Carretera secundaria

Carretera secundaria

XeniuS

15/04/2020

Todo el que conocía a Laura, una atractiva e inquieta joven sabía que no le gustaba conducir de noche. Sin embargo en aquella ocasión no le quedaba de otra ya que a primera hora del día siguiente debería personarse en los estudios de una importante multinacional para una entrevista de trabajo. Todas las expectativas de un futuro mejor pasaban por aquella ineludible cita.

Sobre la cama reposaba además del bolso marrón una pequeña maleta de cabina en color negro fabricada en poliéster. La habitación era minimalista pues nunca se había preocupado demasiado en mejorar la estética de la susodicha al tratarse de un piso en alquiler que dejaría tan pronto le fuese posible.

La maleta de ruedecillas ligeramente gastadas albergaba en su interior un conjunto de ropa interior azul celeste; pantalón vaquero ceñido, dos blusas de algodón blanco, un par de jerséis y otro par de zapatos de tacón plano.

Cerró la cremallera, asió las asas extensibles, guio la correa del bolso al hombro y echando la llave salió del piso. En el rellano comprobó un par de veces que la puerta estuviese bien atrancada.

Sentía una inusitada excitación ante lo que estaba por venir. Bajó a la calle cavilando en su presente pero también en el futuro. Caía una leve llovizna que según los partes meteorológicos iría a más en las próximas horas. Algunos vehículos circulaban presurosos, salpicando el agua apilada a lo largo y ancho del asfalto. Como era de suponer todo aquel líquido no sólo terminaba baldeando la acera sino también a los peatones más despistados…

De la cafetería de la esquina siempre llegaba a esas horas un fuerte olor a café. Invitaba casi inconscientemente a entrar sentarse y disfrutar de un buen sorbo, ojeando la prensa del día.

La llovizna persistía al tiempo que Laura apuraba el paso. En el cruce de calles una madre ataviada con un largo abrigo beis. También ella llevaba prisa y de la mano a un niño, seguramente su hijo, ambos bajo el abrigo de un gran paraguas blanco. El crío calzaba unas simpáticas botas infantiles y mientras la progenitora tiraba de él el infante se empeñaba una y otra vez en botar por todo charco cuanto veía, mirando de soslayo a su madre por si le caía algún coscorrón.

Laura no quería mojarse más de lo que ya estaba así que apretó más la zancada hasta alcanzar el coche. Éste lo dejara a pocos metros de la antigua oficina de turismo. Abrió con premura la puerta del maletero para dejar allí la pequeña maleta. Cerró y corrió a meterse dentro. Comprobó que llevase toda la documentación, tanto la suya como la del vehículo. Todo en orden así que cerró la guantera, dejando el bolso sobre el asiento del copiloto.

Por delante aguardaba una ruta que le llevaría toda la noche. Por ello no había tiempo que perder. Con ágil movimiento de muñeca arrancó el utilitario. Aquella entrevista de trabajo podría marcar un antes y un después. De nuevo aquella excitación creciente recorriéndole el alma. Se colocó el cinturón de seguridad, accionó el intermitente y soltó el freno de mano para incorporarse a la circulación.

El traqueteo del coche era como un arrullo que invitaba a entrar al mundo de los sueños así que para evitarlo prendió la radio. Tras un breve boletín informativo comenzaron a sonar temas exitosos del pasado verano. No tenía especial afinidad por la música así que aquellos hits no le resultaban conocidos. Sin mostrar el menor interés por tales bombazos estivales buscó otras emisoras.

Prestó especial atención a un avivado debate sobre el cambio climático, tema tan actual como preocupante. Encendidos contertulios marcaban territorio haciendo énfasis en diferentes posturas y enfoques. Cada uno de ellos parecía estar en posesión del conocimiento supremo y los demás no eran más que osados charlatanes que en lugar de platicar rebuznaban. Laura, a pesar de la seriedad del asunto, no podía dejar de reírse.

En el exterior llovía intensamente. Las últimas semanas el tiempo habíase vuelto impredecible siendo frecuente intercalarse días relativamente soleados con otros lluviosos. Las gotas caían furiosas yendo a morir sobre el asfalto, los edificios y las arboledas. Los transeúntes se dejaban ver como borrones multicolor corriendo de un lado para otro buscando llegar lo más secos posibles a sus destinos.

Delante suya el primer semáforo en rojo. Laura se detuvo pausadamente. A su izquierda otro coche repitió la acción. Se hacía difícil divisar con claridad el interior pero pudo contar al menos tres personas tan borrosas como aquellas que transitaban por la acera. Justo en ese momento la sobresaltaron varios golpes en la ventanilla…

—Señora, por favor, una limosna para este pobre desgraciado —suplicó una voz temblorosa bajo el aguacero.

Tras reponerse del susto pasó a mostrar cierto enfado por ese nada acertado tratamiento de «señora». Intentó agudizar la vista para ver como era aquel indigente sin embargo lo más que pudo apreciar fue una figura alta y desgarbada. La mano que seguía tocando el cristal portaba un guante negro de dedos recortados.

—Lo siento no tengo nada —respondió Laura, alzando la voz pero sin bajar la ventanilla.

—¡No llevo suelto! —Exclamó.

El mendigo pegó el rostro a la ventanilla. La joven volvió a sobresaltarse. Aquel individuo mostraba una barba larga y descuidada. Era obvio que debía estar calado hasta los huesos y a pesar de ello continuaba golpeando, rogando por unas monedas que le salvasen el día.

El disco cambió a verde así que Laura arrancó. Tras ella un par de coches. Atrás quedaba aquel pordiosero como una fría estatua de piedra, haciendo aspavientos que escoltaba con palabras malsonantes…

Circuló en línea recta hasta entrar en la rotonda. Salió por la derecha rumbo al nuevo vial. El mismo que tras veinte minutos, más o menos, la enlazaría con la problemática carretera vieja. No era conocida por el dispendio de modernas excelencias sino por ciertos e inquietantes sucesos que rara vez tenían esclarecimiento.

Mitos y leyendas flotaban en el ambiente desde tiempos olvidados. Pese a que para ella no eran más que leyendas urbanas absurdas y estúpidas ahí estaban…

A ambos lados de la cuneta Laura contemplaba grosso modo los árboles agitándose a causa del viento. Luchaban como titanes contra un enemigo que les superaba en fuerza. El chaparrón había menguado pero seguía siendo intenso como para obligar al más osado a poner en alerta sus sentidos.

No podía más que asombrarse con el buen trabajo hecho en aquella parte de la ciudad. Se viese por donde se viese resultaba impecable. Asfalto perfecto; intensas líneas blancas, aceras lustrosas, farolas de ahorro energético, contenedores de reciclaje del trinque y variado mobiliario urbano. La parte verde se componía de árboles jóvenes dispuestos en línea a lo largo de la avenida. Era una zona de futuro y las constructoras lo sabían. De ahí la proliferación de pisos en venta y edificios en construcción.

Mientras meditaba a tenor de la entrevista de trabajo, lo curioso del imaginario popular y aquel debate sobre el cambio climático no se percatara que estaba a tiro de piedra del desvío hacia la vieja carretera. Deceleró, puso el intermitente y giró con suavidad para acceder a una zona de otro mundo.

Durante los primeros kilómetros el vial conservaba parte de las aceras aunque con gran cantidad de baldosas levantadas. De ahí en adelante naturaleza en estado puro.

El asfalto mostraba innúmeros baches cubiertos de agua turbia y desagradable. Pegados a los desaguaderos hierbajos y restos orgánicos. Laura observaba de refilón los árboles próximos a la carretera. Se difuminaban a través del cristal mojado como fantasmas de otra era. Las copas de un lado curvaban contra las del otro a lo largo de decenas de metros creando una bóveda esquelética que parecía formar parte del escenario de una película de horror…

En la radio sonaban los grandes éxitos de un tenor venido a menos. Según el vox pópuli de un tiempo a esta parte evitaba cantar en vivo para ocultar su progresiva pérdida de voz.

Las pocas farolas que quedaban en pie apenas alumbraban. La mayoría se habían retirado en el último año por diferentes motivos. La lluvia se veía caer en todo su poderío a través de las diferentes pantallas de los portalámparas.

Tras las cuñas publicitarias de rigor una sensual voz femenina hacía hincapié en noticia de última hora: un cetáceo varado en una playa. Probablemente no tardasen en confirmar su muerte. La posterior autopsia arrojaría a la luz la triste realidad: decenas de plásticos acumulados en su estómago.

Al margen de tan penosa nueva las demás informaciones eran similares a las del día anterior y seguramente lo fuesen al siguiente. Dígase: accidentes de circulación; conflictos armados en algún punto caliente del planeta, escándalos políticos, divorcios millonarios… Laura ponía diferentes muecas según estaba más o menos disgustada con lo que escuchaba.

Entre pitos y flautas habían transcurrido dos horas. Por fin el diluvio dejara paso a una lluvia más fina y dispersa. Buenas noticias pues podría inclusive llegar antes de lo aguardado. Pero Laura temía cualquier eventualidad. No había más que fijarse en el estado del asfalto para no tomárselo a la ligera. Irregular, bacheado y con grandes pozas. Todo aderezado con ramas y hojas muertas que dificultaban el normal fluir del agua hacia los desagües. Sin duda ser prudente era la mejor estrategia.

Los árboles desfilaban paupérrimos en grandes números espesando el paraje hasta donde la vista alcanzaba. Allí tenían su hogar especies autóctonas tan conocidas como el jabalí.

En el móvil de Laura sonó un WhatsApp. De primeras la sobresaltó al estar ensimismada en sus cosas. Sin quitar ojo a la carretera agarró el bolso, descorrió la cremallera y a tientas sacó el teléfono para ver rápidamente el contenido. Se trataba de una amiga de la infancia, Carla.

Grosso modo quería saber que tal el viaje, dónde estaba exactamente y cómo llevaba lo de conducir de madrugada. Laura no pudo evitar una sonrisa, tecleando sin apartar la vista de la carretera. Lo que estaba haciendo era un ejercicio de temeridad. Si bien apenas pasaba tráfico una décima de segundo podría ser suficiente para cambiar el destino de una o varias vidas. Envió respuesta y volvió a dejar el móvil en su sitio.

La madrugada avanzaba de a pocos. El reloj del salpicadero en suave color azul marcaba las 02:45. Afuera los árboles que quedaban atrás eran relevados por otros, repitiéndose en bucle hasta el aburrimiento. La luna aportaba cierta visibilidad. El cielo habíase abierto, la lluvia cesado y el viento calmado. La joven comenzó a ver alguna que otra estrella tímida asomarse desde el firmamento.

Entre la arboleda escuchó una lechuza, con suerte procuraría algo que llevarse al gaznate. A la par en la radio sonaban los diez mejores temas dance del último lustro. A ella no le gustaba lo más mínimo ese tipo de música pero le venía fenomenal para mantenerse despierta…

Aprovechando la tranquilidad de la noche bajó el parasol para mirarse en el pequeño espejo y retocarse los labios con el dedo meñique. No estaría de más darles algo de brillo. Dejó el parasol en su posición justo cuando sonó un nuevo whatsApp. Por supuesto Carla, tan oportuna como siempre y total para preguntar alguna tontería de las suyas.

Sin dejar de esbozar una sonrisa giró la cabeza de lado a lado como afirmando «¡lo sabía!» Cuando levantó la vista horrorizada observó algo grande cruzándosele por delante. Las luces del auto lo iluminaron durante una fracción de segundo. Dio un volantazo, frenando a fondo. Las ruedas chirriaron sobre el pavimento, resbalando por aquella superficie cuan par de zapatos gastados. A continuación un golpe seco seguido de un alarido luctuoso…

Laura logró detener el vehículo. Las últimas sacudidas pusieron en jaque la suspensión del mismo. El móvil habíase escurrido bajo el asiento y el bolso escupido su contenido por toda la alfombrilla.

Lentamente se repuso del tremendo susto. Apoyó la cabeza en el volante, agarrándolo fuertemente con ambas manos. Más tranquila desabrochó el cinturón y abrió la puerta.

El motor continuaba en marcha. Uno de los faros alumbraba el montículo de tierra que tenía delante. Repleto de hierbas flanqueaban una piedra de considerable tamaño que probablemente se habría desprendido del altozano.

Al estar a la intemperie no tardó en sentir el frescor de la madrugada. Realmente no es que hiciese un frío intenso pero tampoco estaba la noche para tumbarse a contemplar las estrellas.

En el aire persistía olor a humedad. Aparentemente estaba bien, sin heridas de importancia. Fue al frontal del utilitario para comprobar los daños. El otro faro y la defensa estaban destrozados y algo que parecía sangre salpicaba la rejilla frontal…

El cuerpo de Laura comenzó a temblar. Tal vez por el frío o tal vez por la fatalidad. Oteó a un lado y al otro mas no lograba ver con claridad así que regresó al vehículo. Se inclinó a recoger el móvil y luego el bolso con el contenido desperdigado por la alfombrilla. Activó la linterna del celular y volvió a salir para comprobar a qué demonios había embestido.

La potente frenada se veía escrita en el asfalto, perdurando en el aire un desagradable olor a goma quemada. ¿Habría atropellado a una persona? La negrura del firmamento le aportaba ahogo; no sabría explicarlo empero así lo percibía. Ver su reflejo deslavazado en las pozas cercanas tal vez tuviese mucho que ver en ello.

La luna posaba su mortecina luz sobre las copas de los árboles más altos, dejando apagada la parte profunda del bosque.

Sus pasos tornaron dubitativos. Metros más adelante creyó ver algo y sin terminar de convencerse de que todo saldría bien se fue acercando. Sea lo que fuere estaba tirado en la cuneta.

—¡Dios mío! —Acertó a decir.

—¡Oiga! ¿Está… está… ¿Se encuentra bien? —Preguntó con voz sesgada, sin dejar de observar aquella masa inerte.

Se acercó tanto como pudo. Su corazón bombeaba a mil por hora. Notó un leve cosquilleo en las manos cuando levantó el brazo para apuntar con la luz del móvil. Dejó escapar un grito de horror transformado al instante en cierto alivio…

El cuerpo de un enorme jabalí yacía en el suelo. Probablemente tuviese la columna partida además de masivos sangrados internos. La muerte debió sobrevenirle rápida, sin sufrimiento. Sus ojos sin vida parecían estar clavados en los de Laura…

Con la desazón más mitigada lloró por el infortunado mamífero. Tras acuclillarse puso una mano sobre el cuerpo del fornido animal. Acarició su peludo cuerpo aún caliente. Repitió la operación como buscando expiar su pecado. Se incorporó sin apartar la mirada de aquel ser del bosque que irremediablemente pasaría a formar parte de la cadena trófica.

Tras velar el cadáver en sentido recogimiento regresó al coche. Se metió dentro con una extraña sensación en el cuerpo. Tras intentarlo varias veces cerró la puerta. Guardó el móvil, se puso el cinturón de seguridad y echando un último vistazo atrás dio al contacto.

Durante ese tiempo la radio había quedado prendida. Una voz anunciaba cierto producto inmejorable contra las manchas más rebeldes y a raíz del énfasis puesto debía ser muy bueno. Daban ganas de salir corriendo a comprarlo…

Tras cierto rodaje Laura se percató que una de las ruedas delanteras no andaba fina del todo. El ruido que había comenzado a prorrumpir equivaldría a dos engranajes de hierro rozando entre sí. No obstante y puesto que circulaba sin excesivos atrancos decidió continuar la marcha pero aminorando la velocidad…

Algunas lágrimas aventureras asomaron a sus ojos. Era una mujer sensible y como tal no podía evitar sentir lástima por el jabalí empero también por lo que a ella misma pudo haberle pasado de haber caído la moneda del otro lado. Circunstancias de vida que duran apenas segundos pero con consecuencias que pueden marcar el resto de la misma.

El pequeño reloj del salpicadero marcaba las 04:07 de la mañana. Laura estaba cansada y cada vez le costaba más no quedarse dormida. Algo así no se lo podía permitir así pues subió el volumen de la radio. La emisora insistía en adquirir billetes con grandes descuentos para disfrutar de un exuberante destino turístico en las islas vírgenes del sur. Antes de finalizar la cuña la joven había bajado la ventanilla a media altura para sentir la madrugada en su rostro. Sin duda le ayudaría a mantenerse despierta.

Una y otra vez a vueltas con el incidente del jabalí. Afuera los árboles desfilaban como legiones de soldados uniformados. Estos pensamientos y la culpa asociada a los susodichos se esfumaron por culpa del traqueteo en la parte delantera del auto. Levantó el pie del gas, reduciendo más la velocidad.

La noche prosperaba a paso marcial. En el firmamento se dibujaban a cuentagotas estrellas pequeñas y estrellas medianas. Laura intentó calcular la distancia recorrida y cuántos kilómetros podrían restarle. Luego recurrió al GPS y con mueca de desaprobación comprobó que no había acertado ni de lejos. Habíase quitado de encima algo más de la mitad del recorrido lo cual tampoco estaba mal dadas las circunstancias. A ver si la buena fortuna la acompañaba el resto de la velada. A la velocidad actual podría estar en destino en unas horas y dentro de tiempo estipulado. Su intranquilidad se fue transformando en esperanza.

Otra lechuza ululó a modo de deseo perdido. Justo al echar a volar la radio se disparó a todo volumen. Radiaba cánticos sacros tan distorsionados que tornaron insoportables. La sorprendida conductora intentó bajar el volumen de aquellos berridos atronadores. Fue como si la radio hubiese adquirido entidad propia, negándose a obedecer.

La joven acompañaba cada movimiento del dedo sobre el botón on-off con fuertes golpes de puño cerrado sobre el frontal extraíble de la radio. Como consecuencia a tal vorágine de despropósitos el coche comenzó a dar peligrosos bandazos. Laura intentaba corregir la dirección, llorando y gritando asustada. Y como las desgracias rara vez vienen solas la rueda problemática empezó a chispear. Aquello no presagiaba nada bueno…

Segundos después la emisora enmudeció. De seguido la luz del faro se apagó tiñendo de negro lo cercano y lo distante. Penumbra aquella rasgada furtivamente por la luna que desde su privilegiada posición observaba entre nubes de lluvia…

Pisaba el freno hasta el fondo una vez tras otra pero rompiendo cualquier lógica el coche se empecinaba en sus trece, aumentando paulatinamente la velocidad. Las chispas abrasaban la carretera, muriendo en una poza o en el fragor de la noche.

Al igual que antes una fuerza sobrenatural parecía estar al mando del volante. Las eses sobre el asfalto se volvían cada vez más peligrosas. Laura tenía la corazonada de que en cualquier momento se saldría de la carretera.

Al cabo de un tiempo difícil de medir el motor se ahogó. Con pericia y habilidad fue controlando la dirección hasta regresar a su carril. Algunas decenas de metros más allá la inercia en declive detuvo las ruedas.

Sentía que podría ahogarse hasta en una cucharilla de café. Esta inusual sensación agobiante se hacía más palpable por el olor a quemado que venía del motor. Desenganchó el cinturón de seguridad y apoyo la cabeza contra el reposacabezas. Intentó respirar con tranquilidad para rebajar la falta de aire que la embargaba. Cerró los ojos e inspiró profundamente, expirando despacio.

El encuentro con el jabalí dejaba claro que los daños eran más severos de lo previsto, a fin de cuentas ni era mecánica ni entendía de motores. Pero al margen de esto otra cuestión no menor; cuanto estaba aconteciendo distaba de ser medio normal. De manera inmediata experimentó varios escalofríos.

Sus manos temblaban como un flan. Poniendo la una sobre la otra frotaba con energía para darles calor. Más calmada salió afuera para continuar con los ejercicios de respiración buscando un punto de luz en su alma que le brindase equilibrio.

Entre la arboleda volvió a escuchar una lechuza mas podría ser perfectamente un búho pues para ella eran la misma cosa. No pudo evitar otro escalofrío…

Las destartaladas farolas en la mayoría de los casos no contaban con bombillas y las pocas que sí tenían apenas servían de algo. La cruda realidad pasaba por la mortecina luz de la luna que entre nubarrón y nubarrón quedaba como único faro en la tormenta. Fue ahí cuando experimentó lo que nunca había cursado hasta aquel preciso momento… Soledad.

El aire seguía transportando olor a humedad, flanqueado de frescor nocturno que envolvía el paraje con garras de acero. Sus cabellos se agitaban caprichosos por la brisa recién levantada. En la bóveda celeste contadas estrellas centelleaban tímidas como aquel árbol de navidad que cada año Laura preparaba concienzudamente.

Al paso del tiempo su ánimo se fortaleció. La esperanza y sobre todo su ilusión por un futuro mejor repercutieron positivamente. Hasta las manos parecían habérsele desentumecido. Pudieron transcurrir veinte minutos hasta que decidió regresar al coche. Cerró la puerta y se colocó el cinturón descartando por completo prender la radio…

Antes de dar al contacto tocó con los dedos la llave como quien acaricia una y otra vez la lámpara del genio. En tales circunstancias Laura se conformaría con un deseo y le sobrarían dos. Miró de reojo por ambas ventanillas sin dejar de toquetear la llave. Dio al contacto; el motor hizo amago de arrancada antes de silenciarse.

Tranquilidad y mente en blanco. Se limitó a repetir el gesto por segunda vez y con peor resultado. Tal vez y sin ser experta en la materia la batería estuviese descargada. Claro que podrían ser mil cosas diferentes porque a fin de cuentas sabía de mecánica lo que un ebanista de cirugía cardiovascular. La infortunada chica no tenía claro si maldecir su suerte, llamarse estúpida por elegir aquella vieja carretera o intentar abrir el capó y ver si daba con el problema. Esta última opción rápidamente la desechó.

Insistió pero evidentemente la buena estrella no estaba con ella esa noche. El utilitario no mostraba intención de arrancar. Allí habíase quedado tal cual un ancla lo hubiese fijado al pedregoso fondo marino.

Enojada repitió el ritual quitando una vez más el cinturón. Tuvo que empujar fuertemente con ambas manos para que la puerta cediera. ¿Qué podría hacer? Desde que tomara aquella carretera medio abandonada tenía sensación de haber envejecido rápidamente.

Estaba erguida sobre sus piernas y envuelta por la noche, escudriñada por quién sabe cuántas criaturas. Sus húmedos ojos oteaban el horizonte pero allí no había nada que ver en kilómetros a la redonda. ¿Qué pasaría con su entrevista de trabajo? ¿Y su nueva vida?…

Entonces tuvo una idea que de tan lógica no se le ocurriera antes. Regresó al interior para buscar el bolso, lo agarró y buscó el celular. Marcó con dedos temblorosos el número de emergencias. La suave luz del aparato pasaba en ese momento por ser un encendedor de queroseno en el interior de la cueva más profunda del mundo. Enjuagó sus lágrimas y esperó. Cesaron los tonos y alguien tomó la llamada. Laura disparó como un forajido cercado por sus perseguidores.

—Si… oiga… oiga me llamo Laura Estévez y he sufrido un accidente. Estoy en la vieja carretera… —Decía atropelladamente. Al otro lado del aparato silencio sepulcral.

—Oiga… ¿Hay alguien? Oiga… oiga —repetía una y otra vez levantando la voz.

Apartó el dispositivo y miró la cobertura. Sin ser perfecta sí era lo suficiente como para mantener la llamada en condiciones. Cuando lo acercó a la oreja escuchó al otro lado un fuerte impacto y posterior alarido… Poco después se cortó la comunicación.

Laura se asustó, dejando caer el móvil. Todos los ejercicios de respiración y autocontrol se desplomaron. Aquella leve brisa ganara en intensidad y de ello daban buena cuenta sus cabellos balanceándose caprichosamente.

Llevó las manos a la cara para cubrírsela. Necesitaba desesperadamente despertar de aquella pesadilla pero nada más lejos de la realidad. Lo único que la hizo volver en sí fue, una vez más, el sonido del celular. Vibraba con tal intensidad que se desplazaba por el asfalto a saltos, como una rana. La joven se agachó con la respiración contenida…

—¿Hola? ¿Hola? Soy Laura Estévez necesito ayuda… ¿Hola, hay alguien? —Tal cual un disco rayado saltando sobre la misma pista. Esta vez escuchó una potente frenada y el alarido de un animal. Sin saber por qué arrojó el celular tan lejos como pudo, perdiéndose entre las hierbas.

Estaba tan sobrepasada por los acontecimientos que durante un instante tanto el miedo como la desesperación parecieron transformarse en otra cosa: arrojos e ira. Ya estaba bien de compadecerse. Lo suyo pasar a la acción así pues reuniendo el valor necesario metió medio cuerpo dentro del vehículo para coger el bolso. Después fue al maletero, lo abrió y agarró la maleta de cabina. Extendió el asa y comenzó a caminar sin mirar atrás.

Sabía perfectamente que podría irle bien o lo contrario. No obstante una cosa la tenía meridiana, de quedarse allí se volvería loca. Transitaba con paso vivo, siempre le había gustado dar largos paseos y mira por donde le venía como anillo al dedo.

Los zapatos se ajustaban cómodamente proporcionando una pisada suave y casi silenciosa. Ello contrastaba con las ruedecillas de la maleta…

—¿Quién me mandaría tirar el móvil? ¡Hay que ser estúpida! —Y llevaba razón.

En parte la reconfortaba el claro de luna al menos hasta que algún nubarrón volviese a ocultarla. A ambos lados el bosque parecía no tener fin. Sin pausa sus pasos la llevaban hacia adelante y mostraba pericia esquivando baches, broza, baldosas levantadas y pozas de agua. De vez en cuando miraba por encima del hombro, claveteando sus pupilas en la profundidad abisal de la noche.

Con el paso de los kilómetros y el ritmo de marcha su respiración volvió acelerarse. Cada metro se volvía más exigente que el anterior y para colmo de males soportaba a duras penas aquel molesto ruido de la maleta friccionando contra el pavimento. Tuvo tentación de dejarla allí mismo pero recordó la metedura de pata con el móvil y prosiguió…

Tras mucho patear divisó al fondo lo que en principio le quiso parecer un coche detenido, cruzado en el asfalto y con las luces apagadas. Este último detalle la extrañó especialmente. Con ánimos insuflados aumentó el ritmo pues allá la aguardaba su tan ansiada ayuda. Esbozaba una amplia sonrisa que permitía ver sus piezas dentales perfectamente blancas y alineadas. Pero su gesto vivaracho cambió cuando se percató de un detalle inadvertido hasta ese momento. El vehículo tenía un fuerte impacto en la parte delantera. La defensa estaba destrozada y uno de los faros también. Líneas de algo parecido a sangre salpicaban la rejilla frontal…

—¿Otro conductor siniestrado? —Pensó en voz baja, sin dejar de observar con los ojos abiertos como persianas.

La poca luz de la madrugada hacía énfasis en aquella escena como si se tratase de un potente foco en una obra teatral iluminando al primer actor en su acto culmen. Se acercó con desconfianza a la ventanilla. Aún olía a goma quemada y un nuevo escalofrío atizó su columna. Tocó el cristal con los nudillos y luego con más énfasis. Entonces recordó al vagabundo…

En el interior vio a una mujer con la cabeza apoyada contra el volante, sujetándolo firmemente con ambas manos. Parecía tan asustada como ella y de hecho lloraba desconsoladamente. Volvió a golpear con insistencia el cristal. Cuando ésta se giró sobresaltada Laura contempló horrorizada que se trataba de ¡¡ella misma!! Dos Lauras, dos gotas de agua en una realidad que anublaba el raciocinio.

La joven retrocedió asustada, dejando escapar un grito. El mismo chillido que se escuchó dentro del coche. Soltó la maleta y se le escurrió el bolso, terminando encima de un montículo de tierra húmeda. Cuando quiso echar a correr como una descosida no había dado ni dos zancadas cuando tropezó con la maleta de cabina, cayéndose al suelo. Se levantó apremiada para retomar la huida. En ningún momento miró atrás no fuese a convertirse en estatua de sal…

Tomaba y expulsaba tal cantidad de aire que pronto sintió fuego en el pecho. Se vio obligada a hacer un alto, inclinándose hacia delante. Apoyó las manos en las rodillas para toser, tomar oxígeno y no desplomarse. Le había dado una pájara de campeonato. No llevaba en tal tesitura ni dos minutos cuando se incorporó para volver a la maratón. Se mareó y se tambaleó pero por encima de todo continuó corriendo…

No fueron pocos los altos en el camino para recuperar aliento. En ninguno de ellos echó la vista atrás. A ambos márgenes de la carretera desfilaban farolas inservibles invadidas por la vegetación. Los árboles simulaban escenas tétricas que para nada invitaban a abrazarlos. Y para empeorar las cosas aquel permanente y desagradable olor a humedad en el ambiente. Tras tropezar y levantarse por última vez la joven vio a tiro de piedra su propio coche…

La noche progresaba como desde el principio de los tiempos. Sus criaturas vivían y morían en aquel micromundo. No se podía ver a simple vista pero evidentemente así era. En el cielo las estrellas se agolpaban detrás de otras estrellas, hipnotizadas por la luna que dentro de sus posibilidades rasgaba de forma involuntaria la penumbra.

Por fin lo alcanzó. Sin decoro ni protocolo se metió dentro cerrando puertas y revisando cierres. Respiraba con dificultad, exhausta, con los pulmones en la boca y el corazón en la garganta. Vamos ni en sus mejores momentos había hecho tanto ejercicio en tan corto lapso de tiempo.

Aprovechó para poner en orden sus histerias aunque no supiese muy bien por dónde comenzar. Degustar hechos alejados del orden lógico de este mundo no era como dar de comer al gato y menos para una mujer culta y moderna. Poco a poco su cuerpo se fue asentando así que no tardó en sentir el frescor de la noche.

Sabía que toda opción pasaba por salir de aquel infierno así que volviendo sobre sus fueros se dispuso a arrancar el coche. La llave no estaba en el contacto, un taco malsonante salió de sus labios. Se agachó para tantear entre los pedales hasta dar con ella. Volvió a prenderlo, a lo mejor en esta ocasión cambiaba su suerte. No fue así de primeras porque habíase vuelto tan terco como ella. No daba impresión de querer ceder al menos no dócilmente. Laura insistía, girando una y otra vez la llave hasta que en una de estas el coche arrancó ¡voilà!

—¡Bien! —Gritó. Y como alma que lleva el diablo pisó el acelerador, saliendo a toda pastilla—. ¡Sí! ¡Sí! —Vociferaba como si le hubiese tocado la lotería.

La rueda delantera chispeaba como una amoladora cortando hierro. Iluminaba varios metros en derredor como si de una antorcha se tratase. El faro accidentado acabó por descolgarse esparciendo pequeñas piezas por la carretera y la defensa también cedió desprendiéndose prácticamente en su totalidad. A pesar del parte de incidencias Laura no quiso reducir la velocidad. Tal vez su pie hubiese quedado pegado al pedal del gas desesperado por huir.

La madrugada se diluía sosegadamente en medio aljibe de agua en espera de penar contra las primeras luces del alba. En la extensa línea oscura del horizonte se erguían irregulares cumbres montañosas rascando la panza del cielo. Más allá Laura visualizaba las variopintas luces de la ciudad pintando un mural sobrecargado de polución y ajetreo.

Volvían a caer gotas y de ello daba fe la bóveda celeste cerrándose a marchas forzadas. Laura fijó el mirar en el cuentakilómetros, noventa y subiendo. Asía de tal forma el volante que se le cortaba la circulación en las manos…

Para sentirse más segura encendió la luz interior. ¿Por qué no? Era una forma válida como cualquier otra para disipar espectros. ¿Quién se lo iba a decir? Por una vez pensó seriamente en esas invenciones oportunistas.

Frente a ella peligrosas curvas invitando al riesgo para valientes. Y como quien escucha el sonido del tren pegando la oreja a la vía tuvo ella sobresalto cabal al escuchar entre los árboles una rapaz nocturna. Sin tiempo a verificarlo comenzó a repetirse la pesadilla…

La radio se encendió sola como el sol por las mañanas. A su vez una mano invisible subió el volumen al máximo. Las ondas liberaban acordes perturbadores e inmisericordes que repercutían en la cordura de Laura. Ésta gritaba horrorizada, pegando berrinches que más parecía un animal salvaje que una chica joven. Por fortuna enmudeció pronto, difuminándose aquellas cacofonías del más allá.

Limpió con la manga algo de sangre parada en la nariz. En esas se percató de que el faro delantero iluminaba con menor intensidad. Pero eso no fue nada en comparación con la maltrecha rueda que acabó estallando. Esta nueva desgracia podría derivar en una desgracia aún mayor.

Ya no eran las noticias de la tele. Allí las cosas malas les sucedían a los demás. No, le estaba sucediendo a ella. Agarraba con firmeza el volante intentando controlar la incontrolable máquina. Las chispas se dilataban en cantidad creando un dantesco espectáculo de luces y sonidos provenientes del roce entre metal y asfalto.

Dicen que las desgracias nunca vienen solas, una máxima que suele cumplirse a rajatabla no siendo esta la excepción. Laura divisó la presencia de otro coche en la lejanía y acudía a su encuentro igual de rápido o más. No llevaba las luces puestas y soltaba tal cantidad de chispas que parecía una fundición. Al igual que ella invadía ambos carriles en peligrosas maniobras de incierto desenlace. El uno cabalgaba al trote hacia el otro sin remisión.

A un pestañeo del juicio final y cuando más cerca se encontraba de la fatalidad Laura pudo ver, al encenderse la luz interior del otro coche, que la conductora volvía a ser ella misma. Aquella melliza fantasmal mostraba su rostro desdibujado por el horror ¿estaría pensando las mismas cosas que ella? ¿Cuál era la verdadera y cuál la copia? Tras un último y estéril volantazo ambos coches colisionaron violentamente. Un estruendo amplificado por la noche sacudió la vieja carretera para después hacerse el silencio…

La tarde estaba siendo ajetreada en el hospital. El personal eran hormigas que en un organizado caos iban de un lado para otro sin chocarse unos con otros. La lluvia de la noche anterior se había convertido en aguacero, descargando con violencia sobre la cubierta del centro sanitario.

En la 207 se encontraba Laura con una compañera de habitación que rondaría los setenta años. Con la mirada estática en el techo se la veía acompañada de un señor mayor, posiblemente su esposo. Le sujetaba con firmeza la mano mirando al suelo pensando en mil cosas o tal vez en ninguna.

La chica tardó en ubicarse y más en recordar. No le llevó tanto tiempo reconocer el lugar donde estaba. En ese instante entró una enfermera y tras rogar al señor que saliera puso a la joven al corriente de los hechos.

Había entrado por urgencias a las seis y media de la madrugada. Sin duda lo mejor escuchar de boca de la sanitaria que su vida no corría peligro, ni siquiera cuando la sacaron de entre los amasijos humeantes.

Por caprichos insondables del sino la joven no tenía daños importantes. Nada más allá de leves cortes, magulladuras y rasguños menores. Bien entrada la mañana habían procedido a realizarle algunas pruebas más. Por último un celador la subió a planta y allí seguía.

Mientras realizaba una serie de controles con pasmosa eficacia le seguía explicando. Todo apuntaba al típico accidente de tráfico, otro de tantos que atendían en el hospital. Aquella vieja carretera habíase ganado a pulso su fama de destructora de vidas tanto como de almas. Laura prestaba atención pero sin abrir la boca. Por veces quisiera hacerle alguna pregunta pero estaba tan cansada que le daba pereza…

—No se preocupe señorita todo saldrá bien ya lo verá. Ha tenido mucha suerte. Le dejo el vaso con la medicación, si necesita cualquier otra cosa pulse aquí. Mañana por la mañana el doctor hablará con usted—. Dijo la enfermera mientras se dirigía a la compañera de habitación. Seguía ausente, con la mirada perdida en el techo.

—Gracias —se limitó a responder Laura.

La sanitaria salió presurosa, perdiéndose al fondo del corredor. El acompañante de la anciana volvió a entrar tranquilamente. Asentía con la cabeza como si hubiese estado hablando consigo mismo. Volvió a sentarse a la vera de su señora, cogiéndole la mano como si fuese un tesoro que le correspondía tener entre las suyas. Laura se quedó observando aquella escena hasta adormilarse. Al retornar del duermevela el señor mayor se había ido. Una vez más se durmió, al menos hasta que llamaron insistentemente a la puerta

—¡Entre! —Dijo ante el constante toqueteo.

La puerta entornada dejó paso a una pintoresca cría de oso levantada sobre las patas traseras. Las mismas eran peludas, grandes y torcidas. A su cintura se ajustaba un sucio tutú de color anaranjado. Por cabeza poseía la cabeza de un jabalí destacando sobremanera colmillos afilados como escalpelos y amarillentos como el fuego. Aquel adefesio completaba su vestimenta con un chocante disfraz en color rojo de base y degradados de violeta a verde. La mitad derecha, en vertical, se adornaba con rombos enlazados mientras que triángulos equiláteros lo propio con la mitad izquierda.

Laura quedó estupefacta. Lo primero que se le ocurrió fue ver para su compañera, absorta en sus mundos. Tenía una vía en el brazo y dos bolsas de sangre. Mientras volvía a poner atención en aquel ser el Quasimodo la señaló con una garra y para concluir le espetó con voz sesgada e infantil:

—Mujer ¡nada es ya tuyo!

La reacción de la joven fue gritar primero y cubrirse con la sábana después hasta parecer un cadáver en espera de traslado a la morgue. Una enfermera distinta a la anterior entró aligerada y tras apartar la sábana encontró a una Laura asustada cuan niña pequeña que ha escuchado demasiadas historias para no dormir.

Tenía el rostro parapetado tras las manos. Minutos tranquilizándola dieron resultado. La habitación rezumaba la pulcritud y minimalismo cotidianos, sin alteraciones. Ella, la anciana y la sanitaria eran las únicas personas presentes. El doctor de guardia corría a su encuentro…

La mañana era especialmente radiante. El sol brillaba dejando afuera aquella noche desapacible. Entre juegos de niños, sirenas, aviones surcando el cielo, gentío y tiempo cambiante transcurrieran tres días.

Lo que más animaba a Laura era la compañía de sus padres, amigos y por supuesto su querida Carla. Su cómplice en la infancia de mil y una travesuras y de cómo se las arreglaban para que culpasen a terceros de sus fechorías.

Noticia triste enterarse del trasladado de su errática e inmóvil compañera. La cosa para ella no pintaba nada bien ¿Qué sería del esposo? ¿Tendrían hijos?

Cuando más agobiada estaba recibió el alta, ya le tocaba disfrutar del calor del hogar. Lo mejor para olvidar y comenzar de nuevo, priorizando las cosas según su verdadera importancia.

El piso de la joven continuaba tal cual lo había dejado. La luz filtrada a través del estor se fijaba a la gruesa alfombra. En la mesa de centro un par de revistas del corazón y papeles desordenados.

Mientras ella terminaba de acomodarse ayudada por su madre su padre narraba lo insoportable de un señor, familiar de un vecino ingresado, que no hacía más que platicarle de fútbol o política. Dos temas que le producían urticaria.

Tras más de dos horas los progenitores marcharon pues su hija necesitaba descansar.

La entrevista de trabajo habíase ido al garete y por más que intentase hablar con recursos humanos ese tren no regresaría.

Pero en el fondo no era tan malo pues a raíz del grave percance que le pudo haber costado la vida sus prioridades habían variado el orden. Como suele suceder en estos casos uno aprende a diferenciar lo importante de lo prescindible.

En el neceser Laura guardaba las recetas de los medicamentos que debía tomar a lo largo de los siguientes días. En menos de tres semanas tendría que acudir al ambulatorio para el pertinente chequeo.

Al caer la tarde el calor comenzó a perder intensidad. El tiempo durante las últimas semanas andaba raro, intercalándose días de sol con días lluviosos. Uno no sabía si salir con chubasquero o camisa de manga corta.

Le apeteció sobremanera darse un baño con sales, muchas sales, espuma y velas aromáticas. Ya tendría tiempo a poner en orden su vida, planificando su futuro a corto plazo. Fue al cuarto de baño para cargar las pilas. La puerta estaba entornada, encendió la luz y abrió el grifo dejando correr el agua.

Añadió varios aceites esenciales, sin descuidar la temperatura del líquido. Siempre en su punto, ni muy caliente ni muy fría. La parte más desafiante quitarse la ropa y lo hizo a la misma rapidez de una mujer de ciento veinte años. Los siete males le entraron desde la punta del pie a la coronilla. Cuando se metió en la bañera bufó rabiosa. Quedamente los dolores fueron remitiendo…

Al tiempo que se secaba miraba los moratones y cortes pertrechados a lo largo y ancho de su anatomía. Agrupados principalmente en piernas y brazos pero también en el pecho, cara y espalda.

Al menos tan prolongado baño la había dejado reluciente y sosegada. El desagüé tragaba con avidez el contenido de la bañera a la par que una delicada fragancia impregnaba el cuarto de baño. Así como le había costado un mundo quitarse la ropa así le costaría mundo y medio ejecutar lo inverso.

Cuando dejó la toalla sobre el lavabo se sintió desvalida pero en la misma medida venturosa. El tiempo lo cura todo, eso le decía su madre. Apagó la luz antes de tirar para el salón. Tomó una pastilla diluida en medio vaso de agua. Tras dejarlo en el escurridor encendió la televisión. Un periodista informaba al mundo sobre un accidente aéreo con muchas víctimas mortales. Se percató de que tenía el cabello ligeramente mojado. Cambió de canal, no tenía cuerpo para más infortunios…

Con gestos de dolor e insultos varios se puso el pijama. En breve se iría para la cama pero antes de eso el sonido de un cencerro llamó su atención. Buscó el mando a distancia para silenciar la televisión. Permaneció quieta y en silencio. De pronto un golpe seco en el cuarto de baño. A paso de tortuga fue para allá con un nudo en la garganta y el mando de la tele como arma defensiva. Abrió la puerta de par en par, prendiendo la luz.

A primera vista todo parecía en orden salvo por la cortina de ducha. Estaba echada y ella recordaba perfectamente haberla dejado recogida. Se acercó, la agarró con firmeza, aguantó la respiración y la descorrió del tirón.

Una mujer encorvada vestida totalmente de negro salió a escena. Levitaba sobre la bañera tirando por tierra aquella máxima de que todo lo que sube baja. Llevaba un largo vestido con volantes de satén y mangas largas reviradas en los puños. Un velo de rejilla cubría su rostro lo cual no evitaba contemplar con horror aquella cara huesuda de pómulos marcados y ojos hundidos.

Ascendió sobre la bañera, irradiando terror en estado puro. Laura se asustó de tal manera que dio dos pasos atrás, terminando en el suelo tras tropezar con la alfombra. Su cuerpo se retorció dolorido. Intentaba retroceder empujándose con las piernas mientras se ayudaba de las manos apoyadas en la cerámica del piso. Sintió tal malestar que por momentos la vista se le nublaba.

—Mujer ¡nada es ya tuyo! —Espetó aquella entidad.

—¡Dejadme en paz! —Gritó Laura con los ojos cerrados y los dolores abiertos en canal.

—Mujer si anhelas paz vuelve a esa vieja carretera cuando entre la madrugada. Regresa allá y danos sangre en pago por tu vida. Sacia esta sed que tanto nos ahoga.

La joven proseguía atónita, apretándose contra la pared como buscando salir disparada por el otro lado. Un inesperado chute de reactivos la hizo salir de allí a trompicones, encerrándose en su habitación. Lágrimas pares y nones caían por sus mejillas sin hallar más consuelo que angustia suprema.

Pasó sentada en la cama mucho tiempo. Inclinada con las palmas de las manos en la frente y los codos en las piernas no sólo lidiaba con el dolor físico sino también con el mal que asolaba su alma. ¿Por qué le estaba pasando aquello?

Se recostó por encima de la ropa sin apagar la luz. Una vez más debería volver a poner en orden sus eventos. Sin ser consciente del minutero la joven quedó dormida, más por necesidad que por propio deseo. Extraños ensueños acudieron para atormentarla ¿o no lo eran? ¿Qué le estaba sobreviniendo?…

Al día siguiente no parecía la misma mujer. Como si hubiese sido testigo de inspiración divina sabía qué hacer. El detonante convulsas pesadillas y extrañas visitas hablándole al oído.

A primera hora puso en práctica su plan urdido desde el desatino. Primeramente alquilar un vehículo. Lo dejaría cerca del centro comercial para desde allí ir a casa de sus padres a comer.

Ambos progenitores denotaron preocupación al ver el desmejorado aspecto de su primogénita. Ella restó importancia achacándolo a la falta de sueño por el estrés causado por el accidente. Apenas había probado bocado, limitándose a escuchar; asentir con la cabeza, sonreír sin ganas y girar el tenedor en el fondo del plato…

La tarde se fue quitando el sombrero hasta descubrirse sin pudor. De a pocos pintó en tonos tristes la ciudad. No tardaría en llover; a vueltas con aquel tiempo inestable que las pocas horas dejó caer las primeras gotas.

Por la acera cuatro gatos y uno de ellos era Laura. Su planificación de los hechos estaba revuelta cuan bandada de gaviotas sobrevolando los barcos pesqueros que entran a puerto. Habíase transformado a tal nivel que su alma emanaba sombras parduscas sin forma definida. Oía voces en su sesera que le inyectaban sueros poco acertados. Con sus sentidos enturbiados entró al auto. Lo arrancó y puso dirección a la vieja carretera. Allí había empezado su infierno y allí lo mandaría al diablo…

Llovía a mares empapando un paraje familiar abierto ante la joven. Subsistía en el ambiente olor a humedad e invierno temprano. Así fue penetrando la noche con su manto de oscuridad para cuan timbales y clarines despertar criaturas nocturnas y entidades milenarias deseosas de jugar al engaño.

Laura circulaba con indiferencia y mirada abstraída. Cada metro, cada kilómetro, cada nube y cada árbol eran culpables de haber convertido su presente y su futuro en otra cosa que no quería.

Sí, era consciente de los pasos a dar y lo haría sin dudarlo. El aguacero arreciaba con intensidad, dejándose peinar por fuertes rachas de viento. Ya lo había visto antes.

Con el transcurrir de la madrugada los kilómetros se derretían como aquellas pastillas en medio vaso de agua. La tensión se le clavaba en la base del estómago.

Los dos limpiaparabrisas danzaban velozmente de lado a lado, apartando agua a raudales que al instante era sustituida por más líquido. La joven tocaba rítmicamente el volante con el dedo índice, nerviosa y en modo espera. Recordaba las palabras de la entidad aparecida en su baño: «sangre en pago por tu vida»…

La distancia quedaba atrás pero también adelante, sin llegar a mezclarse. Las horas se apagaban sin pena ni gloria. Por aquella maldita carretera ni un alma se dejaba ver. Entraba dentro de lo esperado empero no por ello dejaba de ser frustrante. ¿Quién circularía por allí pudiendo usar el nuevo vial? Aún así Laura confiaba o necesitaba confiar. Sí, pronto tendría la salvación frente a sus ojos.

El pavimento encharcado encubría hoyos y grietas con incontables litros de agua enturbiada. También lo había visto antes. En ambas cunetas ingentes cantidades de materia orgánica creaban pequeños montículos que a su vez dificultaban la salida del agua hacia los sumideros.

Laura bajó un par de dedos la ventanilla para sentir en su rostro la caricia de la madrugada. Estaba a punto de rendirse, quizás fuese más propicio dejarlo para la noche siguiente. Sin embargo cuando tales pensamientos tomaban consistencia fijó su atención en unas luces que a lo lejos descosían la penumbra.

—!Sí! —Gritó eufórica.

Aceleró sin haber comprobado el cinturón de seguridad. Hora de arreglar cuentas con las voces que le susurraban dormida y despierta. Cerró la ventanilla y sujetó con firmeza el volante.

El otro vehículo venía igual de rápido. Menuda suerte que en aquella noche de perros alguien usase la vieja carretera. Prometedor, esa misma noche el destino la liberaría de su tormento. Al alba florecería como una mujer nueva plenamente funcional.

Necesitaba que los astros se alineasen a su favor. Sí, pondría las largas para cegarlo y después invadiría el otro carril. Esta inconsciente acción lo forzaría a dar un volantazo para esquivarla. Si el asunto se daba bien dado terminaría volcando o estrellándose. Cualquiera de las dos le serviría.

En sus terribles maquinaciones daba por hecho que aquel pobre diablo no saldría vivo del encuentro. Por supuesto a ella no le pasaría nada porque así se lo dijeran las voces susurradoras a pie de su cama.

Tendría que verificar que la otra persona hubiese dejado de respirar. Si estaba malherida debería finalizar el trabajo con sus propias manos. No quiso pensar en ello, no quiso pensar en nada. En ese estado de desesperanza podría salir por cualquier lado. Ella lo veía desde un prisma diferente ya que por encima de consideraciones mayores o menores lo primordial pasaba por sobrevivir para afrontar una nueva existencia…

Se acercaba veloz. Los nervios volvieron a juntársele en la boca del estómago, provocándole intensas punzadas. El corazón le latía tan rápido que de tener la boca abierta medio segundo saldría disparado por ella.

El cielo parcialmente cubierto montaba la silueta de la luna con volutas de bruma y humedad mientras que las copas de los árboles se balanceaban en vaivenes de rotura. Entonces escuchó el ululato de una lechuza; ni cerca ni lejos, ni bajo las estrellas ni sobre la capa base del bosque. Laura recordó de inmediato el episodio del jabalí.

Encendió la luz interior del vehículo y se sintió mejor. Un pequeño punto de luz emergido del abismo.

Escuchaba en su cabeza señales que la animaban a llegar al final. Ese impás eterno como el universo se alargaba hasta perder sentido de la medida. No le llegaban los pinchazos en el estómago que se le unió un molesto zumbido de cabeza. Tal vez su conciencia dándole de bofetadas. En la vieja carretera el motor de dos coches rugían sedientos de fatalidad, mascándose la tragedia.

—¡Ya está aquí! —Berreó Laura.

Asió el volante como si se estuviese preparando para disputar una competición de ralis. No se percatara pero había mordido el labio inferior antes de dar un brusco volantazo. Le tocaba mover ficha al otro incauto ¿qué reacción mostraría? Laura puso las largas e inmediatamente pegó el pie al pedal del gas, hasta el fondo.

Sin embargo nada salió como tenía previsto. Dado lo temerario de la maniobra en aquel asfalto resbaladizo y quebrado terminó perdiendo el control de su propio utilitario. Ni podía dominar la máquina ni los peligrosos bandazos. Desesperada cambió el pedal del acelerador por el del freno pero por la razón que fuese habíase quedado sin ellos. El coche que le venía encima al igual que ella estaba fuera de control. Endemoniados rodaban en ruta de colisión…

Instantes después chocaron frontalmente con estrépito. Abundantes piezas quedaron repartidas por el firme como caramelos al romper piñatas. Lo último que contemplaron sus ojos fue la figura del otro conductor que como maldición inquebrantable se volvió nítida. La joven lo reconoció; no era hombre sino una mujer ¡de nuevo ella misma! Con la luz interior prendida la expresión de su rostro reflejaba el espanto supremo. En los asientos traseros dos extraños personajes: una cría de oso con tutú y cabeza de jabalí y una señora encorvada vestida de negro y velo de rejilla cubriéndole la cara…

Laura no se atrevió a mirar por el retrovisor interior porque sabía lo que vería. La colisión sacudió los cimientos de la vieja carretera. De entre los amasijos de hierro comenzó a salir humo negro y un vivo fuego que la llovizna mantenía a raya.

Con el paso de los días la prensa local se hizo eco del accidente. Una víctima de la cual facilitaban las iniciales y poco más. Una chica jovial y alegre con toda la vida por delante truncada de forma trágica. Según rezaba el mismo artículo en páginas interiores el vehículo había quedado destrozado tras varias vueltas de campana.

Los culpables el exceso de velocidad; el mal estado del vial y las inclemencias del tiempo. Un experto en fenómenos paranormales aseguraba en una entrevista para el mismo periódico que aquella carretera estaba maldita incluso antes de su construcción…

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