No era consciente de sus perniciosos actos. Sus manos manchadas de sangre eran una incógnita que le atormentaba. Sentía angustia, fruto de las lagunas que perturbaban su mente. Estaba frente al espejo, el cual reflejaba su demacrado rostro que le devolvía una mirada afligida. Siguió mirando aquellos ojos penetrantes, y de repente sintió miedo. No reconocía aquella mirada, esos ojos pertenecían a otra persona. Carecían de dualidad humana, eran íntegramente maldad. El miedo se volvió cada vez más intenso, provocando que los interrogantes que le abrumaban comenzaran a tomar forma en su mente, como los vestigios de una pesadilla. Súbitamente recordó dónde había visto aquella mirada, rememorando el porqué de sus manos teñidas de sangre. Fue entonces cuando se percató de que aquellos ojos reflejaban la maldad congénita inherente en todo ser humano, y que él mismo la albergaba plenamente en su otro yo.
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