La actividad en el club se había visto reducida durante las últimas semanas a causa del reciente accidente que mantenía a varios de sus miembros convalecientes por heridas de distinta gravedad. Para suerte de todos, no ha habido que lamentar ninguna pérdida. Su recuperación evolucionaba favorablemente en todos los casos, por lo que poco a poco irán volviendo a la actividad. Espero su regreso con todos nuestros planes intactos. La casualidad quiso que un compromiso previo me privase de salir con ellos.

Entretanto, entrenado para la acción, mi cuerpo reclama adrenalina y mi mente precisa fijar un objetivo, ocuparse de un nuevo reto, ya que sin cueva me siento morir. Aventura y riesgo, peligros en la balanza que se decantan del lado de la más maravillosa de las locuras. Mi pasión me lleva a recibir constantes signos de incomprensión, así como múltiples presiones, especialmente de las personas más allegadas, pero la espeleología es mi vida, mi verdadera devoción. Ninguna compañía ha sido capaz de sostener conmigo tal fidelidad. Por eso, planeo en solitario la salida del domingo. Las lluvias de los días precedentes han sido copiosas, anegando el valle circundante. Aunque cuento con la seguridad de que el agua habrá colmado por completo las fosas, ello no se convierte en imposibilidad, sino en aliento a pesar de la dificultad. Brilla de nuevo el sol en el cielo asturiano y esa es la previsión para los próximos días. La climatología, pues, se manifiesta como aliada.

Confianza y respeto, la naturaleza tan pronto acaricia como lleva a tropezar. Sin considerarme en absoluto un experto, soy pionero en innumerables andanzas por estos contornos. Lleva mi nombre una de las rutas más frecuentadas en los Picos de Europa. Me siento seguro y capaz, a pesar de lo cual nunca excedo la confianza ni pierdo el respeto a la montaña.

Reviso preceptivamente mi equipo que he desplegado sobre la mesa. Mi ilusión es inmensa, rezuma por todos mis poros. Casco, arneses, frontales y cuerdas, bloqueadores, mosquetones, botas, guantes y mono. Con todo en orden, vuelvo a introducir cuidadosamente la carga en la mochila.

Incapaz de conciliar el sueño, la noche se me hace interminable. Por la mañana viviré una aventura que llevo semanas preparando. A las siete, puntual, dejo la cabaña. El sol asoma en el horizonte mientras voy cortando el aire frío a mi paso. La excitación me empuja en la ascensión ladera arriba. Pronto tomo un estrecho sendero que discurre casi oculto por la maleza, curso que debe aproximarme a las pedregosas paredes que cierran el majestuoso circo. Avanzo atento a todo cuanto me rodea, con todos mis sentidos alerta. Sólo el alegre canto de los pájaros y el rumor de las altas copas cesantes rompen el silencio. Alcanzo un claro desde el que obtengo una perspectiva perfecta del enclave. Una senda se bifurca ante mí, obligándome a decidir. Opto por seguir hacia la derecha, tránsito que presumo como el más directo a la inmensa pared de roca. Unos metros más arriba, la planicie me descubre la oscura boca. Mi destino se halla a un nivel inferior a mi actual posición. Su proximidad me emociona enormemente.

Desde la entrada compruebo que la claridad cede a escasos metros. Inicio la incursión, el haz que luce en mi frontal se convierte en mis ojos desde el primer giro. Muy pronto la gruta se hace más estrecha. El aire se va calentando y se vicia de humedad. Siento elevar mi palpitar ante el angosto tránsito que me va presentando constantes obstáculos que salvar. Es mi instinto el que decide en cada ocasión. Cada dificultad superada me anima a continuar. Llegado a un punto la complicación se extrema. Me detengo para prevenirme, la gruta pasa a convertirse literalmente en un tubo de roca en pendiente descendente.

Mientras me preparo, recapacito sobre mi absoluta soledad. Me reconozco expuesto en lo más profundo de las entrañas de la tierra, únicamente rodeado de silencio y oscuridad. Nadie en el exterior sabe de mi presencia. Consciente del riesgo, mi espíritu me empuja a seguir adelante y comienzo a atravesar el tobogán. Aseguro bien todas las fijaciones. El bulto a mi espalda contribuirá con su volumen a retener mi peso en el roce. Comienzo a deslizarme y avanzo palmo a palmo. La inclinación va a más hasta que, de improviso, se hace mayor, efecto que hace variar los equilibrios y provoca que el efectivo freno cese. Me siento resbalar a toda velocidad por la roca mojada. El cabo que se enrolla dentro de mi macuto se va extendiendo tras de mí a medida que caigo, supone mi prevención ante cualquier impacto, además de marcar la ruta de regreso. En ese instante el espacio se abre de repente en un orificio que las corrientes han horadado. Me siento liberar, vuelo desde el que se ha convertido en techo de una gran cámara. Caigo abruptamente en la helada laguna de la sima. A pesar de mi protección, percibo el helador frío en mi piel. No siento dolor ni señal de daño alguno. Observo que el lateral a mi izquierda se encuentra próximo, por lo que nada hacia él. Asiéndome a un lateral, me impulso y salgo del agua. Sentado sobre una roca redondeada que apenas puede acogerme me entretengo un momento en observar el mágico espacio. Me reconozco privilegiado por poder disfrutar de semejante espectáculo natural.

La mezcla de presión y emoción hace batir mis sienes. Lejos de estar asustado, me siento enormemente feliz en el inhóspito agujero. Descubrir maravillas ocultas como la presente regenera mi sentimiento aventurero. Tiro de ella y compruebo que la cuerda que me une al tubo ha resistido el envite. Me alivia ciertamente que mi cordón umbilical permanezca intacto. Decido reposar y trato de ordenar mis pensamientos. Debo decidir la mejor estrategia para afrontar el remonte. Al ir a incorporarme, el movimiento curvo de mi cabeza me advierte de un tenue resplandor que se difumina inmediatamente. Dudo que no haya sido un brillo de la superficie. Decido repetirlo y el reflejo se reproduce. Me detengo en la posición y consigo distinguir un pequeño objeto brillante sumergido a unos dos metros delante de mí. Absolutamente embriagado, no dudo en querer comprobar la naturaleza de mi hallazgo por lo que, sin titubear, me desprendo de cualquier peso y me lanzo en su pos. Un calor repentino invade mi pierna izquierda. Noto correr el líquido en el interior del mono que ha resistido el impacto. Me palpo la zona y me diagnostico un corte de considerables dimensiones a la altura del bíceps femoral, seguramente provocado por algún saliente pétreo. Mantengo la calma y, no sin esfuerzo, me impulso hasta lograr rescatar el origen del brillo. Aunque la distingo, difuminada, se trata de una pequeña botella que descansa en la pared, recostada en un remanso. A pesar de la inmaculada trasparencia, no consigo ver el fondo, tenebrosidad que anuncia una gran profundidad. Consigo alcanzar la pared y, una vez en mi poder, veo que en su interior alberga un papel enrollado, atado con una fina cuerda. El descubrimiento me agita, apagando incluso el dolor de mi extremidad que se agudiza a cada segundo. Aseguro el tesoro en mi pulsera y me dispongo a emerger. Una vez fuera, en mi improvisado pedestal, enfoco mi visor para dar un último vistazo al espacio subterráneo, mirada que me devuelve un intenso escalofrío.

Cansado, debo mirar de aproximarme a la angosta entrada elevada. Sin apenas tiempo para encontrar aliento, un tanto pensativo, sopeso mis fuerzas. Jadeante bajo la cúpula de piedra, deseo apagar cuanto antes la duda que me asalta. Mis manos temblorosas extraen con delicadeza el pequeño papel manchado. No necesito desplegarlo del todo para leer: “¡Estoy bien, feliz en mi nueva vida!”.

Fuera de toda lógica, me comienzo a plantear si realmente quiero retroceder. La razón me llama a salir, pero lato deseoso de descubrir qué se oculta bajo la profunda oscuridad. La lectura me ha sobrecogido por completo, dejándome exhausto y paralizado. Entonces caigo en la cuenta de un artículo de prensa que había leído cuando recopilaba información sobre la gruta. Al parecer, una niña, vecina del cercano pueblo, había desaparecido hace años en aquellos confines, suceso que había conmocionado a la comunidad. La búsqueda duró semanas, pero nunca se halló rastro suyo. Perdida toda esperanza, y para dolor de familiares y personas allegadas, las labores cesaron y el caso acabó archivado.

El misterio había dado paso a innumerables relatos y leyendas sobre la cueva. Es algo habitual, por otra parte, pero a lo que no acostumbro a conceder credibilidad. En adelante, claro, mi opinión iba a ser bien distinta. Todo mito se basa en un hecho pasado real, aunque se acostumbre a deformar con el paso del tiempo. Mi aventura se significará como herencia del caso. Aunque, por ahora, mi testimonio va a permanecer mudo, pues mi corazón se ha citado con la desconocida autora.

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