Todavía olían las últimas hogueras cuando me desperté, como de costumbre, al amanecer del primer día del verano. La noche de San Juan había dejado el patio cubierto de una leve niebla azulina que se disiparía en cuanto acabase de salir el sol. Me asomé por la ventana, había dormido con el tragaluz abierto y el cielo enorme, empavesado de estrellas que quizá sólo eran jirones de periódicos encendidos. Judas se había transmutado en el perfume nuevo de madreselvas y dulcamaras que ahora transpiraba denso por mi piel en lugar de limitarse a dejar sólo una nota silenciosa cruzando el aire. Bajé las escaleras apartando fantasmas con la mano y entré a la cocina. Ya empezaba el tiempo de las brevas, los libros a media tarde y los niños pescando ranas en la alberca chica.
Despeinado, puse el café a hervir y salí a la calleja de los contenedores en chanclas y bermudas, arrastrando un saco muy grande de basuras que simbolizaba el mal en la tierra. La idea era llevarlo hasta el contenedor más cercano y que mis esbirros se encargaran de destruirlo después, antes de que lo advirtieran las sombrías matriarcas italianas. A las doce empezarían los festejos populares con la procesión de la Orden Blanca, siempre era lo mismo: primero iría a ver a mi primo el renacuajo que desfilaba vestido de arcángel marinero, luego a tomar vinos con el abuelo hasta que fuese la hora de almorzar. Después, café para todos y partidas interminables de picas y mequetrefes en la mesa del patio, el abuelo haría trampas y al final habría que dejarle ganar. Como cada año.
Cuando ya cruzaba la acera observé que pasaba por delante de mi una joven pareja, no llegaría ninguno de los dos a tener 19 años. Él de chaqueta gris y corbata: guapo, elegante, alto, impoluto, clásico… como recién salido de un catálogo de estilo de 1920 pero sin canotier. Tenía la mirada limpia, los zapatos a espejo, la sonrisa amable. Quizá en otra vida hubiese posado para Manet o Renoir. Solamente el afeitado de la tarde anterior y una furtiva, casi imperceptible, ojeada al teléfono móvil que sacó del bolsillo me confirmaron que el jovial caballero pertenecía al tiempo presente. Ella, sin ser una belleza apolínea, poseía en cambio la alegría naif de los colores del barrio: morena del sur, caderas moriscas, ojos de sibila y labios amapola, vestido vaporoso de tules y flores en tonos anaranjados y turquesa. Le habían peinado con techumbre de aljafería a ocho aguas y no perdía el equilibrio encima de dos esbeltos tacones ibicencos. Los dos andaban armónicamente, rotundos sin ser bruscos, con aires de saber que podían comerse el mundo. De saber incluso que el mundo estaría encantado con la idea. De saber el mundo que, de hecho, eso era lo mejor que le podía pasar. Nadie les negaría un favor, nadie tendría una mala palabra con ellos al menos hasta que pasara mucho tiempo y empezaran a ponerse grises.
Estampa en un callejón de verano… ¿de donde vendrán estos dos pimpollos tan emperifollados, de una fiesta de graduación, tal vez?, mascullé con mi habitual joie de vivre mientras continuaba con la penitencia del saco negro lleno de murciélagos muertos en una mezcla de resignación y brutalidad, tratando de recordar si acaso un sólo día en mi juventud yo podría haber producido semejante impresión de vitalidad, brillo y limpieza.
Entonces, como si hubieran podido oír mis pensamientos, se pararon. El muchacho volvió hacia mí y antes de que diera tiempo a darme cuenta de la situación él ya había abierto la compuerta oxidada del contenedor y la estaba sujetando, sonriendo con franqueza, demostrándome con su gesto que no le importaba ensuciarse. Como si yo fuera una especie de Kate Winslet arrabalera, él Leonardo DiCaprio en su noche de gala y en vez de en el callejón trasero de un antiguo barrio de pescadores estuviéramos a bordo del Titanic: Bienvenido a primera clase, caballero.
– Muchas gracias.
– Nada hombre, veo que vas muy cargado.
– … (si tú supieras).
Lancé al interior el saco enorme de inmundicias, ella me guiñó un ojo con disimulo y antes de que les diera tiempo a ver la cara que se me había quedado los dos siguieron su camino de redención por la callejuela de las basuras, mientras a lo lejos reían y graznaban los cormoranes africanos.
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