El alambique de los sustos

El alambique de los sustos

J. A. Gómez

01/11/2024

Estoy sentado en esta antigua banqueta construida en una pieza entera de castaño. Al moverme responde, a destiempo, con pequeños crujidos. Tiempo y uso han gastado sus vetas casi tanto como martirizado mis posaderas. Quizás esté pidiendo a gritos su jubilación y es que son muchos años de servicio…

Aquí me hallo, en esta banqueta que no es cualquier cosa. La misma que permite entrever capas de barniz solapadas unas encima de otras. Entretanto pegado a la cocina escucho plácidamente los leños consumiéndose entre silbidos y chasquidos.

Olor difícil de describir, penetrante e intenso a la vez, maniático a la hora de impregnarlo todo. Se cierran mis párpados y creo estar en verano, a treinta grados pero no, el vaivén de la banqueta y los días cortos me trasladan al hoy.

Soy dichoso observando como arden los palos. Los haces de luz se alargan en cándida presencia, adoptando formas caprichosas y zigzagueantes sobre el suelo de terrazo.

He puesto la mesa en la esquina, clareada por jirones de luminosidad. Semejan abrazarla con ternura, expandiéndose y encogiéndose al compás de las llamas.

Cuando me deleito lo suficiente entonces y solamente entonces prendo la bombilla y súbitamente regreso a mi época. Me he hecho viejo excesivamente pronto…

Ha desaparecido el imaginario nocturno. El mismo que adopta como propios mis sentidos adulterados por los bailoteos caprichosos de la luz. Ésta sale por la portezuela de la cocina de hierro como si de una criatura viva se tratase…

Me gusta cocinar de puchero y comer de cuchara mas en este momento, pertrechado en mi hogar, no reconozco más que este suelo de terrazo, el olor penetrante de la madera quemada y la lluvia con su llanto arrullador.

Pese a todo aquí está mi banqueta amiga, moviéndome adelante y atrás sin parar de quejarse. Dos cabezadas y sueño… Ella lanza aullidos rumbosos y a su manera seguro que también lo hace.

De vez en cuando me pone firme y tras hacerme regresar tomo sentido de la realidad: ni playa, ni treinta grados. Nada de mantas descosidas por manos torpes ni alborotadas iglesias a golpe de domingo. ¡Nada de eso!

Despierto y sigo aquí, en mi cocina de los años setenta. Sentado al terminar el día en una vieja banqueta parlanchina. Y por supuesto reconfortado por mi amada cocina de leña. Me quita el frío proveniente del norte y claro, siendo como soy llano y de gustos sencillos me vuelco en esta plácida felicidad.

Sonrío al desvelar mis recuerdos. Doy vueltas a mis cosas; a eras pasadas. Vuelvo a verme de niño, prendado del mágico funcionamiento del alambique. Recuerdo verlo liberar gota a gota, formando y conformando olores y sabores prohibidos para mi edad.

Pero también recuerdo los ancianos con sus encendedores de chispa, sus boinas con largos rabillos, pantalones de pana y gruesos jerseys de lana. Rodeaban la lumbre para contar historias de miedo; cada cual más escabrosa que la anterior. Como he dicho, por aquel entonces yo era un crío. Ahora no soy más que otro viejo retroalimentado por sus remembranzas…

Cuanto soltaban por aquellas bocas me lo tomaba al pie de la letra. Mis padres no sabían que paraba por allí y Dios me librara pues de saberlo me ganaría un buen rapapolvo…

Cuando uno hablaba los demás aguardaban turno pacientemente, excitados ante la emoción de ser el narrador de la historia más inaudita. Ni el aleteo de una mosca osaba romper aquella atmósfera misteriosa de cuentacuentos «de mercadillo».

Lobos de mar en su mayoría. Subían de forma constante sus tazas, echando largos tragos de aguardiente. Casi sin respirar mordisqueaban bocadillos de calamares con pan casero, humeante como sus alientos. Cuerpos calientes al regazo del alambique y calientes sus entrañas al regazo del orujo…

Entonces recuerdo que entró a escena un hombre al que jamás he olvidado: don Paco.

—¡Sigue Paco! —Exclamó uno a mi izquierda cuando el orador se había detenido, ensartando la mirada en las vivas llamas que calentaban la retorta.

A buena fe que continuó. En ocasiones palidecía como si el fuego no fuese capaz de aportarle el calor suficiente mientras que otras veces sus mejillas, sonrojadas por el alcohol, parecían perder hasta la última arruga, estirándose hasta poco menos que desgarrarse…

Para mí aquel santuario rozaba lo místico. Inclusive imaginaba como sería yo a la edad de aquellos hombres; ahora ya lo sé. Era más que evidente que en aquel cobertizo se almacenaba mucha sapiencia y no por los estudios, ya que ninguno los tenía, sino por la universidad de la vida.

Yo evitaba a los críos tontos de mi edad porque pasaban el día jugando a la pelota o al aro. Eso desde luego no iba conmigo pues yo ansiaba emociones vitales, retos para hombres de pelo en pecho…

Me sumergía de lleno en aquel escenario que duraba apenas un par de semanas al año. Al despachar la clientela don Paco cogía los bártulos y arriaba a otro pueblo. Asentaba el alambique de cobre y vuelta a empezar con la destilación; repitiendo este proceso de aldea en aldea.

El mero hecho de estar presente me hacía sentir que los cuentos cobraban vida fuera de los libros de aventuras y misterio que me prestaba doña visitación, la maestra.

Aquel cordial aquelarre se cocía a fuego lento en la marmita de los encantamientos. Aún siendo un mocoso ataviado con largos pantalones, zapatos negros y jersey a rayas podría, si don Paco me lo mandase, encontrar su aguja favorita escondida en el pajar.

Pienso y lo digo sinceramente que fue como si en aquellos tiempos hubiese adquirido una madurez precoz impropia de mi edad. Sentado sin más, mirando las llamas e idolatrando aquellos viejos de correosas manos e insaciables gargantas…

Risotadas al calor de la noche en un día de perros. Lo recuerdo perfectamente. Sin comprender la gracia de turno yo volvía a destornillarme. Al rato don Paco pasaba al mutismo y, hecho aposta o no, aprovechaba la coyuntura para meterle al cuerpo otro sorbo de aguardiente.

Beodos de orejas finas y bocas agudas, unas con dientes y otras escasas de ellos. Allí al calor de la lumbre éramos lo más parecido a una fraternidad dispar. Don Paco nos observaba a modo de sabio escudriñador. Por primera vez me guiñó un ojo…

Cada cual prestaba atención a su manera, degustándolo de manera personal. Yo mismo me desvivía por escuchar la siguiente frase. El anciano gesticulaba con sus manos artríticas, poniendo en ello tal énfasis que lograba cortarme la respiración…

Menudo virtuoso de la comunicación oral. Creaba silencios oportunos y momentos de clímax sin igual. Acentuaba pausas larguísimas, haciéndose de rogar para posteriormente arrancar con tal maestría que esa noche, al menos yo, era incapaz de dormir…

Dejaba ver unos labios envejecidos, pegados a una cara de sonrisa amplia y triste. Yo no podía (ni quería) dejar de mirarlo con admiración. Para mí don Paco era lo más parecido a un padre. Atípico sí, pintoresco también; pero ahí estaba, sin importar la diferencia generacional. Éste que por aquel entonces era un mocoso y los viejos, disfrutando por igual de don Paco y sus cuentos únicos.

A mayores elevaba el tono de voz para incidir en algún pasaje concreto. Las menos susurraba entre dientes, siseando sin apartar la vista de las llamas. Aún a día de hoy se me pone la carne de gallina. Algunos movimientos de cabeza los marcaba tanto que parecía que en cualquier momento se le caería sobre el fuego, sin más.

Sigo tirando de memoria. Repentinamente de un respingo se incorporó del tocón que cumplía función de asiento. Todos echamos para atrás la espalda, sorprendidos ante tan felino gesto. Nos señaló con el dedo índice a todos, sin excepción. Se detuvo en mí, clavándome sus pupilas medio cubiertas por las cataratas. Recuerdo atragantarme con el trozo de pan que había llevado a la boca.

—¡Aquello viene a por cada uno de ustedes! —Gritó, riendo a pecho partido mientras echaba otro leño a la lumbre —¡¡Os ha visto!!

Unos y otros quedamos estupefactos, con pupilas centelleantes, reflejando las llamas que calentaban la retorta. Los mayores no tardaban en comenzar a carcajearse y yo claro, los copiaba, intentando disimular mi pavor.

Aplaudían la puesta en escena, sin dejar de criticar tal exceso en la comedia porque la edad del anciano era la que era y a ver si con la tontuna le iba a dar un jamacuco.

Don Paco los ignoraba pues ya que era su historia la contaba como le salía de las narices. Por ello volvió a sentarse, agarrando la taza firmemente. Se metió entre pecho y espalda un buen trago de aguardiente. Después espetó, sulfatando al que tenía en frente:

—¡Sí! ¡A ti, a ti, a ti y a ti también! —Vociferó tras apurar el último sorbo —Os juro por estos viejos ojos que tanto han visto que así será. ¡Esa cosa os acecha como lo haría una fiera hambrienta! ¡¡Os ha visto!!

A seguir el anciano agitó sus extremidades. Lo hizo de forma tan exagerada que tiró el bastón con cabeza de león tallado, a navaja, por él mismo. Apuró otro trago para continuar con aquella historia que me acompañaría hasta este momento…

Recuerdo perfectamente aquel pequeño grupo de hombres allí congregados. Así como recuerdo, valga la redundancia, aquel monólogo del bueno de don Paco, cargado de detalles escabrosos y algunos generosos de más. Narraba de viva voz la fatalidad que a cada uno de los presentes estaba por sucederle.

Sí, verían sus vidas caducar y nada podrían hacer ante tal infortunio; salvo aceptarlo. A ellos quizás no les importase porque eran viejos, en cambio yo titiritaba y no era de frío…

La pequeña cuadrilla conocía perfectamente a don Paco y sabían que su cabeza no regulaba como otrora. Ello no era óbice para que el anciano no siguiese a lo suyo, envalentonado ante un público entregado… O cuanto menos yo sí lo estaba.

El fuego chisporroteaba enérgicamente mientras la historia se intrincaba de forma y manera que me costaba seguirla. Sin embargo me daba igual, yo estaba encantado con los sustos que recibía. Aunque procuraba mostrarme entero se burlaban de mí a cara desencajada…

Aquella quedada nada tenía que ver con las partidas al dominó o a las cartas que solían echar en la tasca de don Sergio, el viudo de la frutera. De hecho alguna que otra vez discutían en el local del susodicho a causa del pito doble o quién había cantado las cuarenta en bastos. Conflictos menores zanjados con golpecitos en la espalda; ya después venían las tazas de vino tinto. La sangre nunca llegaba al río porque juntos habían pasado muchas cosas y a una caminaban directos al ocaso de sus vidas…

Afuera habíase levantado frío, más intenso que un par de horas antes. Accedía al interior por las rajas del portón y por los incontables agujeros con los que contaba el galpón. Notaba como cortaba mi carne por debajo de la ropa empero debía hacerme el duro. Los viejos parecían inmunes, tal vez merced a la ingesta de alcohol…

Echaron un par de leños al fuego antes de que las brasas se consumiesen. Yo me acerqué a las llamas para calentar las manos. Aún lo estoy viendo, como si hubiese sido ayer. Don Paco seguía interpretando su papel de distinguido orador. Hablaba con verborrea digna del mejor académico, no obstante, algo pasó en el hilo de su narración pues parecía haberse molestado sobremanera. Se levantó y arrojó furioso a la lumbre el contenido de la taza. El impacto avivó las llamas un par de segundos.

Comenzó a llover con prestancia. La lluvia golpeaba el tejado de uralita, generando un sonido amartillado tan intenso que dificultaba escuchar a don Paco. Era niño y ciertas cosas que escuché aquella noche cayeron en el cajón del olvido, otras las tengo presentes y jamás podré olvidarlas.

Cuando los viejos pícaros soltaban alguna de las suyas se reían a pecho partido. Supongo que a mi se me quedaba cara de tonto al reírme con ellos, sin saber el porqué. El rato de magistral interpretación semejaba haberse roto cuando, sin previo aviso, don Paco espetó:

—¡¡Callaos mentecatos!!

El viento soplaba fuerte, como buscando otorgar más peso a la historia del decrépito anciano. Sacudía a intervalos regulares especialmente la deteriorada contraventana. La susodicha se aferraba con uñas y dientes a la pared mediante dos bisagras de hierro.

El embrujo de don Paco nos hacía permanecer en nuestros rudos asientos, viviendo aquella narrativa como si formásemos parte de ella. Su voz ronca sacaba a la palestra diferentes personajes, cuan avezado ventrílocuo, pasando de unos a otros con tal maestría que la misma leyenda parecía ser contada por diez personas diferentes.

Todos habían vuelto a llenar sus tazones. Don Paco divagaba a ratos pero para nada perdía enteros cuanto detallaba. Mojaba el gaznate; se le iba la cabeza y ¡zas! Volvía a iluminársele la sesera. Aún me sigo preguntando si en realidad eran cosas de la edad o parte de la función…

¡Qué competente del séptimo arte! El viejo aguardentero era un erudito en el arte de contar cuentos enrevesados. Se detenía, proseguía y se levantaba para sentarse al rato. Volvía a gesticular, especialmente con los brazos, amartillando frases enteras como si fuesen escopetas preparadas para abrir fuego sobre los zarzales.

Con su brazo diestro apuntó a la ventana, señalando con el dedo índice sombras que supuestamente pernotaban al otro lado. De nuevo se incorporó para de forma inmediata dejarse caer. Derramó accidentalmente (o no) parte del contenido de la taza. Luego su rostro, marcado por las arrugas de tantos inviernos, esbozó una sonrisa turbadora. Me miró un segundo antes de guiñarme un ojo…

Llevaba más de tres horas de senil frenesí cuando cerró los ojos, dejando caer la cabeza hacia adelante. La taza terminó resbalándole de la mano, rompiéndose contra el suelo. Era don Paco, el aguardentero y el artista; el mismo que marcaría mi infancia.

—¡Paco! —Alcanzó a decir uno de los allí presentes—. ¿Te encuentras bien? Tienes mala cara…

—Perfectamente —repuso a bote pronto—. ¿Por qué no habría de estarlo?

Se irguió con voz firme y huesos gastados. Chirriaron como una portezuela que no ha sido abierta en siglos. Nos vio uno a uno y de nuevo aquella sonrisa chocante. Raudo me guiñó un ojo y sin más desapareció en el cobertizo anexo. Allí guardaban la hierba seca para los animales. Entró, cerró la puerta tras él y quedamos a la espera…

Afuera, sobre las uralitas, los elementos se batían con virulencia. Sinfín de gotas se descolgaban cara adentro, creando pequeñas oquedades en el piso de tierra. El martilleo de la lluvia sobre las mismas provocaba, por veces, un ruido atronador. El viento ganaba en intensidad, soplando y aullando como si de una manada de lobos se tratase. Indiferente a ello el fuego que calentaba el alambique se consumía como la vida de aquellos entrañables ancianos…

Entonces golpearon bruscamente la puerta. Como yo era el más joven en consecuencia me tocó ir abrirla. Don Sergio, el viudo de la frutera, entró como una exhalación. Su cara pálida reflejaba no sólo el frío del exterior sino algo mucho más terrorífico. Calado hasta los huesos tras doblarse para tomar aire soltó lo siguiente:

—¡Es don Paco! ¡Este maldito temporal! ¡Es don Paco! ¡Han encontrado su cadáver esta mañana en el río!…

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