El último favor del Tío Carlos

El último favor del Tío Carlos

Ojo de Gato

23/06/2025

La madrugada del viernes me enteré de la noticia. Había fallecido el Tío Carlos, papá de mi hermano de vida, Carlos o el Bala, como todos le decimos.
No digo “amigo” porque eso se queda corto. Al Bala lo conozco desde que éramos niños con rodillas raspadas y las manos sucias. Jugábamos juntos, “estudiábamos” juntos, nos metíamos en líos juntos. Pasamos la infancia, la adolescencia, la juventud… todos los tiempos en los que uno va dejando de ser niño para hacerse hombre. Siempre juntos.

Éramos familia sin necesidad del vínculo sanguíneo. Su casa era la mía, su madre, Carmencita, me retaba como a un hijo más, y su padre, el Tío Carlos, siempre me saludaba con esa sonrisa franca, esa voz gruesa, firme pero cariñosa, que parecía envolver todo en bondad. Me llamaba “gatito” con cariño, como si yo no creciera nunca, como si ese niño de hace cuarenta y tantos años siguiera visitándolos de vez en cuando.

El Tío Carlos tenía un mal cardiaco. Incurable. Pero igual se las arreglaba para vivir con alegría, con esa sabiduría que solo tienen los buenos. El jueves su corazón dijo basta. Ya me había comunicado por mensaje con el Bala por la tarde y me contó que su papá estaba pasando su momento más crítico. Por alguna razón, ese jueves en la noche me quedé dormido temprano, y como a las 2 de la mañana me desperté y automáticamente fui a ver mi celular. Encontré el mensaje del Bala en el que me decía que el Tío Carlos había partido. Sentí ese silencio helado que uno siente cuando algo se apaga lejos. Me quedé un rato sentado, sin saber muy bien qué hacer, pensando en si debía viajar desde Lima hasta Arequipa. Si era correcto. Si no estaba siendo imprudente. Pero, al final, el corazón no discute esas cosas. Me levanté el viernes por la mañana, saqué un pasaje y por la tarde estaba volando hacia allá.

Llegué a las cinco. Fui al hotel, me cambié con rapidez, y me dirigí al velorio. Entré, saludé a algunos amigos a los que no veía buen tiempo. Seguí avanzando y me topé con el Bala, entero por fuera, pero con el alma remecida. Me miró con esa cara de sorpresa que uno pone cuando ve aparecer a alguien que no esperaba, pero que necesitaba. Se me quedó mirando y me dijo:
— ¡Enano de mierda! Que en nuestro idioma significa: gracias por estar.
Y después vino ese abrazo. Ese abrazo que no tiene tiempo ni palabras, solo lágrimas que salen solas y un nudo que se desata al contacto. Lloramos los dos. Sin vergüenza, como si llorar fuese también una forma de hablar.

La sala estaba llena de gente. Su familia, que también ha sido la mía desde siempre. Me saludaron como al hijo que regresa. Y yo me sentí en casa. Porque hay lazos que no se cortan nunca, aunque la vida se encargue de estirarlos.

Esa noche, en medio del dolor, ocurrió algo extraño. Algo hermoso. Empecé a ver rostros que no veía hace décadas. Amigos de la infancia, compañeros de aventuras. Caras conocidas que el tiempo había maquillado con arrugas y canas, pero que aún guardaban la misma mirada.
Nos abrazamos. Nos reímos. Nos contamos, en breves minutos, lo que habíamos hecho durante años. Algunos se habían casado, otros separados, otros se habían ido del país, otros volvían solo para entierros.
Y pensé: mira tú, Tío Carlos… hasta en tu despedida sigues haciendo lo que hacías en vida: juntar gente, reunir historias, provocar abrazos.

Durante el velorio, la misa y el entierro, algunas personas tomaron la palabra. Y aunque cada uno tenía anécdotas distintas, todos coincidieron en una cosa: la bondad del Tío Carlos. Su manera de estar pendiente de todos, su forma silenciosa de ayudar, de preguntar cómo estabas de verdad. Nunca fue de grandes discursos, pero su ejemplo hablaba por él. Era de esos hombres buenos, de los que ya no quedan muchos. Y eso, en el fondo, se hereda.

Porque sus hijos son así también. Cada uno con su estilo, claro, pero todos llevan esa marca de humanidad, esa sensibilidad para ponerse en los zapatos del otro. Carlos, Miki, Fabi y Carlita: los cuatro con ese sello invisible que deja un padre bueno.

Después del entierro, por la noche, nos juntamos en la casa del Bala y empezamos a recordar. A contar anécdotas. A burlarnos de nuestras propias versiones jóvenes. A reírnos como si el tiempo no hubiera pasado.
Recordamos miles de anécdotas. Nuestros viajes cuando hacíamos atletismo, nuestras fiestas, nuestras conquistas y miles de travesuras que hicimos.

Y en medio de las carcajadas, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Era un regalo. Un momento irrepetible que solo podía venir de alguien como el Tío Carlos. Incluso en su partida, nos estaba diciendo algo. Nos estaba recordando que los lazos se cuidan, que los amigos se cultivan, que la vida no espera.

Porque eso es lo que a veces olvidamos. Nos llenamos de ocupaciones, de excusas, de obligaciones. Dejamos de llamar, de escribir, de aparecer. Y de pronto, pasan veinte años y ya no sabes qué fue de ese amigo que una vez fue tu todo.

Yo no fui a Arequipa solo por acompañar a un amigo. Fui a abrazar a un hermano. Fui a agradecerle al Tío Carlos por todo lo que nos dio. Y también, sin saberlo, fui a reencontrarme conmigo mismo. Con ese niño de Arequipa que todavía vive dentro de mí, que todavía quiere jugar, que todavía se emociona con los reencuentros.

Volví con el alma removida. Conmovido no solo por la pérdida, sino por lo que ella provocó. Volví con el firme propósito de no dejar que el cariño se oxide. De llamar más seguido. De aparecer. De decir “te quiero” sin que parezca raro.

Porque los amigos —los verdaderos— son como familia elegida. Y a la familia se le cuida, se le escucha, se le dice cuánto la queremos, antes de que sea demasiado tarde.

Gracias, Tío Carlos. Por tanto. Por siempre.
Y por ese último favor que me hiciste: reunirnos, abrazarnos, y recordarnos que la vida no está hecha solo de días… sino de momentos que valen por todos ellos.

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