Acabo de afeitarme. Parezco un crió desaguisado, y no me termino de reconocer en el espejo. Un espejo que intenta enseñarme lo que soy, pero que se queda solo con la parte de fuera. Nunca mira dentro, nunca profundiza en lo que refleja. ¿Para qué queremos espejos? ¿Para ver cómo somos? ¿Para ver cómo nos ven? Que importan miles de espejos ajustados a todos los ángulos de tu cuerpo si al final no eres capaz de ver lo que hay dentro de ti, lo que ocultas, lo que tu mente decide guardarse para sí, y que en realidad, te hace ser como eres. Buscamos respuestas, sin saber bien las preguntas. Porque me ocurre esto, porque me falta lo otro, quiero dinero, quiero fama, quiero mujeres, quiero alcohol. Todo está en nuestras podridas cabezas que de tanto mirarnos en el espejo han decidido olvidar el resto.

Hace meses que no hecho un polvo. Hace meses que no siento el cálido tacto de unas manos acariciando mi piel. Se me hacía cuesta arriba al principio, y luego comenzó a mejorar. De repente sentía que no tenía necesidad alguna de relacionarme con mi sexo atrayente. Que no encontraba motivos ni ganas para comenzar lo que en el fondo sería una mentira. Estamos hechos para follar. El resto viene después. Lamemos una moralidad impuesta que nos ha hecho pensar que debemos seguir un protocolo absurdo para alcanzar nuestro disfrute. Yugos de reglas y formas de actuar que hacen de nosotros maquinas autómatas que temen, e incluso no saben comportarse, si no es siguiendo esas sibilinas pautas de conducta. Pero aquí estoy con 30 tacos, pensando en que cojones ha hecho el mundo para postrarse tan fácilmente ante la obcecación de cierta gente por lesionar autosugestionándose.

Es hora de ir al trabajo, al fatigado repartir de copas y cervezas que me gustaría más beber que servir al que me someto cada noche. Aun así, aún consigo robar algún buen trago de ginebra, de las pocas cosas que me ayudan a soportar los días. La filia malsana de mi hígado.

El Dogel es un sitio animado, con un cierto ambiente nocturno entre los que se encuentran como consumidores habituales, los drogatas, las putas y los borrachos más desechos de la noche. Muchos dirán que es peligroso, pero en verdad ahí se encuentra una particular armonía, gente con dinero se abraza con gente pobre, cleptómanos natos invitan a cerveza y putas baratas consiguen incluso follar por placer. En la podredumbre se puede llegar a encontrar un paraíso que solo unos pocos son capaces de ver.

El dueño del local, Miguel, es una de esas personas que viven por inercia. Nació en un mal barrio, se relacionó con mala gente, se enrolló con gente peor, vivió de las drogas y estas le llevaron a la cárcel. Después heredó este local medio abandonado en una callejuela del centro de Madrid. Y supongo que de lo que se come se cría, porque Miguel conseguía atraer justo y precisamente a la gente con la que mejor se compenetraba, es decir desechos sociales. A los ojos del mundo simple basura, para aquel que sabe observar, diamantes en bruto ansiosos por ser tallados.

El yonki de turno que pedía cigarros y me exigía cervezas de gorra cada viernes, era en verdad un filósofo existencialista de corte Kantiano, o era Nietzscheano… yo que sé, nunca le escuché muy bien. Uno de los parroquianos era un ingeniero de espíritu que pasaba sus tardes como cajero de un supermercado. Y aunque la gente lo menospreciase, poco tenían que decir al respecto de una maqueta de un avión teledirigido casero que había fabricado con deshechos de la basura. La puta barata de 5 pavos la mamada, no era sino una escritora de renombre en la sombra, que empleaba los delirios mentales de sus clientes para escribir escabrosas historias de terror sexual. Las leí en su momento, me parecieron gratamente espeluznantes. Verdaderamente era una artista. El otro camarero, Juan, era un ex modelo caído en la heroína. Las clientas afirmaban siempre que era el hombre más guapo que jamás habían visto, y más de una habría pagado gustosamente más de 100 pavos por follarselo en los lavabos del bar. Luego estoy yo. Poco que decir al respecto.

Llegué tarde al trabajo. Me incorporé lo más rápido posible mientras Juan estaba tomándose un descanso, canuto en mano, en la parte trasera del bar. Le saludé, le robé un par de caladas y después limpié la barra . Esperaba que aquella noche ocurriese algo notable, al menos un buen pico en forma de anécdota con la que reírme, o soñar después.

En ese mismo instante entró en el bar una mujer. Alta, morena, de pronunciadas curvas y un estilo desentendido pero despampanante. Un ángel que seguramente se habría perdido en el infierno. Sonaba en ese mismo instante «Cryin´» de Aerosmith, y a medida que esa musa de otro mundo se acercaba a la barra la canción iba tomando ritmo. Me sentía como en una película, y por un momento creí sentir eso que la gente llama amor a primera vista. Esa efímera e insana idea que más de una vez he escuchado en el cine y leído en los libros. Pero yo no soy un apuesto príncipe, ni alguien enamoradizo, no obstante, no cabía duda de que aquella mujer era hermosa, y ansiaba escuchar su voz. Me miró y se aceró a la barra.

– ¡Perdona! – gritó desde el otro lado del local.

– ¿Dime, en que puedo ayudarte?

-Estoy buscando esta dirección.

Sacó un papel arrugado de su bolso y me enseñó una dirección que se encontraba a escasas manzanas.

-Esto está bastante cerca de aquí- le respondí.

– ¿Ósea que no es esta la dirección no?

-No, la verdad es que el sitio que buscas es otro ambiente, algo más lujoso. –

Aquella sílfide echó una mirada a su alrededor. Por la expresión de su cara pude comprender que había entendido que ese no era su sitio.

-Había quedado con una amiga en esa dirección hace un rato, pero no se si aún seguirá ahí…

-En eso no puedo ayudarte, tú conocerás a tu amiga mejor que yo.

-Sí, seguramente se haya ido a casa, no tengo móvil y soy difícilmente localizable.

-No sé qué buscas tú, pero aquí tenemos bebida, y aunque la compañía parezca peligrosa, las apariencias engallan en este sitio.

-De momento la compañía me gusta. –

Me lanzó una mirada penetrante. Mi mano, casi de forma inconsciente, se puso sobre la suya. No sabía que me había poseído, pero estaba pletórico, seguro de mí mismo.

– ¿Qué quieres tomar?

-Un gin-tonic, con una rodaja de limón.

-La mejor elección que podías haber tomado. Me llamo Enrique, Enrique Rabrio.

-Encantada, yo soy Amapola.

-Tienes un nombre precioso, espero que te lo hayan dicho antes.

-Alguna vez. Un ex novio mío tonteaba con la heroína y decía que yo era la mejor amapola, de la que salía su mejor heroína.

-Desde luego es algo crudo, pero no se puede negar que es poético.

-Eso decía que era él… Le habría encantado este sitio. –

No tenía ganas de aguantar oír hablar de malditos ex-novios, así que corté la conversación aprovechando un breve silencio.

– Voy a prepararte tu copa guapa, espera aquí. –

Preparé la copa con esmero. Creía que, si la copa era lo suficientemente perfecta, al menos no huiría despavorida del local.

Amapola se bebió el primer trago con calma, mientras las delicadas gotas del licor se deslizaban por sus suaves labios rojizos. Esa imagen provocó en mi un ardor, que poco a poco se traducía por una erección. Procuré calmarme, aún era demasiado pronto para que Amapola viese el bulto de mis pantalones, aunque deseaba que lo hiciera pronto.

-Esta delicioso- Dijo mientras se relamía los últimos restos de ginebra con la lengua.

-Me alegro de que te guste. ¿Cuántos años tienes?

-27.

-Pareces más joven, habría dicho que recién habías cumplido 20.

-Siempre he tenido una cara dulce, eso hace que la gente se piense que soy más joven. A los hombres les suele gustar. A los mayores les da morbo y a los jóvenes les hace creer que tengo su edad, así se sienten más seguros.

-Veo que has reflexionado largo y tendido sobre lo que los hombres piensan de ti.

-Sí, la mitad son unos cerdos salidos, y la otra mitad solo son unos cerdos.

– Cualquiera diría que odias a los hombres.

– ¿Tanto se nota?

-Se deduce con facilidad. No creo que debas ser tan dura con los hombres. Somos lo que somos. Penes andantes. Pero si te adentras en nosotros descubrirás que todos tenemos un corazón escondido en alguna parte.

– ¿Tú tienes un corazón?

-Tal vez lo tenga. De momento, como tú, pienso que la mayoría de las mujeres sois unas zorras.

– Yo he dicho que lo sois los hombres.

-Y yo te digo que lo sois las mujeres.

Amapola sorbió otro trago del gin-tonic a la vez que me miraba. Mientras caía en la cuenta de la soberbia estupidez que había dicho, observé a los clientes apoyados sobre la barra. Todos ocultos en los oscuros rincones de sus pesadillas, o sueños. En el Dogel, la gente sueña más despierta que dormida, y más de uno vive pesadillas sin necesidad de cerrar los ojos.

– ¿Odias a las mujeres?

– Amo a las mujeres. Son unas criaturas extraordinarias.

– ¿Entonces por qué dices que son todas unas zorras?

-Porque ninguna me ha tratado de otra manera.

– Tal vez hagas algo para merecerlo.

-Seguramente lo haré todo para merecerlo. Espero que haya un día en el que una me quiera como soy, y no como una copia mejorada de mí mismo.

– ¿Siempre le cuentas todo esto a tus clientas?

– ¿Siempre le preguntas tanto a tus camareros?

-No.

-Pues ahí tienes mi respuesta.

-Pareces un buen tío. Confundido, pero bueno.

– Dicen que las mujeres podéis conocer a un hombre en solo unos segundos, aunque dudo que pensases igual si hurgases más al fondo.

-Eso tiene fácil arreglo. ¿Cuánto es por la copa?

-6 euros. –

Amapola dejó un billete de 10, la copa medio llena, y un pedazo de papel con un número.

-Llámame y así podré conocerte. – Me lanzó un guiño y salió por la puerta.

Mientras desfilaba por la salida del bar, mis ojos no pudieron evitar clavarse en su precioso culo. Unas curvas mágicas entre las que me hubiese gustado dormir toda la noche.

Y allí me quede, con un trozo de papel entre las manos, y la esperanza de un futuro. Puede que de un polvo. Pequeñas líneas que dibujaban sobre una arrugada servilleta la posibilidad de comenzar algo mágico. Algo grande. El futuro es una compañera cruel que siempre se sube la falda para dejarte ver algo de pierna y así hacer que sueñes con ella. Yo soñaba con un futuro en ese papel. Soñaba con la Amapola.

– ¡Tú! ¡Que hay clientes esperando, deja de soñar mamón! – Me gritó Juan.

Era cierto, había que volver a poner los pies en la mierda, había que volver a trabajar. El futuro ya llamaría a la puerta mañana. Si es que la resaca me dejaba abrirle.

Al día siguiente quise llamar a Amapola. Me tentó enganchar el teléfono y disfrutar de su dulce voz de ginebra. Pero me contuve. Pasaron los días y seguí sin llamarla. No quería decepcionarme al conocerla. Acabé la semana con la firme intención… de no hacer nada. Aquellos breves momentos me habían regalo una buena sensación, un sueño para las noches solitarias y las largas duchas vacías. Decidí que era mejor dejar las cosas como estaban, que Amapola se quedará allí, en aquella barra, con aquella ginebra y sus labios de ambrosía fijados sobre los míos. Caí en la cuenta de que nada es lo que parece, y de que a veces los sueños, no deben descuartizarse con la fría realidad.

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