Prólogo

Este libro es el fruto de un viaje fascinante a través de las primeras veces de aquellos que me rodean: amigos, familiares, conocidos y desconocidos. Cada página contiene una historia íntima, una narración valiente que me fue confiada con generosidad y confianza.

En estas páginas, encontrarás una amplia gama de emociones y experiencias. Desde historias divertidas que arrancarán una sonrisa de tus labios, hasta relatos profundos y conmovedores que tocarán las fibras más sensibles de tu corazón. Te sumergirás en pasiones ardientes y prohibidas e incluso te sorprenderás con historias que van más allá del entendimiento humano.

Cada palabra, cada emoción, ha sido transmitida con sinceridad por aquellos que decidieron compartir un pedazo de su historia conmigo.

Sin embargo, debo confesar que en la creación de este libro he tenido el privilegio de agregar mi propia perspectiva. He dado forma a estas historias con un sutil toque de imaginación, rellenando los espacios vacíos con detalles y matices que complementan las narraciones originales. No obstante, quiero dejar claro que mi objetivo ha sido preservar la esencia y la fidelidad de cada relato, respetando la integridad de las experiencias compartidas.

Mi mayor deseo es que este libro, a través de sus historias, te brinde la oportunidad de sanar, crecer y superar cualquier situación similar que puedas haber enfrentado o estés enfrentando. Si logro tocar aunque sea un pequeño rincón de tu ser con estas páginas, consideraré que mi misión está cumplida. Que estas historias no solo sean un tributo a la valentía de quienes decidieron compartirlas, sino también una herramienta para iluminar tu camino hacia la plenitud y el crecimiento personal.

Paulita Cárdenas.

Capítulo 1:  

El Vecino Del Piso 7

Recuerdo la primera vez que lo vi. De forma amable y caballerosa, me sostuvo la reja de entrada al edificio, ya que al verme tan atareada con una caja y bolsas en mano, se me hacía difícil encontrar las llaves en mi cartera. Se ofreció a ayudarme con mis paquetes hasta la puerta del ascensor, pero aunque me pareció un tipo muy apuesto físicamente, mi desconfianza fue mayor que mi atracción y sin dudarlo le dije:

—No gracias, puedo sola.

Nunca fui la típica mujer desvalida que se dejaba ayudar; por el contrario, siempre he sido de carácter muy fuerte y dominante. Creo que el hecho de ser hija única y haber sido abandonada por mi padre cuando tenía tan solo seis años, me llevó a valerme por mí misma en muchos aspectos.

Mi madre tampoco me permitía mostrar ninguna debilidad, ni mucho menos autocompadecerme. Me crió con la idea de que no necesitábamos a nadie para salir adelante solas. Sin embargo, ahora que he crecido y lo veo desde otra perspectiva, creo que ese fue un cuento que se inventó para mitigar el dolor que le causaba que mi padre se hubiera ido a formar una nueva familia con su compañera de trabajo.

El tiempo fue pasando y, conforme crecía (y cuando digo crecía me refiero al paso de los años, porque sigo siendo una mujer pequeña y culona de 1.50 de estatura), me iba volviendo más independiente y también más solitaria.

Como no era la típica chica bella, alta o super inteligente, yo diría que era más bien promedio en todo, incluso mi aspecto era un poco masculino. No tenía muchos amigos y mucho menos pretendientes. Creo que esas fueron las razones principales de que, a los 19 años, todavía ni siquiera había tenido un novio.

Por increíble que parezca, lo más cerca que había estado de estar con alguien fue una vez en el liceo, cuando jugando a la botellita mis compañeras, por diversión, intencionalmente hacían que la botella me cayera a mí. Así fue como ese día me besaron por primera vez en cuatro ocasiones, tres chicos diferentes.

De camino al ascensor, después de haber rechazado amablemente su oferta de ayuda para llevar mis paquetes, él se quedó detrás de mí. Mientras caminaba por el pasillo, me sentía un poco incómoda, notando de reojo cómo mantenía su mirada en el movimiento de mi trasero durante todo el trayecto.

Mientras esperábamos el ascensor, unos minutos que se me hicieron eternos, él buscaba siempre hacer contacto visual conmigo. Yo, por el contrario, esquivaba su mirada y fijaba la mía en el interminable recorrido de bajada del ascensor.

Por fin, cuando se abrieron las puertas del ascensor, entré como pude con todo lo que llevaba en mis manos y me situé junto a los botones. Él también entró y se colocó nuevamente detrás de mí, sin tener la más mínima intención de ayudarme, se quedó parado e inmóvil.

Yo, que tenía las manos completamente ocupadas, volví ligeramente la cabeza esperando que él marcara los botones correspondientes a nuestros pisos. Él, en un tono sarcástico y con una leve sonrisa, preguntó:

-¿Marco yo, o todavía puedes sola?-

—Piso cinco, por favor, le dije con una mirada de fingida molestia, aunque en realidad estaba disfrutando que este apuesto desconocido me hubiera dado una cucharada de mi propia medicina.

Era un hombre alto y fornido, con casi 1.80 metros de estatura, de unos veintisiete o veintiocho años aproximadamente, cabello ligeramente largo hasta los hombros, cejas pobladas, ojos color miel, nariz respingada y unos provocativos labios bien definidos.

En un movimiento sutil y premeditado, se acercó por detrás, pasando su brazo alrededor de mi cuello para marcar el botón del piso cinco, antes de volver a su lugar.

Giré levemente la cabeza y le pregunté de manera irónica: —¿También vives en el piso cinco?

—Ahora quisiera,—me dijo con una voz seductora. Nuevamente se acercó con el mismo movimiento alrededor de mi cuello y marcó el botón del piso siete.

No sé si fue el tono seductor de su voz o el delicioso olor de su perfume, que no había percibido hasta ese segundo acercamiento, pero algo increíblemente excitante se despertó dentro de mí. Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que casi se salía de mi pecho. Por suerte para mí, el ascensor se detuvo en mi piso. Tratando de mantener la compostura y controlar el sobresalto, solo alcancé a decir… —Gracias.

—Hasta luego… Vecina, —escuché que me dijo antes de que el ascensor cerrara.

Entré a mi casa como pude, soltando la caja y las bolsas sobre la mesa. Mi madre, que desde la cocina me observaba con detenimiento y con ese instinto de mamá que no se equivoca, me dijo:

«Muchacha, ¿a ti qué te pasó?»

-¿Qué me pasó? ¿De qué hablas? le respondí, tratando de disimular.

—Traes una cara…— Y me miraba de manera suspicaz, como tratando de averiguar realmente qué me pasaba.

—No me pasa nada, solo que vengo acalorada y enredada con todas las bolsas y con esa bendita caja que pesa más que un muerto.

—Unjú —respondió mi madre con una pequeña mueca en sus labios y arqueando una ceja, como si no estuviera del todo convencida de mi explicación.

Antes de que pudiera escapar a mi cuarto para evitar su mirada inquisidora, procedió a soltar la típica frase de advertencia que dicen casi todas las mamás venezolanas:

—¡Cuidado con una vaina!

Me recosté en mi cama y desde ese mismo instante comencé a repasar todo el agradable incidente: Desde que me lo encontré en la entrada del edificio, el trayecto hasta el ascensor, su aroma que era una agradable mezcla entre la fragancia amaderada de su perfume y un ligero toque natural de sudor, sus brazos que, al rodear mi cuello, pude notar lo fuertes y varoniles que eran. Todos estos recuerdos hacían que mi corazón volviera a latir con fuerza, y comenzaba a sentir cómo esos latidos resonaban en mi cabeza, pecho y hasta en mi vagina.

Estaba completamente perdida y absorta en mis pensamientos cuando entra mi mamá al cuarto y me interrumpe diciendo:

—Ya hice la pasta y la carne molida, pero no hay mayonesa.

De un solo tirón me senté y le dije: —¡Dame el dinero, yo la compro!

Ella, mirándome sorprendida, me responde: —¡Verga, mija! ¡Y con todo y eso tú me dices que no te pasa nada!

—¿Qué me va a pasar? ¡Hambre es lo que tengo, nada más! —respondí con cierto tono de enojo para evitar que siguiera haciendo cualquier tipo de insinuaciones.

—Toma y ten mucho cuidado por ahí, —me dice al tiempo que extiende su mano con el dinero de la compra.

Rápidamente tomé el dinero, me arreglé un poco frente al espejo y salí de casa.

Algo dentro de mí me decía que pronto lo volvería a ver, y no me equivoqué.

Justo cuando abrí la reja principal del edificio lo vi. Estaba inclinado junto a la ventana de un auto rojo entregando algún tipo de paquete.

Al escuchar el sonido de la reja, se voltea hacia mí y choca los puños en señal de despedida con los tipos del auto rojo, a quienes no alcancé a mirar completamente. Luego se dirige hacia la entrada del edificio.

Yo, tratando de disimular que había bajado en su búsqueda, apuré el paso y me dirigí hacia el supermercado de la esquina. Compré la mayonesa a la velocidad del rayo y caminé a paso rápido, casi corriendo de regreso al edificio.

Al llegar a la esquina bajé de golpe la velocidad, porque a la distancia me di cuenta que él estaba parado en la entrada del edificio mirando en mi dirección.

Cuando me acerqué y ya estaba a unos pocos pasos  me dijo: —Te estaba esperando vecina…

Por supuesto, tan caballeroso como la primera vez, me abrió la reja del edificio y me dejó seguir adelante. En lugar de sentirme incómoda por su mirada fija detrás de mí, esta vez decidí disfrutarla. De manera sutil, pero deliberada, realicé un ligero movimiento de caderas mientras caminaba, consciente de que él me estaba observando.

Ya dentro del ascensor, me disponía a marcar el botón del piso cinco cuando, con un tono de disimulada coquetería, le pregunté: —¿Te marco el siete?

Él, con una pícara sonrisa, me respondió: —No, gracias, yo puedo solo.

Antes de que terminara de hablar, moví mi mano en dirección al botón del piso siete al mismo tiempo que él, y nuestras manos se encontraron brevemente.

Con una velocidad impresionante, marcamos ambos pisos. Luego en lo que las puertas se cerraron, me tomó por la cintura y me atrajo hacia él, inclinándose ligeramente para acomodarse a mi altura. Yo, por mi parte, me elevé lo más que pude, casi quedando de puntillas, y comenzamos a besarnos apasionadamente sin detenernos. Sentía un intenso calor recorriendo mi cuerpo mientras su lengua se movía con la mía y sus labios mordían los míos con suavidad apasionada.

Sus manos empezaron a acariciar mis nalgas justo cuando el ascensor se detuvo en el piso cinco.

Aunque no quería, me aparté de él cuando las puertas se abrieron. Sabía que si me demoraba más de lo debido, mi mamá se preocuparía y sería capaz de salir a buscarme.

—No te vayas —me dijo, tratando de no soltar mi mano mientras mantenía presionado el botón de «pare» para mantener abierto el ascensor.

Me zafé como pude para salir, y con una pícara sonrisa, le respondí en tono sarcástico: —Me dijiste que puedes solo.

Él se echó a reír y las puertas se cerraron, yo busqué las llaves en mi bolsillo para abrir mi puerta y justo en ese momento dije casi en un grito ahogado: —¡Coño! ¡La mayonesa!

Al momento de comenzar el arrebato, yo empezaba a acariciar su espalda mientras nos besábamos, sin darme cuenta deslicé la mayonesa que llevaba en la mano, hasta el piso y le di con el pie, arrinconándola en el ascensor.

Casi sin darme tiempo de pensar que hacer, el ascensor se abrió y ahí estaba de regreso mi vecino, sonriendo, con mi mayonesa en la mano.

Me acerqué, la agarré y me dijo:

—Al final no me dijiste tu nombre.

—Tú tampoco me dijiste el tuyo —contesté. Y proseguí diciendo: —Jennifer, pero puedes decirme Jenny.

—Yo prefiero decirte vecina —me dijo con una sonrisa seductora, —Me llamo Ignacio, pero puedes decirme Nacho —finalizó.

—Yo prefiero llamarte el vecino del piso siete —le dije con una pícara sonrisa.

Nos despedimos con un beso rápido y juguetón. Después de eso, entré a mi casa.

Conforme pasaban los meses, cada vez se hacían más frecuentes nuestros encuentros fugaces en el ascensor. Yo buscaba cualquier excusa para verlo y estaba atenta a que se terminara el azúcar, la sal, el aceite o lo que hiciera falta en la despensa de mi casa para bajar a encontrarme con él.

Salía de la universidad disparada como bala para ver si de casualidad nos cruzábamos.

En los días que no lo veía, no me contenía y le preguntaba a la conserje chismosa si había visto al vecino del piso siete. Con ella, era seguro encontrar una respuesta, ya que como toda conserje se enteraba de todo primero que cualquiera.

Por otro lado su rutina era la misma, ya era común encontrarlo parado afuera del edificio hablando con los tipos del auto rojo, o entregando algún tipo de paquete a un hombre de un auto amarillo.

Un día de esos que la cosa se encendió y la pasión entre nosotros se salió de control. Presionó el botón de pare en medio de dos pisos y comenzamos a besarnos más apasionados de lo habitual, con sus manos me soltó el brasier y me subió la blusa dejando mis pechos al desnudo y empezó a chuparme con tal intensidad que casi me hace explotar de placer.

No sé si fueron mis gemidos o si fue el tiempo que duramos con el ascensor detenido entre dos pisos, que la conserje comenzó a golpear cada una de las puertas del ascensor piso por piso, gritando: —¿HAY ALGUIEN AHÍ?

Me ajusté el brasier como pude, él se sacó la camisa por fuera para ocultar su evidente erección, y pusimos de nuevo en marcha el ascensor. Para no levantar sospechas, ambos nos bajamos en el cuarto piso, y corrimos escaleras arriba, cada uno a nuestros respectivos apartamentos. Por suerte para mí, ese día nos salvamos por poquito.

Dos días más tarde, cuando regresaba de la universidad a la hora habitual, me crucé con él en el pasillo y me dijo:

—Vecina, ¿sabías que el viernes es mi cumpleaños? ¿Qué me vas a regalar?

En un impulso que desconocía, le respondí: —No sé, vecino, pero si quieres podemos ir a tu apartamento.

—No, a mi apartamento no. —Me dijo tajantemente.

Su rechazo me tomó por sorpresa y pude sentir cómo mi rostro reflejaba mi desconcierto. No estaba acostumbrada a ser tan directa, y su respuesta me hizo sentir enojada conmigo misma por haberme atrevido a sugerirlo.

Inmediatamente notó mi desagrado, quiso disimular diciendo:

—Lo que pasa es que mi apartamento está muy sucio y desordenado-. Intentaba justificar su negativa, pero yo podía percibir una nota de incomodidad en su voz, como si estuviera improvisando una excusa.

Aprovechando que venía entrando una vecina del tercer piso, escapé de la situación diciendo:

Bueno vecino, ahí vemos, acabo de recordar que el viernes tengo clase hasta tarde y no sé si nos podamos ver. Te aviso cualquier cosa. Seguí mi camino, sin oportunidad de dejarlo decir algo más.

Ese viernes traté por todos los medios de permanecer en la universidad hasta bien entrada la tarde, cuando ya no tuve más razones o excusas para permanecer en la universidad, emprendí mi camino de vuelta a casa.

Llegué a la entrada del edificio con mucha cautela, pidiéndole a Dios no cruzarme con él. Al llegar a la entrada del ascensor me encuentro con la conserje, a quien no se le escapaba nada y me comenta:

—Hola, Jenni, aprovechando que te veo, por aquí vino el vecino del piso siete y preguntó varias veces por ti.

—¿Por mí?, dije fingiendo sorpresa, qué raro —añadí frunciendo el ceño y arrugando la nariz con cara de desconcierto.

—Sí, parece que anda tomando y celebrando, dijo que si no te veía, iba a pasar por tu casa más tarde —finalizó diciendo.

¿Por mi casa? pensé para mis adentros, mientras imaginaba el caos que podría ocasionar su presencia. ¿Y si ese loco decide aparecer en mi casa? Mi mamá lo mata a él y luego me mata a mí. Subí a la casa muerta de nervios y, antes de entrar completamente, me quedé paralizada de miedo al escuchar una voz masculina que hablaba y reía al unísono con mi madre.

Respiré profundamente aliviada, al darme cuenta que la voz que escuchaba era de mi tío Facundo, quien sorpresivamente había llegado de visita. Lo saludé efusivamente, le pedí la bendición y me senté con ellos a conversar un rato. Aunque trataba de estar presente en la amena conversación familiar, un pensamiento inquietante me invadía: ¿Qué pasaría si ese loco llega borracho a la casa y pregunta por mí? Rápidamente, me dije a mí misma: ¡Tengo que hacer algo! ¡Debo buscarlo antes de que aparezca por aquí! Pero… ¿Cómo me escapo?

Utilicé la excusa del calor como pretexto para entrar a ducharme y pensar rápidamente en una solución. Salí del baño y me puse un vestido negro corto y sexy que nunca antes había usado. Resultaba extraño verme usando ese tipo de ropa, ya que siempre me sentía más cómoda con pantalones debido a mi percepción un poco masculina de mi cuerpo. Sin embargo, desde que comencé a tener encuentros con el vecino del piso siete, me estaba sintiendo cada vez más cómoda y segura con mi apariencia y conmigo misma.

Contrario a lo que pensaba, mi madre elogió mi atuendo al verme usando ese vestido corto. Sus palabras textuales resaltaban la belleza y el volumen de mi trasero, lo cual me sorprendió gratamente. Sin embargo, no pude evitar preguntarme si estos elogios se debían a que ya llevaba un rato compartiendo tragos con mi tío Facundo.

Cuando mi madre se fue al baño, aproveché el momento para escapar, con la excusa de ir a comprar hielo y algunas cosas para cocinarle a mi tío Facundo.

—Ya vengo, tío. Voy a bajar un momento a comprar más hielo y algunas cosas que me hacen falta para cocinarte algo sabroso. Seguro me tardo un poco, ya que voy a comprar varias cosas para consentir a mi tío favorito. Cabe destacar que mi tío Facundo es el único tío que tengo. Con esta jugada maestra, me despedí de él y salí disparada en busca de mi vecino.

Primero, bajé a la entrada del edificio y, al no encontrarlo por ningún lado, me arriesgué a subir hasta su apartamento.

Aunque tenía timbre, preferí tocar tímidamente la puerta… Nadie salió. Hice un segundo intento, pero esta vez con un poco más de fuerza… Nada pasó. Nerviosa y asustada, dije para mí misma: Voy a tocar una tercera vez y si no sale me voy. Y que sea lo que Dios quiera…

En lo que levanté la mano para tocar la puerta por tercera vez, escuché el sonido de la llave abriendo la puerta. En ese instante, él salió con su encantadora sonrisa y en evidente estado etílico, diciendo: —Te estaba esperando, vecina.

Como era evidente que entrar a su apartamento no era una opción y entrar al mío mucho menos. Me tomó de la mano me subió al ascensor y contrario a lo que yo esperaba de que nuevamente parara el ascensor en medio de dos pisos como había hecho antes, marcó rápidamente el último piso que llevaba a una puerta de salida a la terraza del edificio, donde solo había un cuartucho abandonado, donde el marido de la conserje guardaba materiales y herramientas de construcción.

Supongo que había planeado todo con días de antelación porque pudo abrir el candado sin mayor dificultad.

Una vez dentro de aquel sucio y oscuro cuarto, comenzamos a besarnos con pasión desenfrenada. El deseo y la lujuria contenida de todos nuestros encuentros anteriores se desataron con total libertad. Me subió el vestido hasta la cintura y me rodó hacia un lado mi ropa interior de encaje negro que, días atrás yo me había comprado para este gran momento, me metió sus dedos y comenzó a estimularme poco a poco, subiendo gradualmente la velocidad, en la medida que veía que mi placer aumentaba. Luego me bajó el cierre de la parte trasera de mi vestido; dejando mis pechos completamente desnudos. Besó, lamió y chupó todo cuanto quiso. Yo en mi inexperiencia le correspondía dejándome llevar por el deseo, el ardor del momento y la intensidad de nuestros cuerpos.

Ya después de un largo rato de fogosos besos y ardientes caricias, me bajó lentamente mi ropa interior, yo por mi parte comencé a desatar la correa de su pantalón dejando visible, su enorme erección. Nos acomodamos como pudimos, recostándonos sobre unas cajas de madera que encontramos en el lugar y procedió a abrirme las piernas y acercarme más a su cuerpo para penetrarme.

En el primer intento pude notar que al encontrarse con la barrera de mi himen perdió totalmente la concentración. Creo que hasta ese momento, no se había percatado que esta era mi primera vez. Al darse cuenta, hizo una pausa y mirándome fijamente a los ojos me dijo:

—¿Estás segura de esto?

—Completamente, le dije.

Por primera vez, en todo el tiempo que nos habíamos besado desde que nos conocimos, me besó tiernamente.

Se puso de pie, me alzó en peso tomándome con firmeza por mis nalgas y me dijo al oído: —Si te duele mucho, muérdeme…

Cerré los ojos y, lo apreté por los hombros clavándole las uñas, dejándolo que se hundiera en mí…

Cuando lo más difícil pasó, nos abrazamos con fervor y comenzamos el vaivén de nuestros cuerpos. En esta ocasión, no le clavaba mis uñas por dolor, sino por placer.

Al final, nos entregamos el uno al otro sin reservas, dejándonos llevar hasta alcanzar el máximo nivel de placer mutuo. Después… Llegó la calma.

Nos arreglamos la ropa, limpié con su camiseta la poca sangre que goteaba por mi pierna y salimos.

Notamos que ya era tarde y que había permanecido fuera de mi casa más tiempo de lo debido. Me acompañó rápidamente al supermercado; por el hielo y las compras para cocinarle a mi tío. Y volvimos al edificio.

Una vez dentro del ascensor, nos quedamos mirándonos dulce y silenciosamente mientras subíamos. Al llegar al quinto piso, rompió el silencio diciéndome: —Gracias por este cumpleaños. Estoy seguro de que nunca olvidaré este día, ni ese regalo. Me dio un dulce y sutil beso antes de concluir con un: —Nos vemos pronto, vecina.

Al entrar en casa, intenté disimular mi nerviosismo, temiendo un regaño o algún comentario de mi madre por haber estado fuera tanto tiempo. Pero para mi alivio y sorpresa, mi mamá ni siquiera parecía haberse dado cuenta de mi ausencia y, sorprendida al verme entrar, me preguntó:

—¡Mija! ¿Dónde estabas tú?

Mi tío Facundo, siempre astuto, me miró con complicidad y le dijo a mi mamá:

—Ay, Graciela, ¿tú cómo que estás borracha? Jenni acaba de bajar, incluso cuando salía te dijo que ya volvía, que iba a comprar hielo y algunas cositas para prepararme algo sabroso.

Mi mamá se creyó toda la historia, y así conseguí salir bien librada de esa situación. Después de preparar la comida para mi tío y mi mamá, me retiré a mi habitación y me acosté, repasando cada momento maravilloso que había experimentado. Aunque todavía sentía un poco de dolor, la felicidad superaba todo. Esa noche me dormí plácidamente.

Durante todo el fin de semana, no tuve señales de él. Aunque en varias ocasiones me tentó la idea de subir a buscarlo, decidí no abusar de mi buena suerte. Además, con mi tío Facundo ya fuera de casa, no tendría a nadie que me cubriera con mi mamá si algo sucedía.

Ese lunes regresé de la universidad con la esperanza de encontrarlo, pero ni siquiera la conserje supo darme información sobre él.

A medida que pasaban los días, mi incertidumbre crecía junto con mi tristeza. Me convencí de que su desaparición se debía a algo que había hecho mal o algo que había dejado de hacer.

En momentos de soledad, mis lágrimas brotaban en secreto, transportándome de vuelta a aquellos días de mi infancia, cuando a mis seis años me culpaba por la ausencia de mi padre, pensando quizá que era mi culpa que nos hubiera abandonado, recordaba con tristeza todas las noches que quedé esperando el regreso de papá como él me había prometido, una promesa que nunca cumplió.

Un día cuando ya casi me había resignado a su supuesto abandono y me encontraba comiendo con desgano mi mamá me dice de repente:

—Mira, ¿ya te contó la conserje?

—¿Contó de qué? ¿Qué pasó? —le respondí con curiosidad.

—Eso, lo que le sucedió al chico del edificio —dijo mamá.

—¿Qué le pasó? ¿A quién? ¿Qué sucedió? —Hice muchas preguntas con el corazón acelerado.

—¡Ay, vale! El muchacho simpático y guapo del piso siete, el que a veces me encontraba y me saludaba con mucho cariño ¿No sabes quién es?— me decía mi mamá un tanto incrédula.

—Ah sí, lo recuerdo —dije con una fingida calma, aunque por dentro moría de miedo, temiendo lo peor. —¿Qué le pasó? —pregunté.

—Parece que lo agarraron en España con una maleta cargada de drogas —explicó mi mamá, visiblemente consternada. —Es una lástima y tan buena gente que se veía, según la conserje le metieron como siete años de prisión o algo así —dijo un tanto decepcionada.

Tenía muchos sentimientos encontrados. Me retiré a mi habitación desconcertada, sin saber cómo procesar toda esa información. Por un lado, una enorme tristeza me embargaba al imaginarlo lejos, solo y metido en semejante lío. Por otro lado, una especie de pequeña alegría y alivio me invadió al saber que no me había abandonado como lo hizo papá. Ese día, de alguna manera, esa niña de seis años, había sanado.

Al día siguiente a mi regreso de la universidad encuentro en la entrada del edificio todo un completo alboroto: policías, vecinos, curiosos y por supuesto a la conserje.

Rápidamente me acerco y le pregunto:

—¿Qué pasó?

A lo que esta me dice en un tono cauteloso: —Al parecer encontraron todo un laboratorio de drogas en el apartamento del vecino del piso siete. Pero tranquila, supuestamente hasta ahora no encontraron nada que lo vincule con lo que consiguieron ahí. Nos han interrogado a todos, pero nadie habla, ni dice nada del vecino. No sé si por miedo o porque a todos nos caía muy bien. Hasta a tu mamá le preguntaron, pero dice que no recuerda quien vivía en ese departamento.

El incidente no pasó a mayores, de verdad no encontraron huellas en ningún objeto ni nada que pudiera incriminarlo. De igual forma, él ya no se encontraba en el país. Y así rápidamente, todos se olvidaron del asunto.

Al cabo de unos años, me gradué de la universidad y como regalo de graduación, mi tío Facundo me compraría un viaje a cualquier país de Europa que yo escogiera. Obviamente, sin pensarlo dos veces, escogí España. Mientras estuve por allá, no hubo un solo día que no fantaseara con la tonta ilusión de encontrármelo en alguna calle de Madrid o en algún lugar de Barcelona. Pero evidentemente, esto no pasó.

A raíz de aquella experiencia de mi primera vez, pasaron varias cosas: me volví más segura de mí misma, aprendí a quererme y a valorar las curvas de mi cuerpo que antes de esos encuentros fugaces jamás había notado. También hice las paces con mi feminidad y comencé a vestirme más acorde a ella. Pero lo más importante que saqué de esa experiencia, fue comprender que el alejamiento de una persona no significa que deba sentirme abandonada o culpable. Simplemente, cada persona que pasa por nuestra vida, está solo el tiempo que le corresponde estar.

Con el paso del tiempo, y una vez que estuve lista, con más confianza en mí misma y liberada de culpas ajenas, viví otros amores, tuve otros amantes y más experiencias… Pero hasta ahora, nadie ha superado a mi querido vecino del piso 7.

Capítulo 2: 

De Lo Bello Al Vello

Nací y me crié en el seno de una familia muy católica, llena de valores y principios arraigados. Sin embargo, si retrocedemos a los años sesenta, lo que principalmente caracterizaba a mi familia, al igual que a muchas otras, eran los tabúes. Y si algo definía a mi familia era la forma en que se evitaba hablar de temas como la sexualidad. No culpo a mis padres; era lo común, la regla, la norma a seguir en una sociedad donde el machismo y la falta de información predominaban.

No es como ahora, donde el sexo está omnipresente y gran parte de lo que vemos y escuchamos está saturado de un alto contenido sexual. Para beneficio de muchos, ahora incluso hay educación sexual en las escuelas.

Vemos cómo enseñan sobre métodos anticonceptivos, enfermedades de transmisión sexual e incluso algunos profesores más atrevidos dan tutoriales sobre cómo ponerse un preservativo utilizando una banana como muestra práctica.

Ya a mis sesenta y tantos años mi memoria no es la misma, pero si hay algo que no olvido y creo que nunca olvidaré es aquel día…

Vivíamos en aquel modesto departamento con su pequeña sala decorada con papel tapiz beige y pequeñas florecitas rosadas. Había un sobrio sofá de cuero marrón que abarcaba media sala, un comedor de pantry color verde y una cocina con una barra para desayunar, acompañada por dos banquitos altos de madera. Junto a la cocina, se encontraba un pequeño pasillo que conducía al único baño del departamento situado al fondo, Junto a este, se hallaban las dos únicas habitaciones del apartamento. Una de ellas era la habitación matrimonial de mis padres, mientras que la otra albergaba tres camas: la de mi hermanito menor, la mía y la de la mujer de servicio.

Ese día, como cualquier otro, mi madre, una mujer ocupada y bioanalista de profesión, se dispuso a preparar un café para ella y otro para mi padre. Rellenó un par de panes que acababa de tostar y comió rápidamente mientras buscaba su cartera y sus llaves. Entonces, dirigiéndose a mi padre, dijo:

—¿Te vas conmigo?

—A lo que este le responde: —Hoy no, me voy en mi carro porque debo pasar a dejarlo en el taller de Juan para que revisen la pequeña falla que tiene. Igual, si me esperas dos segundos, recojo el maletín y me voy contigo hasta el estacionamiento.

—Dale, está bien, pero apúrate porque debo llegar más temprano —dijo mamá.

Recuerdo claramente que me desperté al escuchar el sonido de la puerta cerrarse. Era costumbre que a esa hora ya estuviéramos listos para salir a clases, pero al ser época de vacaciones decembrinas, nos quedamos en casa.

La mujer de servicio era nueva, una más de tantas que habían pasado por casa a cuidarnos al tiempo que mis padres se encargaban de trabajar para que nada nos faltara.

Ella solía levantarse temprano para ayudar a mis padres y a nosotros en lo que hiciera falta, pero como dije, era época de vacaciones y mis padres salieron más temprano de lo acostumbrado. Por esa razón, todo se encontraba en completo silencio.

La cama de mi hermanito estaba colocada de lado hacia una de las paredes, mientras que la mía y la de ella quedaban justo una frente a la otra.

Una vez nos quedamos prácticamente solos, ya que mi hermanito estaba profundamente dormido, aquella mujer se deslizó sutilmente hasta mi cama. No sentí temor, ni nervios. Fue casi como algo normal ver que ella se trasladara de su cama a la mía.

Una vez los dos en la misma cama y bajo las sábanas, a corta distancia, pude notar que sus pechos quedaban casi a la altura de mi cara. Ella vestía una larga bata de algodón color rosado y llevaba su cabello medio recogido en una cola.

Hasta ese momento, no se habían intercambiado palabras. La comunicación se manifestaba únicamente a través del suave roce de su mano en mi cabeza, mientras sus dedos se deslizaban suavemente entre mis cabellos negros. A pesar de que aún estaba medio adormilado, comencé a disfrutar de ese contacto físico. La sensación de su mano acariciándome era un momento tan bello y natural, que me sumergí en un estado de relajación absoluto, sin pronunciar una sola palabra.

Me imagino que ella podía notar que me gustaba porque siguió bajando de a poco, muy lentamente la caricia de su mano ahora tocaba suavemente mi rostro y despacio fue bajando de manera progresiva, primero por mis hombros, luego por mi espalda, y seguía bajando hasta encontrarse con mis glúteos. Permaneció acariciando mi espalda y mis nalgas por un tiempo que no puedo recordar.

Aunque no era visible para mí, ya que un poco más de la mitad de mi cuerpo estaba cubierto bajo las sábanas, pude sentir como ella, bajó los pantalones de mi pijama con mucho cuidado, aquella pijama azul estampada de pequeños autos de colores que días atrás había recibido como uno más de mis regalos de navidad.

Luego prosiguió a bajar mis interiores a la misma altura de mi pijama. Puedo intuir por el movimiento que hizo bajo las sábanas, que procedió a bajarse también su ropa interior y subió su bata con mucha cautela, todo esto, sin dejar de observar mi cara.

Después, en una acción que más que impulsiva, yo diría premeditada, acortó la distancia que había entre nuestros cuerpos, tomándome de la cintura y acercándome hacia ella.

Inmediatamente, mi cuerpo se tensó cuando se juntó con el de ella, y mi rostro pasó de estar completamente relajado a un estado de rigidez total. Todo el bello momento que había vivido y disfrutado a través de sus caricias anteriormente, cambió de forma abrupta, como cuando estás disfrutando de un hermoso día soleado y sin darte cuenta aparecen nubes grises que arruinan rápidamente cualquier día perfecto.

El solo roce de mi pene infantil siendo tan solo un niño de 8 años, contra su vello púbico, hizo que me embargaran un miedo terrible y una enorme confusión.

Aquella mujer, de quizás unos veintitrés o veinticuatro años, frotando su cuerpo contra el mío, dejándome sentir la textura áspera de su vello púbico estuvo atenta a mis gestos y acciones en todo momento. Al darse cuenta de que yo estaba completamente asustado, se apartó de mí. Luego, de la misma forma sutil que al principio, tomó de nuevo mis interiores y mi pijama azul de pequeños autos de colores y me los subió a su lugar.

En un tono que no puedo determinar si fue de miedo o amenaza me dijo:

—Esto que acaba de pasar, es un secreto. No puedes decírselo a nadie, mucho menos a tus padres.

Después de aquel desagradable acontecimiento, no puedo ni siquiera vagamente recordar qué fue de esa mujer. No sé si fue por trauma o simplemente por ser tan pequeño, que no logro recordar siquiera cómo era su rostro o el color de su cabello.

Yo solo sé que, tal y como ella me dijo, fue un secreto que nunca le revelé a nadie hasta el día de hoy…

Capítulo 3:

Te Necesito, Mamá…

Cuando me traslado al momento de mi primera vez, solo puedo pensar en cuán vulnerables somos en la niñez, sobre todo cuando no tenemos o carecemos de una mamá o una figura materna que llene ese espacio o cumpla con ese rol tan importante en la vida de cada ser humano.

Perdí a mi madre cuando tenía tan solo once años. Murió en un accidente automovilístico debido a un conductor que estaba bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Ese día, de todos los que íbamos en el auto, la única que salió gravemente herida y luego falleció, fue mi madre.

Antes del accidente, no puedo decir que teníamos la típica relación madre e hija donde, por ser preadolescente, decidía llevarle la contraria o comportarme como la chica rebelde que está por empezar la pubertad. Tampoco podría decir que era el tipo de relación donde la mamá y la hija son como especie de amigas, donde la niña agarra el maquillaje de mamá y usa sus perfumes, tacones, y tienen esa complicidad secreta donde, aunque haya regaños, prevalece el amor que se tienen la una a la otra.

Debido a una batalla legal entre mis padres, en la que mi papá logró ganar mi guarda y custodia por unos cuantos años, esta oportunidad de crecer junto a mi mamá, lamentablemente para mí, me fue negada.

Por desgracia, del tiempo anterior en el que mis padres fueron pareja y vivíamos los tres juntos, al ser tan pequeña, no tengo recuerdos.

Al cabo de unos años, la lucha de mi mamá por recuperarme dio sus frutos, y tuvimos la oportunidad de vivir juntas nuevamente. Sin embargo, no pasó mucho tiempo de estar viviendo y compartiendo con ella, cuando el infortunio una vez más se cruzó en mi camino. Esta vez, aquel conductor ebrio me quitaba esta oportunidad… Para siempre.

Así fue como me encontré nuevamente viviendo con mi papá, mi madrastra con quien nunca tuve una buena relación y con mi abuela.

Mi abuela paterna, no era la típica abuela cariñosa que se sentaba a hablar conmigo de temas relacionados con el crecimiento o desarrollo de mi cuerpo.

Recuerdo que cuando tuve mi primera menstruación me encontraba sola, desconcertada y confundida con todo lo que me estaba pasando.

Siempre fui la chica a la que hacían bullying en el colegio, así que no tenía una amiga o alguien de confianza con quien hablar sobre estos temas propios de la naturaleza femenina ni de cualquier otro tema en general.

Fue entonces, a mis trece años, cuando lo conocí: un chico alto y delgado de cabello castaño oscuro y ojos un poco achinados. Me impactó casi de inmediato. No recuerdo exactamente quién nos presentó, solo sé que él comenzó a mirarme de un modo en el que nadie antes lo había hecho.

Siendo la chica de la que todos siempre se burlaban, el hecho de que un chico como él, guapo y popular, por el cual todas las chicas del liceo suspiraban, se fijara de alguna forma en mí, fue un logro o una manera de dejar de sentirme invisible.

Así pues, todo se fue dando rápidamente y entre conversa y conversa me invitó a su casa. Ahora a mis treinta años puedo reflexionar y darme cuenta de lo mal que estaba lo que hacía. Pero en ese entonces a mis escasos trece años no veía lo mala idea que era irme a la casa de un hombre de diecinueve años a pasar el rato con él.

Era tanta mi inocencia y falta de afecto que encontré en él un refugio para mi soledad. Comencé a inventar excusas para escaparme por las tardes a la salida del liceo. Total, mi papá siempre estaba sumergido en el trabajo, mi madrastra no se inmiscuía en nada relacionado conmigo, y mi abuela creía cualquier excusa que yo inventara para irme a hacer tareas a casa de una supuesta amiga o cualquier reunión de trabajo grupal.

De esa manera me iba todas las tardes a su casa, aunque en lo profundo de mí sabía que no estaba del todo bien lo que hacía y no me gustaba la idea de mentirle a mi abuela. Iba a su casa para obtener un poco de cariño, o tan siquiera un poco de atención. Porque de algún modo no era consciente de que él era mayor y yo tan solo una niña.

Llegamos a su casa, un edificio que estaba ubicado a unas cuadras más arriba del lugar donde yo vivía. Obviamente, el departamento estaba solo ya que su mamá trabajaba todo el día y solía llegar por la noche. Era un lugar bonito, con piso de granito, un hermoso juego de sofás tipo Luis XV, con una linda mesa de centro tallada en mármol. A un costado, había un juego de comedor de más o menos el mismo estilo. No era excesivamente lujoso pero tampoco modesto. En esa primera visita a su casa, no alcancé a recorrer o conocer mucho el lugar, ya que desde el primer momento me llevó directo a su habitación.

Entramos, un cuarto de mediano tamaño, con un closet amplio, una pequeña mesita de noche de madera color caoba y una cama de dos pisos también de madera del mismo color de la mesita.

Lo primero que hizo fue decirme que me sentara en su cama, cerró la puerta con seguro y se sentó a mi lado…

Recuerdo con claridad ese primer beso, levantó sutilmente mi cara elevándola por mi barbilla con su mano y la puso a la altura de su cara, al juntarse nuestros labios , comenzó a meter su lengua en mi boca con el movimiento sinuoso de una serpiente, deslizándose con suavidad y flexibilidad, envolviendo y acariciando mi lengua con una cadencia seductora y misteriosa. Ante esto yo ni siquiera sabía como corresponderle o que hacer en esa situación. Nunca antes me habían besado y mucho menos había podido conversar con nadie acerca de tener relaciones sexuales por primera vez, nada, no tenía el mas mínimo conocimiento de absolutamente nada. Fue entonces cuando sin haber estado preparada o saber qué era lo que pasaría después, me fui dejando llevar por el momento.

Fue muy fácil acostumbrarme a sus besos, a sentir esa rica sensación tibia de su aliento, la delicadeza con la que su lengua se encontraba con la mía como la danza de dos patinadores sobre hielo, que se mueven al compás de una música invisible, sincronizando cada movimiento con pasión y fervor.

Luego fui dejando que sus manos bajaran de a poco tocando mis pequeños pechos infantiles, sintiendo cómo poco a poco se endurecían las puntas de mis pezones con el solo roce de sus manos por encima de mi ropa.

El siguió bajando sus manos y sacó lentamente mi camisa azul del uniforme de adentro de mi falda y yo con sutileza me negué quitando suavemente sus manos al tiempo en que seguíamos besándonos.

Supongo que por mi edad, o al ser él mayor que yo, habían muchas cosas que me causaban vergüenza, como por ejemplo la desnudez, jamás había visto a un hombre desnudo o algún tipo de pornografía. Esto hizo que al comienzo yo no me dejara acariciar sin ropa.

Cuando notó mi negativa a dejar que me acariciara por debajo de la camisa, se quitó la camisa que cargaba dejando al descubierto su torso delgado y varonil. Cuando se quitó la camisa algo en particular llamó rápidamente mi atención: una hermosa y reluciente cadena de plata. Era larga y tenía para él un gran valor sentimental; por eso siempre solía llevarla puesta en todo momento.

Ahora que lo pienso, creo que él, a pesar de tener diecinueve años, no era un chico con mucha experiencia o quizás no había estado con muchas chicas debido a su timidez. Ahora, en la adultez, puedo darme cuenta de que también era muy inexperto. Esto lo confirmé cuando me hizo una pregunta que me tomó totalmente desprevenida:

—¿Ya los has hecho?

Siendo tan joven y sin saber qué esperar, ni de qué estábamos hablando exactamente, opté por darle la respuesta más tonta e ingenua que se me ocurrió:

—Sí, claro que sí.

Al obtener esta respuesta de mi parte, comenzó gradualmente a explorar con su lengua cada vez un poco más de mí, yendo y viniendo por mi cuello y detrás de mis orejas como van y vienen las olas del mar en la orilla de la playa. Era como sentir esa frescura y suavidad del agua acariciando mi piel.

Sus manos, con movimientos tan delicados como los dedos que acarician los pétalos de una rosa, fueron deslizándose por mi piel, retirando cada capa de tela con suavidad. Cada prenda de mi uniforme que caía al suelo, era como un pétalo que se desprendía de una flor, revelando poco a poco la belleza oculta de mi cuerpo inmaduro que se encontraba debajo.

Él por su parte fue también quitándose la ropa y con un movimiento un poco ansioso e inexperto, me abrió ligeramente las piernas y metió sus dedos en mí. En un principio, quise detenerlo, pero temía de cierta forma que pensara que solo era una chica boba e inexperta (aunque lo era), o que si le decía que quería que se detuviera, se enojara y no quisiera estar junto a mí de nuevo. Entonces, simplemente lo dejé seguir.

Después de un rato de irme adaptando a la sensación de sentir sus dedos explorándome, se subió completamente sobre mí, agarró su miembro con la mano y trató inútilmente de introducirmelo. Nuevamente quise negarme, pero tal y como lo había hecho anteriormente, lo deje seguir.

No sé si por su inexperiencia o simplemente porque no le importaba, él no volvió a insistir en preguntarme, si ya lo había hecho, solo seguía torpemente tratando de penetrarme sin poder lograrlo.

Por suerte para mí, el tiempo había pasado rápidamente y debía irme a casa para evitar levantar sospechas.

Avergonzada totalmente de verme desnuda frente a él, me puse apresuradamente la ropa. Él también se vistió, me acompañó hasta la entrada de su edificio y nos despedimos con un suave beso .

Llegué a mi casa y todo estaba normal; nadie siquiera me preguntó cómo me había ido o por qué había llegado un poco más tarde de lo habitual. Mi abuela me sirvió comida y, luego de comer, me encerré en mi cuarto.

Miles de sentimientos y preguntas acerca de lo ocurrido esa tarde rondaban mi cabeza, pero había un sentimiento que predominaba en mi mente: era el sentimiento de afecto, de cariño, y de sentir que ya no estaba tan sola; sentir que había alguien que, según yo y mi mente infantil, me amaba.

A pesar de que no me gustaba del todo la idea de que me desnudara, me tocara e intentara penetrarme, ya solo por el hecho de sentirme acompañada, querida y tomada en cuenta por alguien, fue motivo suficiente para volver a su casa al día siguiente.

Esa mañana, antes de salir de casa, me aseguré de decirle a mi abuela y a mi papá, que esa tarde tendría que reunirme con mis compañeras de grupo para una exposición de Biología que tendríamos la semana siguiente.

De ese modo, pude ir nuevamente a su casa. Casi como un ritual, todo se repitió: Nos besamos, me desvistió, metió sus dedos nuevamente en mí e intentó penetrarme de manera infructuosa.

Cuando habían pasado ya unos cuantos días de nuestros encuentros de caricias intensas y penetraciones fallidas. El cuarto día sucedió algo que hizo que esa situación cambiara.

Esta vez, no me dirigí directamente a su casa. A la salida de mi último turno de clases, él estaba esperándome, me tomó de la mano y fuimos caminando hasta una plaza cercana. Allí, conversamos sobre muchas cosas; se abrió conmigo y comenzó a contarme su vida y lo mucho que le dolía la ausencia de su padre. Este se había marchado de casa y los había abandonado unos años atrás, cuando fue descubierto por su mamá siendo infiel.

Fue ese mismo día cuando me contó, entre muchas otras cosas, la importancia de esa cadena que siempre llevaba en su cuello. Resulta que este había sido el último regalo que su papá le hizo antes de irse de casa.

Hablamos largo rato, luego de eso me invitó a comer helados y finalmente nos fuimos caminando a su casa.

Siento que después de nuestra conversación de ese día, comencé a verlo de un modo distinto. No solo porque ya no me sentía tan ajena a sus besos y sus caricias profundas, sino también porque había conocido una parte de él que era similar a esa parte de mí que estaba herida por la ausencia de mi madre. Aunque yo no me abrí con él para contarle lo mucho que extrañaba a mi mamá, podía empatizar con ese sentimiento. Él hecho de que hubiera compartido conmigo ese dolor por la ausencia de su padre, creó una conexión emocional que hizo que nuestra relación tomara un giro más profundo y significativo.

Esta vez nuestra entrega fue mutua, ya no era solo yo recibiendo sus besos, sino también entregándolos de manera recíproca, como si cada beso fuera un impulso que nos acercaba más el uno al otro. Finalmente, esa tarde, pudo entrar en mí con menos resistencia. Sentí un poco de dolor al momento de la penetración y tuve un leve sangrado. Lo demás se encuentra un poco difuso en mis recuerdos, creo que eso se debió a que; aunque yo lo permití, aún no estaba segura de dar ese siguiente paso.

Cuando llegué a mi casa después de todo lo ocurrido esa tarde, me recosté y en la soledad de mi habitación una mezcla de sentimientos me invadió. Hasta el día de hoy, no podría decir con certeza si fueron de miedo, tristeza, arrepentimiento o remordimiento.

Pasaron los meses y nuestros encuentros ya no se limitaban a las cuatro paredes de su cuarto. Incluso a veces yo iba a su casa y él solo cocinaba para mí. Comíamos y luego me iba a mi casa, o íbamos al centro comercial más cercano, donde conversábamos por horas. Salíamos a caminar por el parque o nos quedábamos en la plaza casi hasta la hora de la puesta del sol. Nos esperábamos a la salida y nos íbamos caminando juntos. En general, teníamos una bonita relación donde no todo era sexo.

Una tarde en la que me encontraba yo desnuda, acostada en su cama, él sacó de su closet una cámara digital y de manera impulsiva me dijo:

—Párate ahí y déjame tomarte una foto.

Yo le hice caso, y de la forma más inocente, posé para él. Recuerdo claramente pararme junto a la puerta de su habitación con mi mano en la cintura, dejando al descubierto mi cuerpo de niña con mi apenas perceptible vello púbico recién salido y mostrando también mis pequeños pechos infantiles. Luego de eso nos acostamos y comenzamos tener sexo.

Nunca olvidaré que me encantaba que, mientras me hacía el amor, la cadena que siempre llevaba colgando en su cuello rozaba mi cara al ritmo de su movimiento de placer y esto hacía que mi deseo y pasión se exacerbaran. De repente, dejé de mirar su cadena y enfoqué mi atención en algo que no había notado antes.

Al estar en la parte inferior de su cama de dos pisos, pude ver que sobre las tablas que sostenían el colchón de la cama superior, había una serie de nombres de chicas escritos, entre los cuales claramente se destacaba el nombre de Daniela. Hacía poco que había escuchado rumores sobre su supuesto interés en una chica llamada Daniela, quien estaba en el mismo curso que él.

Mis lágrimas comenzaron a brotar sin cesar, recorriendo mis mejillas. Él inmediatamente me preguntó: «¿Qué te pasa?»

—Nada —respondí. Acto seguido, me separé de él, me vestí y me fui.

Pasaron los días y dejé de verlo. Lo evitaba cambiando mi horario, saliendo de clases antes o yéndome rápidamente para no encontrármelo. Así continué hasta que finalmente hablamos. Él me aseguró que lo de Daniela era un rumor falso, y yo, como una tonta enamorada, le creí. Seguimos viéndonos a escondidas en su casa.

A medida que nuestros encuentros se hacían más frecuentes y el tiempo avanzaba, los rumores sobre nosotros y nuestros encuentros amorosos se multiplicaban. Cada vez más personas comentaban lo que presumían al verme entrar a su casa todos los días. Además, mis excusas para ausentarme de mi hogar después de clases se agotaban rápidamente…

—Tengo entendido que eres mayor de edad, ¿cierto?

—¡Paul, responde! —Me decía mi mamá.

—Si señor, tengo diecinueve.

— !Tú no sabías que mi hija es tan solo una niña! ¡Que tiene trece años!

—¡Responde, Paúl! — Decía mi papá.

—No, señor, no lo sabía.

—¿Me vas a decir a mí que llevas meses acostándote con mi hija y no sabías qué edad tenía?

Mientras tanto, las lágrimas corrían por mi cara como un río desbordado, escuchando todo lo ocurrido.

—¿Y tú, qué le dijiste a mi papá?— Le pregunté.

—Nada. Simplemente me quedé callado y bajé la cabeza. ¿Qué más podía decirle?

— ¿Y ahora qué hacemos?

—Nada, dejar de vernos. No puedo arriesgarme a que tu papá cumpla su amenaza de meterme preso. Además, mi papá, que casi no habló en toda la noche, se disculpó con tu papá y le aseguró que yo no me iba a volver a acercar más a ti.

—Y tu mamá, ¿Qué dijo?

—También se disculpó con tu papá y le dijo que ella creía que tú tenías más edad.

Llegué a mi casa con los ojos hinchados de tanto llorar tras nuestra despedida. Me encerré en mi habitación durante semanas, comiendo solo lo justo y necesario para no morir de hambre.

Mientras tanto, mi papá me evitaba. Supongo que no tenía ganas de verme a la cara después de tan grande decepción. Nunca mencionó el asunto de la conversación con Paúl y sus papás.

Después de semanas de estar encerrada en mi habitación, y tras llegar del colegio, mi único escape era escribir su nombre, recortarlo y pegarlo detrás de mi puerta. Hasta que una tarde mi papá entró sin avisar, y al ver todo lo que había tras mi puerta, me ordenó con voz firme y decidida:

—¡Quita todo eso de la puerta inmediatamente!

Ese día lloré a mares y creía que mi mundo se me venía encima. Lo que no sabía era que lo peor estaba por llegar…

Un día, habiendo ya pasado un par de meses desde mi separación de Paúl, notaba cómo en mi liceo todos murmuraban al verme pasar. Me señalaban y se reían. Todos hacían comentarios y se burlaban de mí. Como siempre me habían hecho bullying, traté de no hacer caso, de no darle importancia, pensando que era más de lo mismo. Hasta que un chico, que era de los pocos que era amable conmigo, se acercó y me dijo:

—Por ahí anda circulando una foto tuya.

—¿Una foto? ¿Qué foto? —le pregunté con total desconcierto.

—Una donde estás completamente desnuda y ya todo el mundo la ha visto.

Mis piernas flaquearon, mi corazón comenzó a latir con fuerza y un frío terrible me recorrió todo el cuerpo al tiempo que palidecía.

El Director del liceo me llamó a su oficina para ponerme al tanto de la situación, pero para entonces ya era demasiado tarde. La foto ya había traspasado los límites del liceo y antes de que yo pudiera hacer algo para detener esa situación, ya era como una bola de nieve que iba creciendo cada vez más. Fue tanto que creo que todo el pequeño pueblo donde yo vivía ya había visto la foto. Y, por supuesto, llegó a manos de mi padre.

Recuerdo dolorosamente cómo lo vi llorar por primera vez. Me preguntó muy entristecido por qué lo había hecho.

¿Cómo podía explicarle que fui una tonta que había posado inocentemente y que nunca me imaginé que algo tan natural para mí como tomarme una foto, pudiera causarnos tanto dolor?

Una chica de mi edificio me dijo que si yo quería podía denunciar el caso y hacer que Paúl pagara por lo que me había hecho.

Por supuesto, no quise. En vez de eso, lo confronté y le reclamé casi al punto de golpearlo. Estaba muy, muy dolida.

Él me juró que nunca me haría daño. Me dijo que la foto estaba en su computadora y que alguien malintencionado se la había robado y la había hecho circular sin su consentimiento. Casi llorando, me dijo que me quería y que no tendría por qué herirme de esa manera.

No sé si por ser una niña, por ser ingenua o porque todavía lo quería, sentí que sus palabras eran sinceras y elegí creerle.

Fueron días muy difíciles, en los que tuve que soportar una carga muy pesada.

Cuándo pienso en el pasado de esos días oscuros, me invaden un montón de preguntas:

¿Cómo habrían sido las cosas si hubiera crecido con mi mamá? ¿Me habría aconsejado cuando tenía dudas sobre mi cuerpo?¿Cómo habría sido mi primera vez si mi madre hubiera estado presente para guiarme y apoyarme?¿Me habría dado consejos sobre relaciones sexuales y cómo cuidarme?

Pienso que quizá no me habría sentido tan sola y no habría buscado en ese chico el cariño y afecto que tanto me faltaban en ese entonces. Pienso que ella me habría explicado por qué era incorrecto lo que estaba haciendo, o simplemente, como toda mamá, habría sido lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de mis escapadas a su casa y descubrir todas mis mentiras.

Así como ese día elegí creerle a Paúl… Hoy elijo creer que ella me habría dado todo ese amor, cuidado y protección que tanto necesité.

Sé que, desde donde está, de alguna manera ella ha estado presente cuidándome en cada paso que doy. Cuando una amiga me tiende la mano, ella está ahí; cuando una vecina me hace sopa caliente en un día de frío, ella está ahí; cuando converso con mi tía por horas y me escucha y aconseja, ella está ahí. También la siento en los atardeceres, cuando el sol se tiñe de tonos cálidos y el mar susurra melodías que me recuerdan su amor por mí. Cada ola que rompe en la playa, me hace pensar en ese espíritu alegre y esa felicidad contagiosa que todos los que de verdad la conocieron dicen que tenía.

«Hoy ya no me siento sola porque sé que tú estarás siempre junto a mí. Aunque muchas veces te extraño y me sigues haciendo falta, tengo la certeza de que siempre encontrarás la manera de hacerte presente. Por eso, solo me queda decirte, gracias mamá…»

Capítulo 4: 

Mi Nefasta Primera Vez

A mis dieciséis años, ya fumaba hierba, tomaba alcohol y amanecía por ahí con mi hermano mayor y nuestros amigos de la infancia. No era como que mis padres me permitieran fumar y beber, solo que al andar con mi hermano mayor, me imagino que ellos asumían que todo estaría bien y bajo control.

En nuestro grupo regular de amigos estaban José, nuestro vecino del frente, que al ser contemporáneo con mi hermano mayor, tendría para ese entonces al igual que mi hermano, veintidós años, los hermanos Rivero, que vivían unas calles más abajo de nuestra casa: Irving Rivero el mayor, a quien de cariño le apodábamos «Loco» quien para la fecha tendría veintiún años y Marvin Rivero el menor de los dos, de dieciocho años; y yo que era el menor de todos con dieciséis. En total éramos casi siempre el mismo grupo de cinco.

Entre nuestras incontables aventuras estaba irnos de fiesta hasta el amanecer, irnos dos o tres días al río o a la playa, subir a la principal montaña que rodea gran parte de mi ciudad y acampar por varios días, salir en bicicleta y hacer alguna que otra fechoría menor. En fin, fuera del alcohol y la marihuana se podría decir que éramos chicos sanos y trabajadores.

A los dieciséis años, yo ya tenía dos años trabajando como ayudante en un taller de herrería, gracias a mi hermano mayor, quien me consiguió mi primera oportunidad laboral. Los hermanos Rivero también trabajaban; ambos en un taller de latonería y pintura de autos, mientras que José ayudaba a su mamá en un puesto de ropa que ella tenía.

Podríamos decir que éramos tan dedicados a la diversión como lo éramos al trabajo, ya que prácticamente no había un fin de semana sin alguna aventura. A pesar de que la mayoría había abandonado los estudios y casi ninguno había completado la secundaria, éramos responsables en nuestros trabajos. Incluso después de pasar todo el fin de semana de fiesta o con resaca, el lunes nos presentábamos puntualmente en el trabajo.

Para la época en que tenía dieciséis años, no solo era el menor de mi grupo de amigos, sino que también era el único que aún no había tenido su primer encuentro sexual. Todos en mi grupo lo sabían y a veces bromeaban al respecto, pero de igual forma, todos sabíamos que mi momento llegaría.

Cuando estábamos juntos y hablábamos del tema sexual, casi siempre lo abordábamos con chistes y bromas pesadas. Nunca surgió una conversación seria sobre protección, prevención de enfermedades o métodos anticonceptivos. No sé si los muchachos evitaban estos temas por vergüenza o simplemente porque, al igual que yo, desconocían estos asuntos.

Cada vez que surgían estos temas entre nosotros, todo se reducía a una sola frase que parecía ser un pensamiento generalizado entre los muchachos al final de cada conversación: »Bueno vale, Cuca es Cuca»

Marvin quién era tan solo un par de años mayor que yo, ya había tenido varias experiencias sexuales, su hermano a quien apodábamos Loco era por su temperamento desenfrenado, el que más experiencia acumulaba en esta área.

Mi vecino José estaba en una relación fija con Alexa, una vecina cercana, una mujer alocada y fiestera un par de años mayor que él y que ya contaba con dos hijas producto de una relación fallida con un tipo que estaba en la cárcel hacía ya, un par de años atrás.

Tengo una hermana que nació poco tiempo antes de mí, y en nuestra familia siempre ha sido conocida como «la Oveja Negra». A diferencia de ella, mi hermano y yo solíamos fumar y salir de fiesta, pero siempre lo hacíamos con moderación y responsabilidad. Siempre nos aseguramos de informar a nuestros padres sobre dónde estaríamos, para evitar causarles preocupaciones innecesarias.

La Oveja Negra, para ese entonces a la edad de diecisiete años, ya se había escapado de casa en varias ocasiones desde los once años. Desde los trece fumaba cigarrillos y se iba a la calle sin consentimiento de nuestros padres. De quince ya amanecía por ahí, tomando y de fiesta. Lo que hacía que a sus diecisiete fuera totalmente indomable ya que; aunque mi mamá le pegara o le castigara, era totalmente inútil tratar de controlarla. Esta solía andar de fiesta con Alexa, la novia de José, juntas eran una combinación peligrosa de locura y desenfreno. A este par se le sumaban de vez en cuando otras mujeres de más o menos el mismo estilo de vida, o malas compañías. Entre su grupo de amigos había una gran variedad de prostitutas, homosexuales, ladrones y traficantes.

Entre esas amigas de turno, se encontraba Bonie, una mujer de unos 26 años, con un cuerpo poco agraciado. Mi hermana la había conocido unos cuantos meses atrás, y en una de esas tantas salidas de farra, la había llevado a casa para que tuviera sexo con mi hermano mayor.

Según mi hermana, ella había traído a Bonie a la casa, solo para que mi hermano mayor se divirtiera y pasara el rato. Pero, con lo que ella no contaba, era que mi hermano terminaría enamorándose, viviendo y hasta tatuándose el nombre de aquella mujer en circunstancias, que contaré más adelante.

Ese viernes en la noche, tal como lo hacíamos siempre, nos reunimos después del trabajo, en la terraza de mi casa para decidir lo que haríamos ese fin de semana. Como contábamos con poco dinero, al final decidimos quedarnos tomando y fumando ahí mismo en la terraza.

Pasaban las horas y subimos nuestro equipo de sonido con sus respectivos parlantes desde la sala de la casa hasta la terraza, cabe destacar que aprovechamos que mis padres dormían en su habitación, que quedaba al fondo del largo pasillo de nuestra casa para poder sacar el equipo de sonido a escondidas. Lo subimos y mientras tanto, los hermanos Rivero fueron por las cervezas y José fue por la hierba.

En nuestra barriada popular, a comienzos de los años noventa, era habitual escuchar música a todo volumen tanto en nuestra casa como en las casas vecinas. Nuestra casa estaba ubicada justo en la orilla de una calle muy transitada de nuestro barrio, donde los sonidos de los autos y las motos circulaban sin cesar y eran parte de la cotidianidad cada fin de semana.

Llegaba el viernes y el barrio cobraba vida con un estruendo casi palpable. Al ocultarse el sol, las calles se llenaban de jóvenes y no tan jóvenes, cada uno botella en mano, dispuestos a entregarse a la noche sin límites. La algarabía se desataba, entre risas y murmullos, mientras el aroma a fiesta se esparcía por las esquinas.

Pero junto con la euforia, llegaban las inevitables trifulcas entre los que habían bebido más de la cuenta o los conflictos entre aquellos que buscaban problemas. Los sonidos de peleas, disparos y enfrentamientos resonaban en el aire como una sinfonía disonante que acompañaba la noche.

Sin embargo, todo aquel caos tenía su propia melodía, su ritmo frenético que parecía conducir al barrio por senderos impredecibles. Cada viernes, sábado e incluso el domingo era un espectáculo único, una representación caótica y vibrante de la vida nocturna que se desplegaba en las calles.

Y así, esa noche, nos sumergimos de lleno en la fiesta, acompañados de nuestro infaltable repertorio musical de salsa, que abarcaba una amplia variedad de temas. Desde los clásicos como «Aguanile», interpretada por el inigualable Héctor Lavoe, hasta éxitos más contemporáneos de aquel momento como «Ámame» y «Un verano en Nueva York» del Gran Combo de Puerto Rico, pasando por la inconfundible voz de Andy Montañez con su tema «Casi Te Envidio».

Con cada nota, cantábamos a todo pulmón, entregándonos al ritmo de la música. La atmósfera se llenaba de alegría y energía, mientras disfrutábamos como amigos, tomando, fumando y compartiendo conversaciones animadas.

Ya de repente y sin invitación, como a eso de la tres de la madrugada, vemos subir por las escaleras que daban entrada a la terraza, a la Oveja Negra, a su inseparable amiga Alexa, a Bonie, y a Mayela; aquella mujer de tez morena, cabello rizado de color castaño, labios gruesos, ojos color café y más o menos de 1.60 de estatura, con unos treinta y dos años aproximadamente que cambiaría mi vida a partir de esa noche.

Yo no había tenido mucha experiencia en el campo sexual más que la que me había brindado a mi mismo con la mano, o lo que conocía no iba mucho más allá, de lo que había visto en las películas porno que veíamos en la casa de los hermanos Rivero.

A pesar de haber tenido algunas noviecitas sin importancia, decidí esperar voluntariamente un poco más. Suena un poco infantil, pero quería que mi primera vez fuera con la persona adecuada: una chica de mi edad, atractiva y que realmente me gustara lo suficiente como para dar ese paso. Aunque es cierto que había varias chicas de mi edad que mostraban interés en mí, también debo admitir que siempre fui exigente. Siempre encontraba algún detalle, ya sea físico o de personalidad, que me llevaba a descartarlas casi de inmediato.

Esto, que a mi modo de ver era ser exigente, desde la perspectiva de mi hermana la Oveja Negra, eran solo muestras de homosexualidad. Ella tenía la firme creencia de que yo era gay, e incluso me había apodado «El Marico», un término coloquial que se usa en Venezuela para referirse a los homosexuales.

Esa noche, después que mi hermana nos presentó a Mayela. Esta, se sentó estratégicamente junto a mí y comenzó casi de manera inmediata a tocarme, usaba la más mínima excusa en las conversaciones, para deliberadamente poner su mano en mi muslo y frotarlo sin ningún reparo. El acoso era tal, que en varias ocasiones ponía la mano en todo el centro de mi entrepierna. De las pocas veces que por su insistencia me dispuse a bailar con ella, se acercaba a mi oreja para tratar de morderla o de forma agresiva e insistente tratar de besar mi cuello.

Tratando de pensar en una manera de evadir aquella incómoda situación, bajé hasta la cocina de mi casa. Me serví un vaso con agua y esperé un rato deseando que Mayela se cansara y dejara de acosarme. Otro pensamiento que me invadía mientras estaba abajo tratando de zafarme de aquel desagradable momento, era que pensarían los muchachos de mi grupo, si no actuaba conforme a los deseos de aquella mujer.

Subí nuevamente a la terraza pero, contrario a lo que yo esperaba, la situación en vez de mejorar había empeorado, esta mujer se había jalado un par de líneas de cocaína y se encontraba cada vez más intensa y encendida.

No pasé mucho rato ahí y en un intento casi desesperado de escapar, decidí irme a dormir. Tratando de no pensar demasiado en lo que dirían los de mi grupo. Bajé y me acosté estratégicamente en el cuarto de mis hermanos pequeños.

Como a eso de diez minutos después, siento unos dedos que se clavaban en mi pierna y una voz insistente que me decía:

—Mira »Marico» párate.

— »Marico» despierta, que mi amiga está con ganas de que te la cojas.

—¿Estás dormido? preguntaba insistentemente la Oveja Negra, al tiempo que seguía punzando con sus dedos en mi pierna para tratar de despertarme.

Yo, seguía haciéndome el dormido y me quedaba quieto esperando que se aburriera y se fuera.

Se fue, pero unos minutos más tarde, la situación se repitió:

—Coño »Marico» sube, que mi amiga anda en llamas y ya me tiene cansada con su insistencia de que quiere que se lo metas.

Nada pasó, yo seguí fingiendo y esta nuevamente después de jalonearme varias veces por la camisa, se fue.

Pasó un poco más de tiempo y justo cuando de verdad empezaba a quedarme dormido; siento una mano que me acariciaba muy lentamente desde mi muslo hasta mi entrepierna.

Medio adormilado abro los ojos y me doy cuenta que aquella mujer estaba agachada junto a la cama, tocando mis partes íntimas por encima del pantalón.

Se mantuvo rato en esa posición tocando y acariciando mi cuerpo sin cesar y comenzó a decirme:

— Ven, vamos, que quiero chupártelo bien rico.

—Te voy a dar una buena chupada para que me lo metas, insistía.

Así pasó un rato tocándome por todos lados e insistiendo en que me levantara. Yo por mi parte, seguía haciéndome el dormido, hasta que se puso de pie y con voz de enojo y desprecio me dijo:

—¡Bueno vale, tú como que eres Marico! ¡O es que acaso no quieres probar una buena cuca!

Estas palabras retumbaron profundamente en mi cabeza. Al instante, me vi atrapado en un torbellino de pensamientos sobre lo que todos dirían de mí, si ella contara que me había insistido para tener sexo, mientras yo solo fingía estar dormido. También temía que la Oveja Negra se encargara de difamarme por todas partes, propagando el cuento de mi negativa a acostarme con la mujer que ella había traído para mí.

Finalmente, sin pensarlo más, me repetí a mí mismo aquella frase que tantas veces había escuchado decir a los muchachos de mi grupo: «Bueno vale, cuca es cuca».

Con gran pesar, me levanté y fui a buscar una colchoneta, llevándola a la sala para asegurarme de estar lo más lejos posible del cuarto de mis padres.

Ya en la sala; solo iluminados por la tenue luz amarilla del poste que se filtraba por la ventana que daba a la calle, puse la colchoneta, me senté de frente y abrí las piernas. Como estaba nervioso y no sabía exactamente qué hacer, dejé que ella hiciera el resto. Se puso de rodillas frente a mí quitándose la blusa, dejando al descubierto sus pechos jugosos.

No puedo negar que era una mujer atractiva y con un buen cuerpo. Sin embargo, si en algún momento al verla desnuda sentí algún tipo de atracción y deseo, este se vio opacado al instante del primer beso. Cuando comenzamos a besarnos, lo primero que percibí de ella fue un desagradable olor, una mezcla entre nicotina, cannabis y aguardiente.

Como al comienzo yo sentía rechazo, tenía el pensamiento recurrente de querer escaparme y salir de ahí, pero lamentablemente no tenía a donde ir. Entonces la fui dejando tener el control de la situación y seguimos besándonos por un rato, luego fue bajando con sus labios besando mi pecho, mas abajo, besando y hurgando con su lengua en mi ombligo, después desesperada como un perro hambriento cuando le tiran comida, soltó mi correa y desabrocho mi pantalón y comenzó a hacerme sexo oral . Al tenerme bien erecto se subió sobre mí y comenzó ella misma a guiar sus movimientos al ritmo de placer autocomplaciente.

Ponía sus pechos en mi cara y yo los chupaba y los lamía al tiempo que ella agarraba mis manos y las colocaba en sus nalgas para que se las apretara con fuerza. Yo simplemente, me dejaba guiar mientras ella movía mis manos mostrándome lo que le generaba placer o simplemente mostrándome lo que quería que le hiciera.

Después de que me cabalgó y gimió de placer desenfrenado, ambos llegamos al punto máximo. Luego de eso, nos recostamos completamente en la colchoneta y nos dormimos un poco.

No puedo precisar por cuánto tiempo nos dormimos, solo recuerdo que me desperté por la sensación de tener nuevamente su boca succionando mi pene.

Esta vez, ya sintiéndome un poco más acoplado a la situación y al cuerpo de Mayela, emprendimos la segunda vuelta, pero esta vez, estando yo sobre ella. De igual forma ella iba controlando con sus manos en mis nalgas, el ritmo de penetración que más la complacía.

En la sala de mi casa, había una puerta de muy fácil acceso que daba justo a las escaleras que conducían a la terraza. Era solo cuestión de meter la mano y quitar el pestillo. Y de la misma forma, como accedías de la sala a la terraza, podías hacerlo de la terraza a la sala.

Como estábamos en plena faena sexual y la luz que entraba por la ventana era escasa, no nos percatamos de que desde hace rato teníamos a un intruso en la sala y no lo habíamos notado…

La primera vez que bajé a mi casa a tomar agua, tratando de ganar tiempo para zafarme del acoso de Mayela, mi amigo Loco había estado todo ese tiempo arriba con ella, tratando de conquistarla e insistiendo en convencerla de que se acostara con él. Según supe después, que no solo estuvieron conversando sino que además estuvieron compartiendo de la bolsita con polvo blanco que ella sacó para inhalar.

Mientras yo estaba dándole satisfacción carnal a Mayela al ritmo que ella marcaba, no había logrado percibir que tan solo unos pasos más atrás, escondido bajo las sombras, acechando como un ladrón cuando espera para atacar a su víctima, estaba Loco. Había sacado el pestillo de la puerta de manera silenciosa; y ya tenía rato observándonos. Cuando notó que ya nos habíamos dado cuenta de su presencia, de la manera más natural e impulsiva que lo caracterizaba me dijo:

— Hermano ¿ya vas a terminar ahí?

Y cual si fuera un niño esperando por un dulce dijo:

—Eso se ve rico y yo también quiero.

Yo me detuve de inmediato y al instante ella le responde: ¿Qué te pasa vale, estás loco?

De momento mi primer impulso fue reírme y comenzar a vestirme. Mientras tanto Loco seguía insistiendo —Anda déjame meterlo ahí pues.

Ella rotundamente le decía:— ¡No chico, ya te dije que no!

Como vi que era el momento oportuno para escapar y ya no quedarían dudas de que estuve con ella, terminé de vestirme y subí nuevamente a la terraza dejándolos solos en su absurda discusión.

No pasó mucho rato cuando ellos llegaron arriba y se unieron a nosotros nuevamente.

Ella se acercó y me dijo:

—Me dejaste sola con ese loco. No ves que yo no me iba a acostar con él, si eres malo.

Yo simplemente me serví mi trago y me alejé riéndome de las ocurrencias de Loco.

Como ya casi había amanecido y la luz del alba comenzaba a hacerse presente, estuve solo un rato más, terminé mi trago y me fui a acostar.

Al amanecer, cada uno tomó su rumbo. Bonnie y mi hermano se fueron juntos, mientras que Alexa y José hicieron lo mismo. Como Mayela realmente no quería seguirle el juego a Loco, la Oveja Negra le propuso ir a casa de Alexa y esperar allí para acompañarla un poco más tarde hasta la parada, para tomar el primer bus que saliera hacia su casa. Los hermanos Rivero, al darse cuenta de que estaban de más, se fueron caminando a su casa, que estaba a tan solo unas calles más abajo.

Ya el sábado, alrededor del mediodía, nos reunimos todo el grupo en casa de los hermanos Rivero. Hicimos nuestra tan acostumbrada «vaca» (una recolecta de dinero entre todos los presentes, para comprar algo específico o para lograr un objetivo determinado).

Con el dinero de la «vaca» compramos carne, verduras y cervezas, y nos dispusimos a preparar una olla de sopa. Una vez que estuvo lista, nos sentamos a comer, a beber y a disfrutar, riéndonos de las locuras de la noche anterior.

Por supuesto, ese día los muchachos celebraron alzando cada uno su cerveza por el acontecimiento de mi primera vez.

Y sin dudas que todos nos reímos hasta el cansancio, cuando les conté de las ocurrencias de Loco la noche anterior.

Terminó el sábado así sin más, y ya el domingo por la mañana, los Rivero pasaron por nuestras casas en bicicleta. José y mi hermano decidieron unirse a ellos, mientras que yo, por mi parte, preferí quedarme en casa, ya que me encontraba un poco decaído.

Así como el viernes en la noche comenzaba la fiesta, el domingo por la noche también la fiesta llegaba a su fin.

Con el primer destello de luz del lunes, el barrio parecía exhalar y volver a su letargo habitual. La música de la noche daba paso al silencio matutino, mientras todos se preparaban para retomar sus rutinas diarias. Las calles, una vez más, se llenaban, no de risas y música, sino del trajín de aquellos que salían temprano a trabajar el lunes de madrugada, marcando el regreso a la normalidad tras el frenesí del fin de semana.

Ese lunes desperté poco antes de las cinco de la mañana, pero no fue como de costumbre con la rutina habitual de prepararme para ir al trabajo. Me levanté incluso antes de que sonara mi despertador, porque un intenso dolor testicular me aquejaba. Cada paso que daba hacia el baño era una tortura; caminaba como si pisara brasas ardientes.

Finalmente, llegué al baño con paso lento. Al bajar mi ropa interior, me encontré con una escena que superaba cualquier pesadilla imaginable: la cabeza de mi pene hinchada como un bombillo, el glande enrojecido y, como si fuera una fruta podrida cuándo le quitas su cáscara, emanaba un líquido amarillento, espeso y nauseabundo. Mis testículos parecían brasas al rojo vivo, inflamados y sensibles al más mínimo contacto.

Después de recuperarme del sorpresivo impacto visual, cuando llegó el momento de aliviar la presión en mi vejiga, al orinar, era como si lanzara fuego líquido. La combinación de dolor y ardor hizo que mis lágrimas brotaran al mismo tiempo que salía cada doloroso chorro de orina, como si miles de espadas filosas subieran por mi tracto urinario.

Mi papá nunca fue el típico padre que se sentaba a hablar con nosotros, casi ningún tema. Y si el tema incluía sexo, lo más que podía decir era: «¡Mujer que se resbale, métaselo!». Entonces, sabiendo que no era la persona más idónea a la que podía recurrir, fui donde la mujer más segura y confiable que conozco: ¡mi madre!

Mi mamá siempre fue el tipo de mujer que tenía un sentido pragmático de la vida. Al haber tenido que afrontar un montón de obstáculos a lo largo de toda su vida y haber luchado incansablemente desde su nacimiento para superar todas las dificultades que le tocó vivir desde muy niña, esto hacía que, aunque a veces fuera muy directa y quizás hasta un poco cruel, te dijera las cosas a la cara sin disfraces y sin tapujos. Yo sabía que, aunque probablemente se molestara, no me dejaría solo en un momento tan difícil como el que estaba pasando, y no me equivoqué.

Me fui caminando a la cocina, casi doblado por el dolor que me aquejaba. Como era habitual, mi mamá ya estaba desde muy temprano preparándonos comida para llevar al trabajo a mi papá, a mi hermano y a mí.

De la cocina ya emanaba un delicioso aroma a arepas asadas y un rico aroma a café. Mi madre, con su respectivo delantal ya puesto desde muy temprano, aunque se encontraba ocupada en el quehacer culinario, no necesitó muchas palabras de mi parte para saber que algo andaba mal, solo con verme entrar a la cocina. Se volteó y me dijo: —¿Qué te pasa?

Le conté la situación sin ahondar en muchos detalles y ella, con más preocupación que enojo, me dijo: ¡Nos vamos de inmediato para sanidad!

Obviamente mi mamá le contó a mi papá todo el asunto y, tal como me lo había imaginado, mi papá no le dio mayor importancia.

Llegamos al edificio de Sanidad Social y mi mamá, dándome una lección, me anotó en el listado de los casos de enfermedades de transmisión sexual, me obligó a quedarme parado haciendo fila junto a una gran cantidad de trabajadoras sexuales, homosexuales contagiados de VIH, y mendigos enfermos de diversas dolencias. Muchos de ellos con llagas y pústulas visibles y malolientes.

Allí permanecí, adolorido y sin poder sentarme, esperando mi turno para ser atendido.

Una vez dentro del consultorio, el doctor que me atendió, no me permitió entrar a mi solo como era mi deseo, ya que; al ser menor de edad debía estar presente mi representante. Me puso en la incómoda situación, no solo de mostrar delante de mi mamá mis partes intimas infectadas, sino que además tuve que contestar frente a ella todas sus preguntas:

—¿Cuáles son los síntomas que has experimentado?

—¿Cuándo comenzaron los síntomas?

—¿Has tenido relaciones sexuales recientemente?

—¿Con cuántas parejas sexuales has estado en los últimos meses?

—¿Conoces a la persona que te contagió?

—¿Qué edad tiene?

—¿Utilizaste protección durante las relaciones sexuales?

—¿Has tenido síntomas similares en el pasado?

—¿Has sido diagnosticado previamente con alguna enfermedad de transmisión sexual?

—¿Sabes si esta mujer está enterada de que tiene una enfermedad de transmisión sexual?

—¿Has tenido contacto con alguien más aparte de esta mujer que tenga una enfermedad de transmisión sexual conocida?

Ante todas mis respuestas, mi madre, que ya estaba un poco más calmada de su preocupación inicial, iba frunciendo el ceño y endureciendo cada vez más su rostro en señal de una ira creciente.

Después de la inspección médica y un par de exámenes de sangre y orina, el médico nos hizo entrar de nuevo al consultorio para confirmar lo que él, ya sospechaba:

¡Había sido contagiado de Blenorragia!

Al final de la consulta, el doctor me recetó un montón de antibióticos y otras medicinas, no sin antes darme una larga charla sobre prevención sexual y métodos anticonceptivos, información que hubiera sido de gran ayuda conocer mucho antes de todo este lío. Además, me recomendó hablar con la mujer que me había contagiado para que supiera que debía atenderse con urgencia y así evitar seguir propagando su infección aún más.

Saliendo de ahí y ya de camino a la parada, mi mamá comenzó a bombardearme con un montón de preguntas acerca de cómo, cuándo y dónde había conocido a aquella mujer que me había contagiado…

—¡Gonorrea! ¡Esa puta de mierda que trajiste a la casa, le contagió gonorrea a tu hermano! le gritaba mi mamá a la Oveja Negra en una acalorada discusión donde casi la golpea.

Mi hermana salió de la habitación de mi mamá y con cara de preocupación se acercó y me dijo:

—¿Ma… Hermano, estás bien? ¿Cómo te sientes? —me preguntó la Oveja Negra, visiblemente consternada.

Le conté sobre las recomendaciones del médico con respecto a informarle a Mayela para que no siguiera contagiando a nadie más.

—No te preocupes por eso hermano, tú encárgate de recuperarte.

Aunque nunca más volví a ver a Mayela, lo último que supe fue que mi hermana la buscó y le reclamó. Supuestamente indignada, Mayela dijo que ella no había sido quien me contagió e insinuó que podía ser cualquiera. Sin embargo, se quedó sin argumentos cuando mi hermana le gritó que sin duda era ella, ya que yo nunca antes me había acostado con nadie.

Después de eso, nadie volvió a verla, ni siquiera mi hermana. Simplemente desapareció sin dejar rastro.

Finalmente, de los otros involucrados en aquella nefasta noche, solo puedo contarles que fuimos creciendo y con el paso de los años nos separamos como grupo, nos distanciamos, y cada uno fue haciendo su vida. Como era de esperarse, a lo largo de esa vida, tomamos decisiones acertadas y otras no tanto.

De los hermanos Rivero, lamentablemente, solo vive Marvin. Después de unas cuantas relaciones fallidas, encontró el amor y vive con su mujer y su equipo de fútbol (tiene casi once hijos) en una lejana ciudad de las costas venezolanas, donde logró montar un taller donde vende, compra y repara motos.

Hace unos años retomamos la amistad y esporádicamente hacemos videollamadas para conversar y ponernos al día sobre nuestras vidas.

Irving «Loco» Rivero tuvo un hijo con una chica a la que apodábamos La Virgen María. Era una chica de familia muy religiosa, y Irving se empeñó en conquistarla simplemente por el hecho de saber que ella era virgen y quería ser su primera experiencia sexual. Después de dos años de persistencia, finalmente logró su objetivo y mantuvieron una relación por mucho tiempo. Sin embargo, Irving cayó profundamente en el mundo de las drogas. Ella lo acompañó durante algún tiempo en su intento de recuperarse, pero finalmente, por el bienestar de su hijo, decidió alejarse de él. Años después, Irving falleció debido a un ajuste de cuentas con unos individuos a los que les debía dinero.

José se separó de Alexa un par de años después de aquella noche, al final se dio cuenta, que era imposible seguirle el ritmo a aquella mujer fiestera y desenfrenada que lo estaba llevando en caída libre hacia el mundo de los vicios. Pasaron los años y se juntó con una mujer con la que tuvo un hijo. Esta a los dos años de tener al niño, los abandonó y se fue a vivir con un compañero de trabajo. Hoy en día, sigue viviendo junto a su hijo, en el mismo barrio y en la misma casa. Trabajó por muchos años en una empresa gubernamental y cuando la empresa cerró y se vio sin trabajo, agarró el dinero de su liquidación y con eso montó una pequeña tienda de ropa la cual maneja junto a su nueva mujer.

Aunque sigue viviendo en el mismo lugar y siendo vecino de mi familia, no tengo comunicación con él. La verdad es que la única actualización que tengo de su vida es a través de Facebook, donde muy ocasionalmente sube alguna foto.

De Alexa, salvando el hecho de que era mi vecina, novia de mi amigo José y amiga de farra de mi hermana la oveja negra, realmente no tenía mucho contacto con ella, ya que nunca me cayó muy bien. Compartimos muy poco en realidad. Muchos años después de esa noche, ella y su familia se mudaron del barrio y comenzaron una nueva vida en otra ciudad.

En la actualidad, desconozco su paradero.

De la Oveja Negra les puedo contar que tomó decisiones cada vez peores. Pasó años con un «dealer de barrio» que la maltrataba constantemente, y cuando el tipo estaba tranquilo, ella lo incitaba a golpearla para luego irse con él a tener relaciones sexuales como si nada hubiese pasado. Esta situación duró aproximadamente seis años, hasta que encontró a alguien aún peor. La diferencia fue que a este nuevo maltratador le dio dos hijos. Las golpizas eran tan fuertes que la familia intentó de mil formas que lo dejara, pero ella siempre se ponía en su contra. Incluso, si alguna persona intervenía para defenderla durante una golpiza, corría el riesgo de ser atacada por ella en defensa de su agresor.

Afortunadamente se separaron muchos años después, cuando él la abandonó por una enfermera.

Hoy en día, aunque ella se presenta como una cristiana evangélica que ha encontrado a Dios, desde mi perspectiva, sus acciones aún no reflejan un verdadero cambio. Está casada y vive con su esposo, sus dos hijos y un nieto.

Hace ya unos cuantos años que corté toda relación y comunicación con ella debido a una serie de problemas entre nosotros, problemas que no vale la pena contar en esta historia.

Mi hermano mayor se separó de Bonie, cuando mi hermana la Oveja Negra, le contó todas las infidelidades de las que era víctima. Terminando con el corazón roto, tanto que incluso se tatuó las iniciales de aquella mujer en su brazo. Fueron Marvin y Loco quienes, con unas rudimentarias agujas y tinta china, le tatuaron las iniciales completas de Bonie y, le convencieron de que eso era lo mejor que podía hacer para arrancarla de su corazón. Según ellos, cada vez que viera sus iniciales, se acordaría de todos los cuernos que le había montado, y eso evitaría que volviera con ella.

Después de un par de años de aquel desengaño amoroso, mi hermano cayó en las garras de otra mujer, igual o peor que Bonie. La Oveja Negra, en un intento por sacarlo de su despecho, le presentó a otra de sus amigas de fiesta con la que pudiera divertirse. Pero una vez más, mi hermano se involucró demasiado emocionalmente y terminó completamente atrapado por esta nueva mujer.

A pesar de las infidelidades y las verdades que descubría, él seguía aferrado a ella. Con el paso de los años, finalmente se cansó y se alejó de esa relación. Conoció a otra mujer, una enfermera con cinco hijos de papás diferentes, con la que rápidamente se fue a vivir y tuvo una hija. Sin embargo, se separó de ella cuando descubrió su infidelidad. Si se lo están preguntando, sí; era la misma enfermera con la que se había ido el marido de mi hermana la Oveja Negra.

Actualmente vive en la República Dominicana y se casó con otra mujer, con la que ya tiene una hija. Debido a su trabajo en una buena empresa, viaja constantemente para ver a su primera hija y a veces la lleva consigo para pasar vacaciones en el país donde ahora reside.

Al día de hoy mantenemos una buena comunicación y nos llamamos regularmente.

En cuanto a mí, después de todas las experiencias vividas, puedo decir que he pasado por muchos altibajos en mi vida sentimental. Me casé, tuve un hijo, me divorcié, volví a casarme y me volví a divorciar. Hace unos cinco años, decidí emigrar a Canadá en busca de nuevas oportunidades.

Aunque en la actualidad me encuentro soltero y salgo a tomar con algunos amigos de vez en cuando, sigo siendo exigente y cuidadoso en mis relaciones.

Desde mi nefasta primera vez, he aprendido la importancia de ser aún más precavido. No me he cerrado a encontrar a esa persona adecuada y estoy comenzando a salir con una chica canadiense con la que creo que puedo tener un buen futuro.

Continúo trabajando y luchando día a día para alcanzar mis metas, sin perder el rumbo. Además, de vez en cuando me comunico con mi hijo, a quien he enseñado desde muy pequeño sobre la importancia de la prevención sexual. Mi vida ha sido un proceso de aprendizaje constante, y aunque he enfrentado desafíos, sigo adelante con la esperanza de un mañana mejor.

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