El embrión no es importante para la existencia: es inherente a ella. Nadie lo eligió, pero se formó para tener vida, que aún no le es prometida, aún no está materializada. Existe a través de las variables; si la muerte, guardiana de la integración de su pequeño cuerpo, se lo permite, entonces en algún futuro cercano verá el sol, si es que lo ve, si su ADN —o herencia ancestral— se lo permite. Podrá vivir, pero nunca ver, y preso de una ceguera tendrá objetivamente que aprender a componerse de la escucha y ser lector autónomo de los silencios, de las sensaciones e intenciones que le son ocultadas.
Pero aun así nace y no es importante. Para variar, le falta hacer acto de presencia con su vista; la muerte ha apresado sus ojos y vuelto inertes a sus nervios. Y su familia no lo ha escogido; su tierra no es suya, es origen por identificación, por la transacción de pagar posteriormente cada impuesto proporcional al aire que robe de su suelo. Entonces, y con todos esos permisos de por medio, existe. Pero ¿quién le dio el derecho a la existencia? ¿Ahora que ya es un humano acaso es importante?
Sus primeros años de vida le dicen que sí. Que siempre tendrá —porque suerte tuvo— a alguien que lo acobije, le cambie y provea su alimento. Hay paz en su hogar y el respirar es juego. Todo se compone de cortas transacciones lúdicas con la obligación de corresponder con su primera etiqueta: “Sos mi hijo”. Sí, y entonces debe obedecer. Para existir no debe ser solo un niño, sino el hijo que sus padres deseen.
Entonces es importante. Cuando duerme temprano, es merecedor de un cuento; cuando juega y se baña, y la suciedad ya no corroe ni su cuerpo ni su pureza, entonces merece una comida y un beso. Cuando nada de eso lo hace por convicción y se desvía de la trama, comienza a existir otra etiqueta: “Ese no es el hijo que yo crié”, “Debés comportarte”. En primera instancia es cuidado genuino, pero ¿qué sabe el niño si es correcto aquello que hace o si, por el contrario, está siendo adoctrinado?
Sabe que reza de rodillas y que cada súplica cuenta, porque es un infante bueno y pulcro. Además, conoce de memoria los manotazos que recibe si no cumple con el colegio. Se parecen, si acaso, a las palizas que también le proporcionan sus compañeros, pero le confirman que existe. Tiene dos roles: el niño que porta excelencia siempre y cuando cumpla, y el raro que nunca desobedece y, por ello, merece castigo.
¿Y quién es él? ¿Está vivo porque Dios lo considera su hijo?
No lo sabe. Cuando llora, desconoce qué le duele más, si la obligación de que todo rol tiene un costo o seguir el mismo y ser castigado de peor forma por no cumplir otro estándar que no es el de su hogar, sino el de sus pares, a quienes teme y respeta porque le reflejan todo lo que él —a raíz de su familia— jamás podrá ser. No romperá un vidrio, no se revolcará para jugar a la pelota y no besará a nadie. Le proporcionaron un soberano miedo a lo prohibido.
Entonces, sencillamente, no está viviendo; intenta sobrevivir con las reglas que le son permitidas.
Y el muchacho creció. Planea abandonar su casa, su cruz, su vocación impuesta. Quiere fugarse porque hay una joven que le dio otra etiqueta: “Sos mi amor porque no te parecés a ninguno de ellos, sos diferente”. ¿Diferente? Sí, lo es. Importa porque esta vez ser, de hecho, fue lo único bueno que hizo; ser como su familia.
Pero la joven ahora le pide que abandone su yo. Quiere que corrompa esas reglas por ella, por el bien de su relación. Debe dejar el nido donde está depositada su etiqueta y migrar al sur, allá donde encontrará otra forma de existir. Y él se deja. Se arrastra hacia el blanco azulado, hacia el frío, lejos del viento norte… lejos de lo que reconoce como cálido, como aquello a lo que se llama hogar.
Él tiene una nueva asignación, ya no es un niño, comienza a ser adolescente. Ella es más grande, más de calle, tiene un matiz de vida distinto. A ella se le asigna su propio rol: “callejera”, “una cualquiera”, “ningún hombre va a amarte porque pertenecés a la calle”. Pero ella, a su vez, consiguió cambiar ese patrón: enamoró a uno de casa, religioso, que jamás la vería con aquellos ojos, pues desconoce su etiqueta. Él solo la ve como la mujer que lo envolvió en una nueva validación.
Y se parece a su madre, es estricta y lo pone en regla cuando no es serio. Le sugiere que, si le provee emocionalmente y es un refugio, ella lo premiará con un beso o.., con un acto erótico. Claramente, ella logró inmiscuirse en sus creencias y le ha quitado lo que más valora su religión: su pureza. Pero el niño creyó que finalmente así crecería. Ya no más el que es bueno, ahora es interesante porque obtuvo algo que sus compañeros no. Lo han traumado.
Con el pasar de los meses nadie lo busca. Finalmente es otro. Se desapegó de un cariño que le era condicional para apegarse a uno de igual magnitud, pero con premio mayor: el sexual. A ella ya no le interesa él; consiguió a otro. Lo visita de vez en cuando, en un lugar que es habitado por él pero que no es suyo, al lado de un callejón con un basural. Ahí vive su nuevo yo.
A veces ella suele robar algo para comprarle de comer; otras veces ni se presenta. Y si llueve, mejor olvidarse de su rostro. Ella existe cómodamente en lugar de un otro: uno que es todo lo que el niño nunca fue —independiente, con espacio propio y una rebeldía feroz, hasta violenta—.
La chica suele aguantar algunos golpes si el propósito mayor aún sigue en pie: que este nuevo sujeto la defina y la acepte. Con él, al menos, siente un subidón en su cerebro, algo que por supuesto nunca experimentó, y menos intelectualmente.
Pero el adolescente, ahora sujeto desdichado, heredó la etiqueta de su ex pareja: “el moribundo”, “el que vive de robar en la calle”. Él intenta al menos sostener su vínculo sexual y soterrar la herida. Ella le muestra activamente que dejó de existir.
Ahora hay un proceso de individuación forzado. Dios no lo quiere si no aporta a la humanidad; el Estado no lo quiere si no ha aportado algo a su país; las mujeres no lo quieren si no puede proveerles algo a cambio. ¿Y quién le ha aportado algo a él? Nadie. Porque no existe. Si no tiene un rol asignado, el embrión jamás será importante. Solo tendrá que morir para enterarse él también.
Y no es culpa de nadie. El niño eligió vivir bajo la definición incorrecta. Sin embargo, lo cierto es que sangra, muy a menudo se produce cortes porque no sabe hablar, ver ni escuchar bien. Ha muerto su sentido del yo. Se desgarra las primeras capas de piel para confirmar su existencia.
Quizás ha sido abandonado, rechazado, humillado, traicionado y víctima de injusticias. Pero ninguna de estas le ha dolido más, porque para sentirlas siempre tuvo que ser alguien que no es. Tiene, en cambio, un dolor más primitivo que cualquier emoción: es existencial.
Tiene la herida de la no existencia.
Nadie le confirmó que, de hecho, puede soltarse y flotar, nadar hacia el desconocimiento de un destino y aun así encontrar la isla. No tuvo en su camino a las gaviotas; nadie revoloteó en su cabeza salvo el trauma. Porque su Dios son personas, las que lo mataron en cuanto dejó de abastecer una función.
Y tarde aprendió. Ni a la adultez llegó. Murió como nadie importante, en los suburbios moribundos, mojando a las moscas con su sangre, no siendo más que lo inerte, rodeado de sus propias heces. Tal vez solo eso era suyo.
Existió y nunca entendió para qué. Y ninguna etiqueta le sirvió, porque nadie vio que lo intentaba. En todo momento quiso ser. Fue un cordero: el niño que hacía todo para hacer quedar bien a sus padres; la pareja —aunque inexperta— que daba calor y una sensación de refugio. Dio hasta lo que no tenía porque nadie le enseñó a guardarse aquello que sí era y hacer de ello su identidad.
Un chico que quería jugar, quería ser amado y tenía talento para actuar, para transformarse en lo que quisiese. Pero eso, sin sustento económico, emocional o intelectual, solo es otra forma de perecer.
Y él fue algo, pero nada importante. Su destino ya estaba marcado por aquellos que nunca lo vieron. Entonces se auto asignó el mismo rol y murió en pos del papel. Y la vida se convenció del personaje y contribuyó a la obra. Por eso, ni yo ni el lector conocimos siquiera cómo se llamaba.
Ya no importa.
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