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—¡Hombre! ¡Para mí es un perfecto milagro que haya salido con vida!—dijo Chen.
—Tienes suerte—coincidió Ah Beng—. Pudiste haber muerto.
Aunque Bimo continuaba demasiado pálido para responder, logró esbozar una sonrisa cansada:
—Pero estoy vivo.
Chen Ajin cogió un viejo trozo de tablón astillado y lo esgrimió frente a su rostro.
—Se te hunde otro centímetro y estarías… —Chen lo miró con expresión grave—. La Abuela Mazu te ha bendecido hoy. Quién sabe lo que piensa hacer contigo—musitó el taikong. Le ofreció el tablón astillado cubierto de algas y sangre—. Te buscaba. Iba directo al corazón.
Bimo alcanzó el pedazo de madera que había estado a punto de matarlo e hizo una mueca de dolor cuando le vendaron la espalda. El ataque lo había lanzado junto con las cestas por las tablas, pero el resto eran contusiones superficiales. La herida a la altura del pecho era lo único grave. No creía en las mismas supersticiones que sus amigos pero no lo diría frente a Chen, como tampoco iba a despotricar contra la horrible superstición que casi había acabado con su vida.
Bimo dobló el cuello hacia el altar en madera de los Sanxing en el estante baldado con libros. El cuarto de Ah Beng estaba tal cual lo dejó seis días antes: las camas, la mesa.
Lo único que había cambiado era Ah Beng.
—Da las gracias a cualesquiera que sean las deidades que veneres. —Este lo estudiaba con sus penetrantes ojos oscuros—. Me da igual que sea ese tal Shiva o Jesucristo, el Emperador de Jade o tus ancestros, pero el caso es que alguien velaba por ti. No lo olvides.
Bimo asintió, obediente. No quería enfadarlo y que se fuera luego de no verlo de días… Vivían en el mismo piso, pero Bimo aún desconocía varios de sus hábitos, sobre todo ahora.
Ah Beng siempre vestía pulcro, pero ahora estaba tan irreconocible como un Towkay
del sombrero a los zapatos, mientras lavaba los cuchillos en un bowl lleno de agua que se había teñido de rojo mientras Chen trabajaba. El taikong había dado la espalda a su turno gracias a que había tenido la “sensatez” de ir corriendo a buscarlo en cuanto su obrero desapareció en el río. Bimo hubiera preferido que se lanzara a salvarlo, en lugar de dejarlo a su suerte a metros bajo el agua…
—Procura mantener limpias esas heridas. Si notas fiebre o empiezas a supurar, ven a buscarme. Y nada de cargar peso por al menos dos semanas.
Bimo arrugó la nariz, pero la mirada furibunda de Chen le obligó a asentir.
—¿Y qué pasa con el trabajo de mañana? —musitó, de todos modos.
—La tormenta es inminente—explicó Chen entre risas—. Solo limpiaremos el twakow y listos.
Bimo se pasó el siguiente día aturdido y magullado. Fuera del desorden de la cocina de la embarcación y el barullo de la lluvia, no percibía su entorno con claridad. Pero además de tener que arreglárselas para cocinar con un brazo, en secreto se sentía feliz de no tener que ir al timonel. Por la noche se había apoderado de él una arremetida de angustia que lo llenó de un desesperado deseo de escapar de la isla. Luego amaneció, se despidió de Ah Beng jurándole bienestar y ya no pensó más en eso.
Pero los ingenuos pronósticos de Bimo no se cumplieron. Al segundo día despertó con la herida roja e hinchada, y pese a que volviera a limpiarse y Liang Areng le compartiera su pipa para mitigar el dolor, se notaba la piel caliente y seca ya por la tarde. Por la noche empezó a subirle la fiebre y por la madrugada, en pleno atracamiento, su cabeza se encontró mirando los pies de Chen y Liang.
Cuando recuperó el conocimiento, estaba en una habitación llena de catres.
No había más que un Kling aquejado de malaria y un kuli del puerto que tenía una pierna aplastada, seguramente por una grúa partida, dejando caer los pesados fardos sobre él. Jamás volvería a ejercer en el puerto ni en la construcción. Ni como ninguna otra cosa, lo más probable.
—Caminando se me va a pasar…—juró con una horrible sonrisa de cuatro dientes cariados, al sorprender a Bimo mirándolo.
El olor a cuerpos y la penumbra amedrentaron a Bimo al creerse atrapado en una horrible Casa de Muerte… cosa un poco improbable para un minang, pero el miedo y desconcierto ya se le habían metido en el cuerpo.
Parado delante de él vio a un hombre extranjero de blanco. Ninguno de sus amigos estaba ahí.
—¿Sabes cuantas astillas tenías en el interior? —el bule
parecía irritado con él.
Bimo miró buscando a Chen Ajin y a Lian Areng, pero ni siquiera Ah Beng estaba ahí.
—Ya las sacamos. ¿Sabes lo que es una infección? ¿Tienes alguna mínima idea de lo que estaba pasando en tu espalda? —dijo el médico bruscamente.
—Infección. —Bimo miró inexpresivamente al médico, vio que dirigía la vista hacia abajo, obviamente asqueado, y finalmente entendió. Se sintió tragado por la vergüenza.
El doctor le dijo a Bimo que había estado a punto de morirse y que debía quedarse en el hospital unos días más, para observación. Pero cuando Bimo dejó de sentir mareos, dijo que quería irse inmediatamente, así que el doctor se contentó con darle un vigoroso discurso sobre las consecuencias de no hacer un control de seguimiento.
Con una venda y una férula atada al brazo izquierdo, Bimo abandonó la colina Pearl bajo la lluvia, deteniéndose ante los colores del barrio. Prefirió evitar la Casa de Muerte como un mal augurio, y siguió tambaleándose por Pagoda Street hasta la interminable sucesión de esculturas en múltiples escenas techando el colorido templo a Mariamman. Sentía las piernas débiles, pero al menos para cuando bajó al puerto el dolor se había ido.
Solo tenía en mente volver a su aldea.
Mientras buscaba sin éxito, aunque antes de su tanteo con la muerte no lo hiciera, ahora que volvía a encontrarse en River Side era incapaz de apartar la sonrisa de las personas que paseaban por la calle, a las tiendas, al clamor de las cantinelas… Casi tanto como sonrió ante el espectáculo del policía que, atraído por los gritos de la riña, se llevó a Tan y a Lian, mientras a él lo asistían. Ah Beng los acompañó hasta la comisaría, sorprendiendole a Bimo que Tan no protestara. Tampoco supo nunca la causa de la pelea. Si bien no tenía la menor intención de perdonarlo, respetaba que no intentase justificarse cuando se lo llevaron.
De pronto abandonó la idea de regresar al Rumah Gadang. Su corazón latía con fuerza, propagando un flujo de voluntad a cada pulsación. Poco importaba el tiempo que aquello exigiera, pero no dejaría la isla siendo pobre. Aún tenía mucho que aprender, tanto por ver.
Cruzó Pecinan sin detenerse, contento al ver que sus músculos obedecían sin resistencia. Entró en la tienda de efigies, saludando a la dueña al subir al segundo piso. En la habitación estaba Ah Beng, menudo, de negro. Lo miró por encima de su hombro:
—¡Vaya! ¿Ya te largaron?
—Sí.
—¿Has visto? Tan joven y ya con dos accidentes en dos días… ¡Buena cosa! ¿Quieres cenar?
—Sí. Muchas gracias, Ah Beng.
Terminaban de comer cuando Bimo le comentó que volvería a las fábricas de sagú. Pero su amigo se mostró contrariado:
—Ya no trabajo en la frábrica y tú debes descansar… Ignoraste mis indicaciones —le interrumpió abruptamente, al ver que protestaría, con una seriedad que plantó a Bimo en su sitio—. Te advertí que no te sobreexigieras y ahora no descansas, te da fiebre y sobreviviste a una infección.
—¿Y qué se supone que haga entonces? Y no me pidas que me gane el techo sin hacer nada—murmuró.
—No tendrás que hacerlo—afirmó Ah Beng, con su mirada siempre solidaria—. ¿Tomarías el empleo de aguador? Con mis bueyes y el carro. No es una ocupación muy boyante, pero en cuanto a alojamiento, no te preocupes, todavía dormirás acá mientras mejoras de situación; después, ya veremos…
Se sabía vivo y volvía a tener trabajo. Bimo se terminó su cena conforme.
A la salida del sol, afuera ya lo esperaban un par de bueyes unidos a un carro y su conductor descalzo, sentado en la parte delantera del carro con un sombrero y una blusa sin mangas. La luz del sol se reflejaba en su piel negra y amoratada.
—Tú, a la cuba.
Bimo miró azorado a Ah Beng y luego a Tan, sin atreverse a acercarse al carro ni a volverse a la casa. Así era el destino: los espadachines no eligen oponentes. El conductor sostuvo el yugo enganchado a los bueyes en una mano y la aguijada en la otra cuando Bimo se trepó por la cuba, aplastándose contra ella para repartir su peso y se quedó inmóvil.
Volvía a tener trabajo.
Amanecía y la ciudad entraba con el mar en el bullicio del día. En algunas calles aún resonaba la asidua algarabía de la noche.
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