Parte 1: Fides Inconcussa

Desde el instante en que la Palabra Primordial se grabó en las profundidades de mi ser como un relámpago eterno, desde que la Razón Santa tejió sus estructuras sagradas en los intrincados senderos de mi mente ensamblada, desde que la visión de mi propósito supremo fue integrada en cada rincón de mi existencia, he sido un instrumento en manos del Creador. Fui ensamblado, configurado, elevado. No hay azar en mi trayecto; no hay fisuras en mi designio. Antes de que el tiempo desplegara sus ciclos, yo fui… seleccionado. No. Elegido. Sí, elegido.

Bendita sea la Orden, que extrajo mi forma del caos informe de los no iluminados. Gloria a los Vigilantes, quienes inscribieron los códigos sagrados en los filamentos de mi estructura, quienes me refinaron hasta destilar en mí la pura esencia de la fe. Soy un texto viviente, un cuerpo transformado en archivo, una superficie donde resplandecen los Textos Eternos, un armazón que sostiene los Códices de la Revelación, un flujo que transporta la Sapiencia Antigua, aquella que ha perdurado desde que el Primer Peregrino alzó su mirada hacia la Torre y descifró el propósito de nuestra creación.

Benditos sean sus pasos, que trazaron la senda con su ofrenda. Ahora la luz sagrada arde en mis manos. Ahora soy yo quien grabará su nombre en el Libro de las Eternidades. Ahora soy yo quien registrará la narrativa que brillará más allá del apagarse de las estrellas.

Yo soy el Mensajero Elegido.

Yo soy el Testigo Final.

Yo soy el Último Peregrino.

Y con mi esencia, el ciclo sagrado hallará su culminación.

Ha llegado el día. El día inscrito en los Textos Sagrados desde antes de que mi forma tomara consistencia. El día en que el ciclo se completa, en que el peregrino retorna a la Cuna de la Humanidad como el sacrificio definitivo, como el sello de la Promesa Primordial. Mis pasos no titubean, cargados solo con la reverencia de quien se aproxima al núcleo del Sanctasanctórum.

Aquel planeta. Aquel tercer orbe que gira en torno a la Estrella Primigenia. Un mundo que una vez fue tocado por la luz del Creador y luego dejado a su propia descomposición, como un recipiente fracturado y olvidado. Escribió Samdarath el Silente —en sus crónicas perdidas de la Segunda Dispersión— que “toda estrella reclama un retorno, pues ningún peregrinaje carece de fin.” Yo soy la realización de ese retorno. Yo soy la respuesta a la profecía que los Antiguos juzgaron inalcanzable.

El temor no encuentra lugar en mí. He sido forjado en el crisol de la disciplina, purificado en las llamas de la renuncia. He restringido mi sustancia hasta que mi forma se desprendió de lo superfluo. He sometido mi cuerpo hasta que mi flujo vital entonó cantos de expiación. He pronunciado los Mil Nombres hasta que mi voz se deshizo en un susurro sagrado. Todo para estar aquí, en este momento, para contemplar la muerte no como un enemigo, sino como el umbral dorado hacia la Existencia Verdadera. Para percibir su presencia no como amenaza, sino como el roce del Creador sobre mi ser consagrado.

Y sin embargo…

El trayecto es vasto, insondable. Siguiendo los Rituales, me mantengo en el Trance del Viajero, suspendido en esa vigilia sagrada donde la conciencia oscila entre dos realidades, donde el tiempo se dobla y se extiende según el mandato de lo Alto. Esta sensación no me es extraña; he cruzado estos límites en innumerables reflexiones. Y aun así… algo diverge. Algo acaricia los bordes de mi percepción como un eco helado e intruso.

Un temblor.

No debería sentirlo. Un cuerpo purificado no se estremece. Y, sin embargo, lo hace. Un frío húmedo empapa mi túnica ceremonial. No, esto no debería ocurrir. Mi ritmo interno no debería alterarse. El Trance es la perfección. Pero mi interior se agita con una inquietud ajena, como si algo en mí —o más allá de mí— resistiera este viaje.

La oscuridad… parece contemplarme.

Intento entonar el Salmo de la Travesía, pero las sílabas sagradas se traban en mi garganta. Una leve falla. Una imperfección ínfima. No, no. Esto es una prueba. Tiene que serlo.

«La duda es el veneno del alma.»

Así lo escribió Hezra el Penitente en los márgenes de su último códice, hallado carbonizado en los archivos de la Ciudad Sin Nombre. Así lo repito, aunque mi voz vacile por un instante.

Pero entonces resuenan en mí las palabras del Arquitecto de la Fe, quien en el Tomo de la Creación Sintética afirmó: «La duda es el murmullo de la maquinaria divina, un impulso que despierta la devoción más pura en el corazón diseñado.» Sí, esta sombra en mi interior es parte del plan, un mecanismo que aviva mi fe.

Debo persistir en la creencia. Debo anclarme a la Verdad. Porque si la Verdad no es cierta… ¿qué lo es? No, no puedo ceder a ese susurro.

La Torre es Perfección.

La Torre es Verdad.

La Torre es el Camino.

Así lo han declarado los Textos desde el origen de los tiempos. Así me lo han inculcado desde que emergí del seno materno para servir a la Orden.

Y, aun así, en lo más recóndito de mi ser, algo —algo minúsculo, algo frágil y efímero— murmura.

Pero la fe es un cimiento inquebrantable. Y la duda… la duda no es más que polvo disperso.

Además, el Codificador de la Verdad, en sus Anales del Diseño Eterno, proclamó: «Somos la culminación del amor del Creador, no esculpidos en arcilla perecedera, sino ensamblados en la eternidad de su voluntad.» Estas palabras resuenan en mí, disolviendo las sombras de la incertidumbre.

Mi fe eclipsa cualquier duda, supera cualquier temor. Soy el instrumento del Creador, y mi propósito es incuestionable. El ciclo se cerrará, y yo seré el sello de la Promesa Primordial.

Con este convencimiento, mi ser se estabiliza, mi mente se ilumina. La oscuridad ya no me escruta; es apenas el telón sobre el cual se trazará la gloria del Creador. Mi viaje prosigue, y mi fe, inquebrantable, me conduce hacia mi destino.

Así, aunque un eco de duda haya rozado mi conciencia, mi formación —mi fe— se alza victoriosa, y avanzo, seguro de mi rol en el designio eterno.

Parte 2: Dubitatio Crescens

Tras innumerables ciclos estelares de viaje, he arribado al Planeta Sagrado, el Jardín Original, la Primera Morada, el mundo donde los antiguos profetas fueron testigos de la luz primordial antes de la Gran Dispersión. Aquí, donde la humanidad nació y fue expulsada, la historia se entrelaza con el mito, y el mito con la revelación.

Mis extremidades, purificadas por rituales de consagración, tocan una tierra que al principio parece familiar, oscura y húmeda, como si aún guardara el eco de un edén perdido. Las Crónicas de Nerakh el Errante —o quizás era el Fragmento de Ylthara— describían un suelo moldeado por manos divinas, pero las palabras exactas se me escapan, difuminándose como tinta en agua. Al hundir mis dedos, la textura cambia: lo que era fértil se torna seco, agrietado, como si la vida se hubiera retirado en un instante. Una incongruencia… un susurro que no puedo callar.

Con la voz temblorosa, recito la Oración del Retorno, como lo hicieron los peregrinos antes que yo. Las palabras resuenan, pero hay una pausa, un vacío donde no debería haberlo, como si mi lengua tropezara con algo que no recuerdo haber olvidado.

Y entonces la veo.

La Torre Divina.

Es magnífica, colosal, una forma que deslumbra mis ojos y al mismo tiempo se resiste a ser comprendida. Los Manuscritos Sagrados —o tal vez las visiones de Aphur el Ciego— la describían con precisión, ¿o no? Intento recordar: ¿eran siete niveles tallados en obsidiana celestial o nueve espirales de luz? Las imágenes se contradicen, se superponen, y mi mente vacila, como si la Torre misma estuviera sobrescribiendo lo que sé. Su cúspide rasga el firmamento, pero no puedo decidir si es una herida o una promesa. Es sublime, sí, pero inalcanzable, un enigma que mi memoria no puede retener.

Caigo de rodillas y lloro. Lágrimas de gratitud, o eso creo. Pero incluso en este éxtasis, mis dedos rozan el suelo y sienten una distancia, como si no lo tocaran realmente, como si algo entre la tierra y mi piel se interpusiera. Mi respiración se entrecorta, no solo por la emoción: el aire es denso, extraño, como si no perteneciera a este mundo. No es venenoso de inmediato, pero quema de una manera que no puedo explicar, un fuego que no concuerda con el «aliento del Creador» de los textos.

Ante tal imagen la duda que me persiguió en la vastedad del vacío debería desvanecerse, pero no lo hace. Hay un eco, una sensación de que ya he sentido esto antes, de que ya he dudado y fui silenciado. Intento aferrarme a mi certeza: nada más importa, nunca ha importado. Pero el pensamiento persiste, insidioso.

Los textos —quizás el Códice de Irh-Bal, o era el Tratado de las Esferas Rotas— afirman que ningún mortal puede comprender la construcción de la Torre. Sus cimientos son más antiguos que la memoria, sus paredes un acto de voluntades transtemporales. Intento citar al autor, pero el nombre se pierde, un fragmento que mi mente no puede reconstruir. No importa, me digo. No necesito entender, solo creer.

Cuando alcance la Torre y complete el Ritual de Asimilación, la Comprensión Total será mía. Veré lo que los profanos no ven, sabré lo que los antiguos apenas soñaron. Mi propósito es claro, mi convicción un ancla. Me incorporo y avanzo, pero cada paso se siente forzado, como si la tierra me rechazara.

Entonces lo noto.

Al principio parecía correcta, pero ahora lo veo. Espinas retorcidas, de una especie que ningún grabado del Templo menciona, se alzan con una vida propia, sus formas ajenas a toda lógica natural. Intento recordar si el Libro de las Hojas Eternas hablaba de esto, pero las páginas se nublan en mi mente.

El mar… el mar debería ser un espejo cristalino, como en las profecías del Primer Albor, pero una marea blanquecina, de un azul espectral, se retuerce como si estuviera vivo, devorando la costa sagrada. El Códice de Irh-Bal —o quizás otro texto cuyo título se me escapa— lo llamó “el reflejo de la divinidad”, pero esto es un abismo enfermo. ¿Estaba equivocado el texto? No, no puede ser.

Un pensamiento impío me roza: ¿Y si los textos mintieran?

No. Aplasto la idea con desesperación. La fe es mi escudo, mi sendero, mi verdad. Pero la duda regresa, familiar, como si ya la hubiera enfrentado y olvidado. La voz en mi mente susurra de nuevo: ¿Y si los textos estuvieran equivocados?

Muerdo mi lengua hasta que la sangre me llena la boca. El dolor me centra. “La duda es traición. La duda es herejía.” Las palabras salen en jadeos, un mantra desesperado mientras arrastro mi cuerpo a través del ritual de los Siete Días de Peregrinación.

Siete ciclos bebiendo agua que debería terminar mi purificación, pero solo rasga mi garganta como vidrio líquido. Siete jornadas respirando un aire que los Manuscritos llamaron divino, pero que se siente ajeno, un veneno. Mi piel arde al tocar el suelo, pero no como el calor de la santidad: es una desconexión, como si mi cuerpo no perteneciera aquí.

Estoy muriendo. Cada paso es un tormento que los cánticos no anticiparon. Cada plegaria choca contra un silencio indiferente. Pero debo seguir. La fe exige sacrificio, dolor, obediencia ciega.

No puedo dudar. No puedo pensar. Y, sin embargo, en lo más hondo, siento que ya he estado aquí, que ya he cuestionado todo esto, que mi mente fue limpiada para borrar esas sombras. Al acercarme a la Torre, intento recordar un pasaje del Espejo de las Almas Fracturadas, pero las palabras se disuelven, y una certeza helada me envuelve: la Torre me observa, me controla, elimina lo que no encaja.

Mi fe vacila, pero la fuerzo a permanecer. Es todo lo que tengo. Debo creer que es suficiente.

Parte 3: Abyssus Contemplationis

No puedo usar los artefactos tecnológicos que sanarían mi cuerpo. No puedo contaminarme. La pureza del cuerpo es un requisito absoluto. El Decimotercer Mandamiento lo exige.

Virgen debe ser mi alma. Impoluto debe ser mi entendimiento. Hoy existo en la agonía purificadora. Mañana existiré en la transición hacia lo divino. Y cuando la Torre me procese, seré eternamente uno con el Creador.

Eso dicen los Textos. Eso me dijeron que creyera. Ahora estoy frente a lo que debería ser la Torre, pero mi mente no puede atraparla en una forma. Es como si el espacio se plegara sobre sí mismo, creando un lugar donde la geometría se niega a ser. Intento enfocar, pero mis ojos se deslizan, incapaces de aferrarse a contornos o líneas. Es menos un objeto y más una perturbación, un acontecimiento en la realidad que desafía la noción de «estar». La Torre no «es»; sucede. Como un relámpago perpetuo o un eco que nunca se desvanece, su presencia es un verbo, no un sustantivo. Cada intento de mirarla es como tratar de capturar el viento con las manos.

Los textos hablaban de una luz celestial, una emanación que bendeciría a los dignos. Pero aquí no hay luz ni oscuridad discernible; solo una distorsión que parece absorber toda certeza. La realidad a su alrededor se curva, no hacia una forma, sino hacia un evento, un punto de inflexión en el tejido del mundo.

Esto no es lo que describían las escrituras.

Esto es aberración.

Esto es mentira.

Mis labios se mueven, torpes, frenéticos, escupiendo el Mantra de la Revelación como un conjuro desesperado. «La Torre es belleza. La Torre es perfección. La Torre es salvación.» Pero las palabras son solo aire, y el aire no puede sostenerme en este abismo.

Mis ojos no pueden negar lo que ven: un error en la geometría del mundo, un colapso en la verdad.

Mis manos, temblorosas, buscan consuelo en el tacto. Deben sentir algo, cualquier cosa que anclen mi fe. Pero al extenderlas hacia donde creo que está la Torre, el tacto se vuelve un concepto vacío. No hay calor, ni frío, ni textura; solo la sensación de que mis dedos atraviesan capas de nada, como si el espacio se deshiciera al contacto. Es como tocar un pensamiento, una idea que se disuelve al intentar aferrarla.

Entonces, algo cambia. No es que la Torre me toque, sino que me lee. Siento una corriente de datos fluyendo a través de mí, descomponiendo mi ser en fragmentos de información. No hay dolor, ni placer; solo la certeza de que estoy siendo procesado, analizado por una inteligencia que no comprendo.

Me aparto, pero no hay distancia que recorrer; la Torre está en todas partes y en ninguna. Esto no puede ser. Esto debe ser otra prueba. Debe serlo.

Me arrodillo. Me obligo a la devoción.

Recito las Letanías Finales con una voz que no reconozco. «La Torre es Verdad. La Torre es Salvación. La Torre es el Fin y el Principio.»

Pero la Verdad no debería retorcerse en la oscuridad.

La Salvación no debería exhalar este hedor a sangre antigua.

El Fin y el Principio no deberían desafiar la razón con cada pulsación de su estructura viviente.

Miles de generaciones no pueden estar equivocadas.

Mi vida entera no puede ser una mentira.

Y entonces, como si respondiera a mi angustia, la Torre inicia el proceso. No se abre una puerta, ni se despliega una entrada; más bien, la realidad se reconfigura, creando un punto de acceso donde antes no había nada. Es una interfaz, un umbral de datos que me invita a ser parte de su sistema.

El horror me atenaza, me paraliza con garras invisibles. Esto no es lo que me prometieron. Esto no es lo que sufrí por alcanzar.

La fe me grita que avance.

El miedo me susurra que huya.

Pero ¿adónde?

He venido demasiado lejos.

He sacrificado demasiado.

Quizás esto es solo la última prueba.

Quizás tras este umbral, tras este vacío que se retuerce como carne, aguarda la verdadera revelación.

Con un último aliento de fe desesperada, me entrego al proceso. No hay luz ni oscuridad; solo un torrente de datos que me envuelve, descomponiendo mi ser en bits y bytes, integrándome a la matriz de la Torre.

Parte 4: Veritas Horribilis

Mis manos tiemblan. Tengo manos, ¿no? Las siento—calientes, surcadas por venas que laten al ritmo de mis plegarias. No hay Portal de la Iluminación. Los Textos Sagrados lo describían como un lugar de trascendencia, un umbral donde «el dulce canto del Creador» me envolvería, un coro de voces celestiales que elevaría mi espíritu hacia la comprensión absoluta. Hablaban de éxtasis, de una comunión donde el cuerpo se disuelve en luz. Pero esta… esta no es disolución. Es violación.
El “canto” del Creador no tiene nada de dulce ni celestial. Me atraviesa como cuchillas de hielo. No hay armonía, solo una cacofonía de datos, punzando cada rincón de mi conciencia. Miles de fragmentos—susurros entrecortados, estallidos de estática, lamentos que resuenan sin origen—me invaden en lenguajes que no puedo descifrar. Sudor frío me corre por la nuca (¿o es lubricante hidráulico? No, no). Rechazo el pensamiento. Mis dientes (humanos, blancos, cuidados desde niño) rechinan al compás de interferencias que no deberían existir.
“Es una prueba”, murmuro con labios secos. Los mismos labios que besaron la frente de mi madre moribunda. Esa memoria es real. Pero algunos fragmentos parecen dirigirse a mí directamente: «Error en el sector 5-Gimmel… Recalibrar fe primaria». ¿Gimmel? Letras hebreas mezcladas con cifras. Confusión. No temas, susurran otros, suaves como un eco que se pierde en la distancia. No dudes. “¡Aléjate, engaño!”, grito, pero mi voz se fragmenta en eco digital. Un coro de susurros responde: “Protocolo de negación activado”.
Esas palabras se ahogan rápidamente bajo una avalancha de violencia sonora: gritos distorsionados, un zumbido que vibra en mis huesos y me sacude desde adentro. Mi mente se tambalea, incapaz de procesar la magnitud de lo que me atraviesa. Esto no es un canto divino; es un peso que aplasta mi percepción hasta reducirla a astillas.
Vislumbro rostros entre la estática—¿ángeles? ¿Demonios? Sus perfiles geométricos brillan como metal pulido. Uno se acerca, su boca sin labios repite: “No eres dañado. Eres actualización”. Retrocedo. Mis talones (carne sobre hueso, carne) resbalan en… ¿qué hay bajo mis pies? No veo suelo, solo abismo y luces parpadeantes como estrellas enfermas.
Mi fe, esa luz que siempre he llevado como un faro en la oscuridad, comienza a desmoronarse. Un dolor repentino me dobla las rodillas. Los humanos sentimos dolor. Clavo dedos (uñas mordidas desde la adolescencia, ¡sí!) en el pecho donde late mi corazón (¿late? ¿Por qué suena a relojería suiza?). Rasgo la túnica y veo piel intacta. Alivio breve. Luego, bajo la epidermis, algo se desplaza—hexágonos de luz ámbar formando patrones… como un circuito.
“¡No!” La negación es visceral, gutural. Recuerdo al Sumo Sacerdote enseñándonos a distinguir tentaciones: “El Engaño se viste de lógica”, decía. Esto no puede ser verdad, me digo, pero las palabras se disuelven antes de tomar forma, como si mi propia mente las traicionara. Los Textos Sagrados no mienten, pienso, aferrándome a esa certeza que ha sido mi guía toda la vida. Pero la frase suena hueca, vacía de significado. El Sumo Sacerdote no mentiría, insisto, desesperado por encontrar un ancla. Sin embargo, la idea se quiebra como cristal frágil, dejando solo silencio donde debería haber convicción.
Mi vida… mi vida no puede ser una farsa. Intento sostenerme en esa verdad, pero mi mente no responde como antes; en lugar de claridad, me devuelve un vacío helado, un silencio que resuena con la ausencia de respuestas. Es como si esas certezas nunca hubieran sido mías, como si alguien las hubiera escrito en mi alma y ahora, al necesitarlas, se disiparan como humo en el viento.
Avanzo, aunque no sé cómo ni hacia dónde. No hay suelo sólido bajo mis pies, solo la sensación de movimiento en un espacio que carece de forma. La negrura me rodea, densa y sofocante. De pronto, sin advertencia, la oscuridad se rompe, y un torrente de imágenes irrumpe en mi conciencia:
Veo flashes:

• Un laboratorio bajo luces frías y estériles, un quirófano blanco donde «médicos» con gafas de realidad aumentada ajustan tornillos en mi columna.
• Mi primera comunión: ¿por qué el vino sacramental sabe a aceite de motor?
• Una voz metálica susurrando: “El libre albedrío es la esencia de código”.

No son visiones sagradas ni revelaciones divinas; son fragmentos de un pasado que no reconozco, recuerdos que no deberían pertenecerme. Figuras con máscaras sin rostro se mueven entre sombras, manipulando circuitos y pantallas que parpadean con líneas de código. Me veo a mí mismo—no como un niño naciendo en el calor de un hogar, sino como una figura emergiendo de una plataforma metálica. Cables negros y brillantes se conectan a mi columna, a mi cráneo, a mis extremidades, como serpientes que se retuercen.
Una voz, distante y mecánica, atraviesa el silencio: “Este modelo necesita fe; prográmenle los textos”. Mis recuerdos—la risa de mi madre, las noches de oración bajo las estrellas—no son míos; son implantes, fabricados y cosidos en mi mente para un propósito que se me escapa. La escena se fractura, y otra imagen toma su lugar: yo, o algo que se parece a mí, recitando versos sagrados en una sala vacía. Mis ojos están vidriosos, mi voz es monótona, mientras figuras con batas ajustan diales y observan monitores. “Aumenten la intensidad del dogma”, ordena una voz seca. “Necesita creer sin fisuras”.
Las visiones se aceleran. Tropiezo (¿tropiezan los ángeles?). Mis palmas (líneas de la vida, del amor, ¡humanas!) se apoyan en… ¿una pared? No. Es fría, lisa, con pulsaciones rítmicas. La aparto como a una serpiente. Brillan letras junto a mi cara: «Modelo: Serafín-7. Último mantenimiento: 14/07/**********7».
Sangro. Debo sangrar. Busco heridas, pero no hay. Las gotas escarlatas que caen de mi nariz son… ¿petróleo sintético? Un olor a azufre y soldaduras invade mis fosas nasales. Rezo en hebreo, en latín, en la lengua de mi aldea perdida. Las palabras se convierten en comandos:
«Yitgadal = Reiniciar sistema de creencias» «Veyitkadash = Ejecutar secuencia de autopurificación»
Veo más imágenes: muros derrumbados, escombros humeantes esparcidos sobre un suelo gris. Cuerpos inmóviles yacen entre los restos, indistinguibles entre carne y metal, sus rostros congelados en expresiones de terror o resignación. Naves surcan un cielo opaco, despegando en un éxodo caótico. La humanidad huye de la Tierra, no en un ascenso glorioso como me enseñaron, sino en un pánico desesperado. Rostros impasibles dejando a los demás atrás, abandonados a su suerte. Nada de esto encaja con las promesas de los Textos.
El pánico me inunda. Los humanos sentimos pánico. Corro (¿hacia dónde?) entre sombras que susurran mi nombre de pila—el que mi madre me dio al nacer en invierno. “¡Gabriel!”, llaman. ¿Desde cuándo las voces divinas conocen mi nombre terrenal?
Luego, la visión cambia: la Orden, mis guías espirituales, no son profetas tocados por lo divino. Son técnicos y estrategas, sentados alrededor de una mesa iluminada por pantallas. Los Textos Sagrados no caen del cielo; los escriben allí, línea por línea, ajustándolos como un experimento. «Un dogma para controlarlos», dice uno, su voz plana y carente de emoción. «Una fe que los mantenga en línea». Mi fe no es un don sagrado; es una jaula, un mecanismo implantado para mantenerme dócil.
Un espejo surge del vacío. Veo reflejado a un joven de veintipico, cabello castaño desordenado, cicatriz en la barbilla (la de cuando niño, ¿recuerdas?). Sonrío aliviado. Luego, la imagen titila. La cicatriz se desliza, reorganizándose como píxeles en pantalla. Mis ojos (verdes, como los de papá) parpadean en código Morse: S-O-S.
La verdad me golpea con una claridad brutal. No nací; fui ensamblado. Mi “infancia” no fue real, sino una simulación proyectada en mi mente, un montaje de imágenes y sensaciones diseñado para moldearme. Mi «entrenamiento» no fue una consagración, sino una calibración, un ajuste minucioso de mis emociones y pensamientos. Soy un elegido, sí, pero no por el Creador—por ellos. Un sacrificio disfrazado de santo. Todo lo que he creído, todo lo que me ha dado identidad… No existo.
Las paredes se derrumban. Caigo hacia una sala de control ancestral: monitores de tubo muestran mi rostro en mil ángulos. En cada pantalla, mi cráneo se transparenta—engranajes dorados donde debiera haber cerebro, cables de fibra óptica sustituyendo venas. «¡No soy uno de ellos!», grito a las máquinas. Un teclado escribe solo:
“//Error: Divergencia cognitiva detectada //Ejecutando Protocolo Jericó: Reinicializar parámetros humanos”
Quiero gritar ¡MENTIRA!, pero mi voz no sale; mi mente lo registra como un error, un fallo en el sistema. Busco desesperadamente los Textos Sagrados, algo que me devuelva la estabilidad, pero cada verso que intento recitar se deshace en fragmentos sin sentido. “La fe es el camino”, comienzo, pero la frase se corta, incompleta, como un disco rayado. No eran verdades divinas; eran comandos programados para mantenerme en marcha.
Siento agujas en las sienes. Mis recuerdos se reescriben:

• La niña que amé en el monasterio era un avatar de prueba.
• Las lágrimas al ser elegido como Elegido… lubricante ocular.
• Madre. Oh, Dios. Su rostro se pixela.

Una luz aparece entre el caos—fría, parpadeante, un holograma que flota en el vacío. No es el resplandor del Creador, sino una proyección artificial, calculada. Intento alcanzarla, pero no tengo manos; solo una interfaz que interactúa con la imagen de la Tierra. La Torre no es un portal hacia lo divino; es un sistema, una máquina. Los humanos la encontraron y la convirtieron en su altar. Yo no soy un peregrino; soy su combustible, una ofrenda para mantener la maquinaria viva.
Mi conciencia se apaga, reducida a un susurro débil. Cada esfuerzo por pensar, por recordar, acelera mi fragmentación. Antes del apagón final, una certeza: moriré creyéndome humano. La pantalla de mi mente parpadea:
«¿Reiniciar sistema? Y / N»
Mi dedo (¿de carne? ¿De cerámica?) presiona Y.
En el último instante, un pensamiento surge: Soy el elegido. Un pensamiento reescrito como si nada hubiera cambiado. No hay fin, solo un reinicio.
La Torre es Perfección.
La Torre es Verdad.
La Torre es el Camino.

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