abra la puerta —le pido seriamente.

El hombre llama a su mujer gritando.

Claudia, diles a estos policías que aquí está todo bien.

Sí. Sí. Está todo bien —se oye una voz entrecortada.

Señora, salga por favor —pide mi compañero.

No espere que salga, está haciendo la cena —dice el hombre sonriendo.

Le estoy pidiendo con buenas palabras y con educación que salga su mujer. Hemos escuchado gritos y queremos comprobar que todo está en orden. Dígale que salga —pide mi compañero con paciencia.

Es que no creo que sea el momento de…

¡Que salga! —Manifiesto con enfado sin poder aguantar un segundo más la tensión que siento.

Cariño, sal, que la policía quiere hablar contigo y ver que estás bien. Sal.

En breves segundos sale la mujer andando lentamente, viste un pijama sencillo, veo que le cuesta andar por el dolor que manifiesta en el pie izquierdo. Cuando la miro, su cara me lo dice todo. Dos enormes marcas de golpes recientes en la mejilla izquierda y en el cuello, el cabello castaño despeinado y alborotado y lágrimas aún en su rostro.

Señora, ¿se encuentra bien? —Pregunto sabedora de lo que me va a contestar.

Estoy, estoy bien. Acabo de resbalar en el baño y me encuentro dolorida. Me he hecho mucho daño en la espalda, pero ahora me pongo un poco de hielo y mañana ya estaré bien. No se preocupen.

Me quedo mirando a mi compañero, tenemos muy claro que es lo que tenemos que hacer, en ese mismo momento el hombre sale del domicilio queriendo hablar con nosotros a solas, deja la puerta medio cerrada para que su mujer no lo oiga.

Perdonen ustedes su estado, pero es que está enferma. Está en tratamiento psiquiátrico y de vez en cuando hace tonterías, pero no se preocupen que ahora mismo me la llevo a urgencias para que la curen.

—¿No nos había dicho antes que estaban viendo la tele tranquilamente? —Pregunto.

Eh. Yo sí. Ella estaba haciendo la cena —dice el hombre titubeando.

Eso es falso, caballero. Su mujer acaba de decir que se encontraba en el baño —Le contesta mi compañero seriamente.

En esos momentos escuchamos a la mujer llorar tras la puerta. La abrimos rápidamente y vemos a la mujer sentada en el suelo, apoyando su espalda contra la pared.

¿Se encuentra bien? —Pregunto.

No puedo más, no puedo más. Ya no aguanto más. Me has pegado, me has maltratado otra vez. Ya está bien. No puedo más. No quiero esto más. Me prometiste no volverlo a hacer. Me lo prometiste. ¡Me lo prometiste!

Está loca, no le hagan caso. ¿No la ven? Solo dice tonterías.

Escuchamos el testimonio desgarrador de la mujer, sentimos su sufrimiento y sufrimos la empatía del dolor. Nos agarramos a lo único que no nos deja ser bestias mesozoicas en estos momentos: la justicia y la razón. Detenemos al maltratador y aún así nos quedamos con el sabor amargo de la sinrazón de todo esto.

Sólo espero que la mujer no se eche atrás ante el juez y mantenga su denuncia. Sólo espero que estas situaciones dejen de pasar en el tiempo.







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