Rebellis

Rebellis

Kayo

24/05/2024

Rebellis

Con la minuciosa mirada de todos los días (aquella que es fina y detectora) Joan se esforzaba en pelar zanahorias. En la canasta junto a él se apilaban varios pares más, escamosos y con verrugas. Las mujeres y hombres a su lado formaban una órbita improvisada donde cada uno se esmeraba en la misma tarea, algunos con papas otros con pepinos, pero todos al unísono, con las mismas manos ennegrecidas por la tierra y moradas por el frío. Nadie decía una palabra ni miraba otra cosa que no fueran los tubérculos embarrados carecientes de sentimientos o de cualquier sensación fructuosa, como si de una especie de misa redentora se tratase, donde todos los pecados florecían a la vista del mundo y cada uno temiera ser juzgado.
El rito llegó a su inevitable fin cuando una de las mujeres cubierta hasta los ojos de capas de chivo pregunto:

  • ¿Es cierto lo que se ha rumoreado Joan?

Todos pararon simultáneamente el oficio y dirigieron la mirada al hombre de ojos finos y de poca barba que quitaba suavemente la tierra de la hortaliza naranja.

  • Nadie está obligado a ir — explicó sin mirar a nadie— eso es lo que dijeron y haré valer esa decisión.

Algunos menearon con la cabeza y pusieron cara de lamento. La mujer que había preguntado fue la única que pareció no aceptar sus palabras, se rio un poco de forma irónica para luego regresar a la máscara de indignación inicial.

  • Pero iremos todos — replico— incluso la anciana Ubrel, todos menos tú, ¿no te parece que quedas como un cobarde?

Joan saco la última zanahoria, el frío en las falanges lo hacían sentir ágil y enérgico por lo que no tardo en desenvainarla y dejarla en el núcleo de la órbita con las demás verduras. “Que así sea “dijo antes de abandonar el círculo. La mujer puso cara de asco al verlo marchar tan tranquilamente, le molestaba en el interior aquella solemne imperturbabilidad sumado a que aún le quedaban varios pepinos por pelar.

Si creían que era un cobarde no le molestaba asumirlo. Con ese pensamiento Joan volvió a su lugar junto a las vacas del granero, dejándose estirar en la puntiaguidad de la paja decorada con plumas de gansos y gallinas. Elevando las manos se dio a la tarea de siempre, de observarlas detenidamente. Tenían un color rojizo azulado, las sentía muy poco, pero aun así podía moverlas con normalidad, manos frías de yemas arrugadas con una superficie endurecida por el mango de las azadas y los picos. Para él esas características eran las más valiosas, las que lo convertían en alguien.

“¿Qué soy sin mis manos o sin los pies?”

Era lo que se preguntaba muy a menudo. Entonces llegaba a la conclusión de que por lo menos en ese tiempo, en el lugar donde había nacido la sentencia “Nada “era inevitable. No era un gran hablador, no sabía de las artes de la escritura o la música, aquellas que los peregrinos errantes presumían por las calles del pueblo. Claro que le parecían cosas hermosas, pero de igual manera inalcanzables.
Sin darse cuenta su cuerpo cansado se había quedado en la mezquindad de los sueños por lo que el canto de los gallos le fueron útiles para invocarse nuevamente y darse cuenta de que todos ya se estaban preparando para partir. Desde el portal mediano del granero veía como sus vecinos salían con los picos y rastrillos afilados exageradamente. Siguiéndolos tímidamente los encontró a todos reunidos frente a la Casona Principal donde nadie esperaba una charla de último momento, todos parecían listos para hacer lo que tenían que hacer. Tanto niños como mujeres llevaban algo filoso, presumido de poder hacer algún daño, incluso un anciano llevaba una especie de casco metálico (de algún soldado muerto hace un milenio) con la cúspide limad. El único desarmado entre tanta infantería era él, provisto solamente de los harapos combatientes del invierno. Al verlo así, uno de los niños que inocentemente jugaba a duelos mortales se apresuró a alcanzarle un machete restante que su padre había afilado esa mañana. Joan lo rechazo con una leve sonrisa y el niño confundido se fue a hundir nuevamente al juego.

No sabía exactamente de donde venía aquel ardor, esa efervescencia. Era verdad que últimamente las cosechas no habían sido las más óptimas, que la peste comenzaba a ser más propensa en los niños y que en los rumiantes las garrapatas comenzaban a matarlos prematuramente, sin embargo, no era nada que no hubiese pasado en otros años, es más, tenía claro que esos no eran ni por mucho los tiempos más difíciles que les había tocado soportar.

  • Nos hemos cansado de rezar. Ya no podemos resistir más las tormentas… No quiero que mis hijos me vean como un siervo esperando las ganas de un Rey. Creo que hablo por muchos al decir que ya no quiero arrodillarme más.

Las declaraciones de Bango, su vecino, hicieron chillar de rabia a los pastores y monjes que cuidaban el templo. Lo trataron de vil y salvaje, incluso de Keteh Merirí. Sin embargo, nadie los apoyo en las represivas, todos parecían de acuerdo con él. Entre palazos y abucheos echaron a los vírgenes de la casa principal con una advertencia que seguramente en sus años de fe nunca habían esperado escuchar. De un momento a otros la misma idea vago en las psiquis, si los monjes decían que el Dios que habitaba en el templo de la montaña era el único que podía ayudarlos, era por descarte el único responsable de los males. Con ese razonamiento impulsivo todos acordaron.

  • Vamos a matarlo.

Ya no era sin embargo algo impulsivo, y si lo era había llegado demasiado lejos. El bastión palpitante estaba listo para partir sin saber si sus supuestas armas iban a ser efectivas con el objetivo. Nadie parecía arrepentido, por el contrario, una mezcla de placer y alegría se fundía en sus rostros mientras la jabalina de Bango se alzaba indicando el comienzo de la marcha. Cuando se oyó el trote este se hamaco en gritos de júbilo que poco a poco se fueron alejando de Joan. El cloqueo de las gallinas y el mullido de las vacas fueron los únicos sonidos que no perecieron en el pueblo.
Joan se paseó por el centro esperando encontrarse con algún desertor sensato o en su defecto algún desquiciado, pero no dio con nadie. La noche solitaria le dejaba ver como las antorchas de sus antiguos vecinos ya estaban a media altura de la montaña, a ese paso por la mañana llegarían al templo y matarían al dios. “Van a matarlo eso es seguro y si no lo encuentran mataran cualquier otra cosa hasta que ese placer se desvanezca” pensó Joan con el rostro iluminado por una ardiente yesca donde hervía un caldo. La candela le pintaba contrastes tan negros como profundos. Inconscientemente volcó los ojos nuevamente en sus manos, el color del frío se había disipado, en su lugar estaban anaranjadas por el calor y curiosamente no las sentía. “Estoy en el punto contrario, pero no estoy a favor del Dios…él no me dio estas manos” las apretó tan fuerte como pudo hasta que se le entumecieron, luego se dejó caer recostado en el suelo, perpendicular a las estrellas que le viraban en los ojos.

“Me han dejado solo”

Una estrella fugaz atravesó el mar invertido, Joan Cerro los ojos y pidió un deseo. Si existía algo en el templo deseaba que fuera un dios y no un hombre, ya que uno de ellos no tenía la capacidad de perdonar.

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