Hasta el cuello, capítulo 9

Hasta el cuello, capítulo 9

Vulturandes

01/11/2024

                                                                           9

 Se quedó mirándola boquiabierto. Cayó en la cuenta que la niña también lo miraba y su expresión era casi colérica. Reparó en que no llevaba más ropa que un triste sarong desteñido y harapiento, parecido al que vestían a los demás esclavos, pero cubierto de sangre.

—Allah…—jadeó Bimo—. ¡Tan, para!

—No.

 Bimo bajó de un salto de la carreta todavía en movimiento. Los animales avanzaban lento, pero de todas formas se tambaleó un poco al pisar el suelo.

—¡Bimo!

—Yo solo… —su voz le tembló.

—¡No lo hagas, está sarnosa!—le advirtió Tan.

 Bimo insistió con una súplica desesperada:

—Solo voy a…

—¡No! ¡Súbete! —Tan dio un grito ronco. Pero Bimo se precipitó por la pendiente, equilibrándose de roca en roca hasta pisar la arena.

 Hizo un gesto apaciguador con sus manos cuando la niña cayó al temblor de sus rodillas huesudas. Se veía indefensa pero Bimo ya había aprendido a ser cauteloso luego de tantas cosas inesperadas… aunque esa chica no parecía representar peligro alguno, casi tan delgada y baja como un niño pequeño.

—No es necesario tener miedo…—le afirmó vacilante.

 Oyó las ruedas de la carreta en movimiento, hasta alejarse tanto que ya no las escuchó más.

—Ven. ¿Eres la niña de la otra noche, no? —susurró, pero ella solo se arrastraba—. Descuida, no te haré daño. Yo también estoy solo, podemos ser amigos.

 Ni la calma de Bimo parecía impresionarla lo más mínimo. Se levantó con dificultad, algo atontada, pero no desvió sus ojos de él. Cuando pudo mantenerse de pie, retrocedió hasta tocar inquietantemente la espuma y el oleaje le bañó las piernas de un estallido.

—¡Espera! ¡No, por favor! —gritó Bimo saliendo tras ella.

 Justo antes de zambullirse, ésta se volteó hacia él y sus ojos grises —uno tan límpido como sanguinolento el otro— lo atravesaron como un cuchillo:

—¡Solo te vi una vez!—replicó con rudeza, aunque algo torpe y despeinada por el viento de las olas—. ¿Aun así “amigos”? —Tenía una voz dulce, algo cantarina; otro signo de que todavía no había abandonado la infancia.

—Seguro. ¿Cómo te llamas? —Aunque Bimo habló en melayu, ella no pareció entenderlo del todo, quizás por el rugido del viento o el mismo miedo que a él también se le había metido en el cuerpo.

 En ese momento, Tan se apareció atrás suyo como una segunda sombra. Bimo iba a replicar que no se iría pero el viejo solo se quedó parado junto a él, mirando a la chica. Le arrojó la cantimplora sobre la arena y consiguió llamar su atención. Aunque ésta no salió del agua, su atención en el objeto evitó que no retrocediera más hacia las olas.

 Tan agarró a su ayudante de un brazo, pero Bimo se soltó.

—Al menos esperemos a que salga del agua—gruñó.

 La niña admiraba la cantimplora como un perro a un gran hueso. Su ojo inyectado de sangre destellaba hambriento tras la sombra del moratón. Por otro lado, parecía indeciza de mover sus pies.

—Nadie va a llevarte otra vez al bazar, te lo prometo—le rogó Bimo en el tono más tranquilizador que pudo conseguir. Quizá la chica tuviera miedo, pero también estaba a un paso del oleaje. Si yo tuviera la habilidad de nadar bien, pensó Bimo, nada me daría miedo. Entonces, ¿qué diablos piensa que puedo hacer?

—¿Crees que esté loca? —preguntó Tan.

 Bimo sacudió la cabeza.

—Qué sé yo. —Dio un paso más hacia la muchacha atenta, cogió la cantimplora y se la extendió—. Te ayudé antes, ¿recuerdas? No te preocupes, con nosotros estarás a salvo…

—¡Vaya, qué extraño suena el mar hoy!—sonrió Tan picándose el oído—. Casi me pareció oír que “puede venir con nosotros”; ¿en mi carreta?

 Bimo no supo si reír o enfadarse.

—¿Acaso la vamos a dejar aquí? —exclamó.

 Tan arrugó más su frente enfadada, si era posible.

—¡Si tú quieres perder tu jornada es cosa tuya, Bimo! ¡A mí no me metas!

—¡Pues no lo hagas! —alzó su voz, todavía algo aniñada, por encima de su voz de trueno.

 Por primera vez, el taimado fue Tan. Ningún ayudante se le había revelado antes —él tenía sus métodos— y Bimo era el último de quién lo hubiera esperado. Se dio media vuelta al sentir que iba a abofetearlo.

—¿Vienes, o te quedas haciendo tu berrinche? —Se giró hacia él una última vez.

 Bimo no tembló bajo su oscura mirada. Si temblaba, Tan vería que podía darle órdenes como a un niño asustado como aquella noche; y de verdad quería ayudar a la niña.

 En algún momento, el aguador se hartó y subió por la pendiente de rocas. Bimo lo lamentó. En la carreta habría sido más fácil llevarse a la niña… Y se le ocurrió, recordó, que los animales ni siquiera eran suyos. Y que sabía de las fechorías de Tan más de lo que el aguador quisiera.

—¡Le diré a Ah Beng que casi perdiste sus bueyes en esa apuesta!—desafió desde atrás.

 La frente del chino se ensombreció, pero consiguió el efecto deseado.

 Su discusión casi llamó la atención de algunos transeúntes y un par de barqueros en la orilla, cuando uno de los bueyes asomó la cabeza por el pequeño peñasco a oler la brisa marina. La niña intercambió su mirada entre los dos hombres y el apacible animal, a lo que Bimo la invitó a acariciarlo.

 Muy tarde cayó en la cuenta de que no podría subir por la pendiente ella sola, y no creía que Tan toleraría otra petición.

—¿Ahora qué te pasa? ¿La vas a ayudar o no? —refunfuñó al verlo quieto.

 Bimo dio un par de vueltas en su sitio y, al final, le ofreció el extremo de un palo tirado en la arena. Creyendo que la golpearía, la niña se preparó para correr y Bimo tuvo que soltarlo y acercárselo con el pie, disculpándose en un intento desesperado; lo que fuera para hacerle entender que debía tomarlo.

 Su mano huesuda y seca, que miraba por segunda vez, ahora sosteniéndose del palo tirado por Bimo, parecía estar a punto de romperse en cualquier momento más que la propia madera seca.

—No te sueltes.

 Al aproximarle el buey, la niña casi se refugió en él. Tocó sus cuernos y la piel acumulada en su espalda como si fuera algo nuevo para ella. El animal ni siquiera se inmutó, permitiéndole incluso a Bimo guiarlo hacia la parte trasera de la carreta.

—Muy bien. ¿Ves? No hay peligro. Sentémonos aquí. —La arrinconó contra el borde de la carreta hasta que consiguió sentarla—. ¿Te gustan los bueyes? ¿Quieres agua o prefieres comer algo?

 Rebuscó por una fruta entre las cosas junto al gran barril, pero ella apartó la cabeza y comenzó a rebuscar a su alrededor, como un animal perdido.

—¿De dónde eres? ¿Sabes en dónde estás? De algún sitio te habrás escapado, ¿no? ¿O acaso saben tus padres lo que estás haciendo?

 La niña no respondió y vigiló malhumorada si Bimo realmente no la atacaría.

 Su compañero solo se ocupó de enganchar al animal, dándole a Bimo la gran vista de su gran espalda encorvada.

—¿Qué harás ahora? Olvídate de llevársela a los perros grandes*—siseó con desdén—, lo más seguro es que la manden devuelta con los kongsises
como mercancía extraviada, o la entregarán a los misioneros, quién sabe…

—¿Qué le pasaría con ellos? —preguntó Bimo.

 Tan rio secamente y se dirigió a la niña:

—Nada. Eso es lo malo. Pero en caso de que uno de tus padres fuera cristiano, será suficiente con ponerte de rodillas y rezar que no te apedreen; les encantan los amarillos sumisos.

—Ya veo—asintió Bimo—. Aquí resaltamos mucho, deberíamos ir a otro lado—gimió mirándola mover sus ojos, el rojo y el gris, acechando su entorno como linternas, siempre alertas.

—Si hablas así le parecerás más sospechoso—apuntó Tan.

 Y en realidad, pese a estar con las rodillas acuclilladas, a la más mínima contrariedad la niña claramente se pensaba volver al agua.

 Bimo ordenó sus prioridades. Refugio, tranquilidad y agua limpia…

—¿Podemos ir al hospital? —sugirió.

 Tan sonrió dulcemente.

—Bimo, ¿cómo negarte algo con todo lo que me has chantajeado hoy?

 La carreta partió al trote de los bueyes. La niña dejó a Bimo entregarle la cantimplora, bebiendo tres buches rápidamente y el agua se le derramó en el sarong, dibujando sus costillas.

—No… Poco a poco o te dolerá el estómago—le dijo Bimo.

 Pero ella no lo oía. Le dio otros tres sorbos como una bestia, eructó y gritó cuando los escalofríos le recorrieron el cuerpo. Mientras tanto, Bimo la miraba con penosa benevolencia. Las lágrimas le corrían por las mejillas sin poder evitarlo, furiosa y finalmente quieta, luciendo la ligera garúa salpicando su cabeza.

 Bimo le preguntó con una voz aterciopelada cómo se llamaba. Él era Bimo, el otro era su amigo Tan. No parecía herida pero era mejor llevarla a un hospital, estaría bien. La niña no respondió. Él siguió explicando que cuando la vio parada en la playa casi pensó que era un fantasma…

 Tan rechinó los dientes:

¡Fout tonè! A mí me van a tratar así… ¡Fout manman w! De un puño les rompía los dientes…

 Dado al tiempo que pasaban juntos, a Bimo le era cada vez más fácil reconocer las palabrotas que el chino pronunciaba —sin interés por saber sus significados—, pero no comprendía que así de pronto Tan estuviera indignado y soltara puntapiés a los charcos mientras avanzaban.

 Amedrentada por la rabia repentina del hombre, la chica saltó del carro y se perdió en las faldas de la Colina Prohibida, en dirección a River Valley.

—¡No te vayas…! ¡Demonios, Tan! —Bimo se dispuso a seguirla.

 Indiferente, tal como antes, Tan cruzó el puente Coleman dejándolos a su suerte.

 Bimo divisó a la chica no muy lejos al lado de un manantial. Avanzó hacia ella con lentitud, pero ella volvió a perderse, esta vez hacia los manglares de North Road y East Road. No llegaría muy lejos en su estado. Bimo sintió lástima por ella. Ignoraba qué más le habría hecho ese hombre… ¿Sabría que ella escapó? ¿La buscaría? Otro pánico lo agitó: ¿Y qué haría él ahora? Tal vez Tan tuvo razón acerca de dejarla a su suerte, ¡pero no podía dejarla sola!

 Bimo se dirigió tras de los godowns, siguiendo sus pisadas bajo la lluvia.

 Llegó sin quererlo al callejón de la tienda del matrimonio Wood. Mientras que los godowns popularmente se comprimían a orillas del río obstruído por twakows de ojos pintados como para ver por dónde iban y kulis transportando café, azúcar y arroz en sacos, la tienda de Helmer Wood se entreveía pequeña como un cobertizo trasero de las casas comerciales europeas mientras operaba junto a otros pequeños almacenes entre East Street y West Street.

 En medio de la oscura estrechez del callejón, la alta mujer del bule estaba parada ante la niña con una larga mueca.

 Ésta se escondió tras la mujer cuando vio a Bimo a la entrada del callejón.

 Más tarde, Bimo pensaría en qué hubiera sido de ambos si la Mem no los hubiera encontrado.

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