Del escape hacia los tintos

Del escape hacia los tintos

Netty Del Valle

13/01/2017

Una lluvia de balas asesinas irrumpe en el municipio de Tuchín y Abibe Chantaca, indígena de la etnia de los zenúes, pone pies en polvorosa para salvar el pellejo de él y su familia. Atrás, cuarteada y reseca, queda llorando el pedazo de tierra, el hacha, el machete y el azadón que horada los surcos para cultivar a mano limpia, las estacas de yuca, los gramos de maíz y las cepas de plátano, alimentos básicos para el sustento diario de la familia, conformada por cinco hijos y una mujer que se dedica a elaborar artesanías con la caña flecha.

Emprende la huida ayudado por la oscuridad reinante de la madrugada, tumbando monte con el pecho y con sus manos agrietadas y callosas, mientras se interna por caminos empinados y de tupida vegetación. Huyen muertos de miedo y sin rumbo hacia ningún sitio: lo único seguro es que tienen que seguir y seguir. Es la época de invierno y la lluvia, profunda y densa, cae sin piedad sobre el suelo y él inhala por última vez el olor a tierra mojada de su región. El miedo le da fuerzas para huir y aliento para continuar en la marcha y no desfallecer en la búsqueda de un destino incierto que posiblemente vaga en una ciudad moderna, caótica, bulliciosa, injusta y excluyente, atiborrada de gente de múltiples condiciones, a lo que tiene que acostumbrarse y adaptarse a la fuerza, si quiere sobrevivir.

Como único equipaje, una mochila terciada al hombro y un fardo pesado en el alma, cargado de dolor por el desarraigo. Con los ojos busca la lejanía y observa cómo el pueblo, de modo casi espectral se recorta en el fondo de una espesa arboleda y va desapareciendo en la medida que avanza con su familia.

Una leve brisa le limpia de fatigas el rostro, y agradece a sus dioses que hasta ahora lo hayan conducido sin mayores tropiezos en la larga y penosa caminata. Se detiene un momento para descansar y mira a su mujer con ternura: esta le devuelve una tímida sonrisa desdentada y balbucea algo incomprensible mientras acaricia la frente del niño de meses que lleva dormido entre sus brazos.

El perro que los acompaña se echa en la húmeda tierra y en sueños, se sumerge en el abismo de los que no tienen razón ni consciencia: el mundo de los desequilibrados…

Abibe, tiene identidad arraigada y es feliz con sus hábitos y costumbres, sus fiestas y diversiones y la fuerza de su trabajo, herencias acumuladas de sus ancestros. Está atado a su historia y tradiciones y no se le ocurre otra cosa que mantener viva su cultura y todos los vínculos que lo atan a su sociedad, al trabajo y los valores sociales y religiosos. Él es un campesino que se levanta a trabajar en la madrugada antes de que lo sorprenda el brillo del sol y larga sus aperos de labranza cuando los últimos reflejos del atardecer se pierden en el horizonte. Cuando llega a la ciudad de Cartagena de indias, se jura no perder su identidad y mucho menos a enterrar su memoria. Ya en la ciudad, debe luchar para desafiar no solo su condición de indio, sino de pobre y desplazado, estigmas que debe soportar como una señal impuesta con un hierro candente, como signo de la infamia de la violencia que te despoja de lo que te pertenece. Perdido en un lugar a cientos de kilómetros de su parcela allá en Tuchín, deambula por calles desconocidas buscando escampadero para iniciar una nueva vida. La ciudad los recibe con una mezcla de estupor porque como él, muchos han llegado en bandadas a hacer parte del deprimente paisaje urbano que dibuja la pobreza; pero no por esto ausente de sentimientos de compasión y tolerancia. Allí están ellos vagando de calle en calle con la soledad a cuestas, por la mala suerte de unas circunstancias generadas por la diabólica conciencia de un grupo de desalmados amantes de la destrucción.

Llega como desplazado en 1994 para asentarse junto con otras treinta familias en unas tierras baldías ubicadas en las afueras de la ciudad. Y esto ocurre a pocos kilómetros del centro histórico de la ciudad, centro de diversión de turistas adinerados, repleta de monumentos, hoteles y apartamentos de lujo, restaurantes y discotecas de moda. Allí, junto con otros compañeros de infortunio, construyen sus casas de madera con techos de uralita, cartones y materiales innobles, muchos de ellos, rebuscados en los basureros de la periferia. Así, nace el feudo de los desplazados: un empobrecido barrio bautizado Nelson Mandela en honor al defensor sudafricano de los derechos civiles.Es así como de la noche a la mañana Abibe deja de ser un indio dedicado a las labores del campo, para iniciarse en la economía informal urbana como un vendedor estacionario y se apropia de un pedazo de espacio público en la calle de La Inquisición, en los bajos de la fachada de una casa colonial , soportando el resplandor del día que apacigua con una gorra y una camiseta de algodón. Enfrente de la calle se encuentra el Parque Bolívar y es aquí donde deambulan diversos clientes que gustan tomarse un tinto bien caliente, pese a la inclemente temperatura de la ciudad. Igual le compra un turista atraído por el oficio callejero, un mimo o los que echan maíz a las palomas.

Un celador uniformado que hace guardia en el Palacio de la Inquisición le grita de calle a calle:

—«Heyyy tuchinero, véndeme un tinto. »

Abibe abre el termo blanco de tapa roja repleto de tinto recién hecho y sirve el chorrito negro y caliente en un pequeño vaso plástico, se lo lleva hasta su sitio de trabajo pasando por debajo de la escultura ecuestre del Libertador, quien lo mira indiferente desde su corcel de acero.

Miradas por doquier preñadas de indiferencias que siempre recaen en los más pobres, quienes deben soportar las secuelas de una guerra que no les pertenece.

Nota: En Colombia, «tinto» significa café, no vino.

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