La calle está oscura y solo la luz de una farola ilumina el banco donde dos jóvenes se entretienen. No parece que el frío les importe. Entre ellos hay una bolsa de plástico llena de “chustas” que han recogido del suelo donde otros las tiraron. Rompen el papel de las colillas y van juntando los restos de tabaco y marihuana hasta que tienen bastante para liarse un porro. Sus ojos están velados por una bruma espesa que aturde a la vez su vista y sus pensamientos. Y ríen. Jorge con una risa destemplada, desafinada, que suena como una serie de alaridos inconexos. A cada alarido, Antonio se troncha con una carcajada sonora y armónica que da gusto oírla. Se podría decir que han escapado fuera del tiempo y no les importa ni el ayer ni el mañana.
–Jorge, cabrón. ¡Por fin te encuentro!
La voz de Marcelo les hace dar un respingo. Los dos chicos se vuelven y ven al Quinquillero que se acerca.
–¡Hey! –dice Antonio saludándolo– mirar, tengo que irme pa casa ya.
Recoge la bolsa de las chustas y se va pensando: «Estos payos… dicen de los gitanos, joer, pero somos de palabra, nos ayudamos».
Jorge escupe en el suelo e intenta fijar la vista. Marcelo es unos cuantos años mayor que él, más alto y más fuerte.
–¿Qué hay, tío?
–Hostia, Jorge, vamos rápido que hay prisa. Tenemos trabajo.
–Joder, no puedo. Mi viejo está esperando porque…
–¿Desde cuándo haces caso a ese puto borracho? Mamón. Es un rato y te ganas diez gramos.
Jorge vuelve a escupir. No encuentra palabras. Abre y cierra la boca con expresión de pasmo. Piensa: «Para mí el curro claro, pero no me dará na. Se cree listo el desgraciao, más listo que yo y no sabe ni leer». Se levanta y lo sigue cabizbajo.
Un poco más tarde en la furgoneta van callados.
–¿Dónde vamos? –dice Jorge.
–¿Y qué te importa?
Comienza a dolerle la barriga y el corazón se le acelera. Siente ganas de escupir pero se traga la saliva. Baja la ventanilla. El aire fresco le sienta bien. Al cabo de unos minutos paran en el vado de un garaje. Marcelo abre la puerta trasera de la furgoneta y saca una pala, la introduce por la rendija de la persiana con el suelo y haciendo palanca salta la cerradura y la levanta. Es un pequeño almacén lleno de cajas amontonadas. Marcelo las señala y dice:
–Rápido, cógelas y al coche. ¡Rápido, hostias!
Jorge tiene la espalda ancha y los músculos fuertes. El miedo y la tensión lo espabilan. Entra en el local, coge las cajas, una a una porque pesan y las va llevando fuera a la furgoneta donde Marcelo las apila.
–¿¡Pero qué coño haces, chaval!?
Del susto a Jorge se le cae la caja que lleva en las manos, armando un estruendo de vidrios rotos. De la parte trasera del almacén ha salido un hombre con una barra de hierro y se dirige hacia él. Es mayor. Duda. No sabe si enfrentarse o salir corriendo. Tiene al viejo encima que blandiendo la barra intenta darle un golpe pero lo puede esquivar. Entonces ve a Marcelo que aparece por detrás y le atiza un palazo en la cabeza que acierta de pleno y lo derrumba. Los dos jóvenes salen corriendo, se montan en la furgoneta y desaparecen. El señor queda tumbado en el suelo y la sangre roja, viscosa, va formando un charco junto a su nuca.
Dos noches después está otra vez Jorge en el banco con sus amigos. Se pasan uno a otro un porro al que invita Dani, el búlgaro. Tiene los ojos rojos y negros surcos en las ojeras. No duerme bien. Anda sumido en sus cosas sentado en una esquina. Piensa: «Me vio la cara pero no me conoce. ¿Estará vivo el hijo puta? ¿Me estarán buscando? ¡Los veo por todas partes, hostia!».
Por la calle aparece el Quinquillero, cuando ve a Jorge va directo hacia él.
–Vamos, tenemos trabajo.
Jorge cierra los puños. Siente el dolor de tripa que le provoca solo verlo, pero respira profundo, escupe en suelo y se levanta.
–Me debes diez gramos –le dice mirándolo a la cara.
–¿Qué dices, tío? Bueno… ya hablamos luego, cabrón. Ahora tenemos cosas que hacer. Vamos.
–No.
Y ese “no” retumba en los oídos de todos que callan y miran la escena curiosos.
–Hostia, tío, no esperarás otra vez que tu madre venga de su puto pueblo a arreglarte las cosas. ¿Verdad? La última vez cogió un buen colocón y se la folló mi primo. Se fue contenta la muy puta. Pero si vuelve me la follo yo. ¡Seguro que lo está deseando!
Los amigos rompen a reír y Jorge nota cómo el calor enciende sus mejillas. Clava las uñas en las manos y no puede evitar que el labio le tiemble. Se acerca y enseña el puño a Marcelo. No tiene tiempo de más, porque éste enfurecido le da un cabezazo en la cara que le revienta la ceja y agarra al chaval del cuello. La rabia que le había infundido valor desaparece de sus venas y es el miedo quien le domina ahora. Se queda quieto, con los ojos muy abiertos, mientras percibe como un líquido caliente le moja los pantalones. La risa de los amigos se convierte en una gran carcajada a la que se une Marcelo. Jorge siente que el corazón le estalla en el pecho, que no puede soportar más vergüenza, más dolor. Se ahoga. Entonces una idea se abre paso en su mente. Una idea que le consuela, que le permite seguir respirando. Se sacude los pantalones, levanta la barbilla y hecha a andar pensando: « Sí, mañana lo haré». Y una amplia sonrisa aparece en su rostro.
Barrio del Cristo. Aldaya. Valencia
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