Últimamente no deja de rondar por mi cabeza la idea de cómo ejercemos la acción del deseo ante nuestra visión, evitando los factores externos que pueden llegar a rodearnos y jactarnos de llevar a cabo ciertas acciones.
Fíjate, un modelo de lo más básico y una cuestión cotidiana: Estás tomando algo con un amigo íntimo, os encontráis en un espacio compartido donde lo mundano se convierte en la conexión entre dos personas ajenas a lo que les rodea, no dejáis de miraros, de vislumbrar ese brillo que realza las miradas hacia la luz interior que ambos disfrutáis.
Y aquí entra en juego el deseo, deseo de la compañía, deseo quizás, de todos esos escenarios imaginarios que has ideado en tu mente alguna que otra vez y sabes con certeza que es muy poco probable que suceda en el futuro próximo, ya sea un plan fuera de lo común o simplemente alguna que otra acción más de lo que ambos podréis discernir jamás.
He aquí, pienso yo, en cómo terminamos siendo presas de nuestro deseo, ya no hablo románticamente (que también puede darse la situación), este deseo que tenemos dentro nos impulsa hacia nuestros instintos más primarios.
¿Cómo resistirse a anhelar ese beso que tantas veces ha pasado por tu química más primaria? ¿Cómo oponerse a esas caricias íntimas que se reciben en la vulnerabilidad? ¿Acaso todos no estamos impulsados por esta idea tan primitiva?
Si pudiera abandonar cualquier predilección para abrazar este sentimiento tan fuerte y profundo, lo haría sin dudarlo un segundo.
Cuántas restricciones diarias, cuántas incongruencias en estos tiempos modernos donde somos meros espectadores de nuestra propia vida y dejamos de lado (como si fuera un personaje secundario de poca monta) nuestra naturaleza más pura y tierna.
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