En la quietud de la noche, una vela no solo ilumina a quien la enciende. Lo que para nosotros es apenas una vela en la penumbra, para alguien perdido en la vastedad puede ser el faro que lo salve. Nunca sabemos cuándo nuestra pequeña luz se vuelve decisiva para otros, ni cuándo nuestro simple estar ilumina senderos que creíamos borrados del mundo.
La llama auténtica siempre se refleja más allá de sí misma, como si la materia misma conspirara para multiplicar la luz. Entonces comprendemos que no hace falta correr, demostrar ni forzar el sentido: basta con ser.
Existen instantes en que el tiempo se detiene y habitamos el mundo con la plenitud de quien por fin ha llegado a casa. Sin prisa, sin exigencias. Como cuando contemplamos el horizonte y las montañas ondulean como un mar de piedra, y de pronto entendemos que pertenecer a esta inmensidad es suficiente. Que la existencia se justifica no por sus obras, sino por su pura presencia.
La fragilidad del fuego no contradice su poder. Así también: la soledad no niega que somos parte del todo. Ante el silencio, la pregunta se disuelve: ¿qué significa ser importante? Tal vez nada. Tal vez solo arder para uno mismo y descubrir, sin buscarlo, que esa llama íntima era exactamente lo que otro necesitaba para no perderse en la noche.
Y entonces llega la certeza, limpia como el primer aliento: no hay que temer al viento que apaga ni al golpe que derriba, porque incluso en la caída la luz encuentra un modo de renacer. Cada tropiezo es geometría del vuelo. Cada sombra, la condición necesaria de toda claridad.
Aceptar la fragilidad es aprender que el miedo jamás puede ser nuestro dueño. Podemos caer mil veces y seguir siendo irrepetibles. Mientras dudamos de nuestra propia luz, otros ya navegan hacia ella como hacia un faro.
La verdadera fuerza no consiste en jamás caer, sino en la confianza de que siempre habrá una llama que permanece. Mínima para nosotros. Infinita para quien la busca en la oscuridad. Nuestra, siempre nuestra.
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