Por las calles adoquinadas de París, un niño de mirada vivaz y astuta desafiaba el hambre y la adversidad. Se deslizaba como sombra entre los comercios, ágil como un gato callejero. Eran los días de la Gran Guerra. Vestido casi con harapos, la tristeza de su rostro infantil ocultaba un espíritu inquebrantable y su corazón latía con el ímpetu de un joven valiente.
Cada día, con dedos rápidos y expertos, tomaba barras de pan de las panaderías, quesos de las tiendas o frutas de los puestos del mercado, lo que pudiera, para procurarse el sustento necesario para seguir viviendo.
Sabía que eso estaba mal, y entonces y de a poco, en su alma culposa comenzó a arder una llama de justicia, una determinación noble que lo impulsó a buscar la forma de liberar su conciencia. Así fue que indagó durante varios días los detalles de lo que estaba pasando en las afueras de París, y una noche, antes de que despuntara el alba, el joven ladronzuelo se encaminó sigiloso en una travesía peligrosa y confusa: el camino a las trincheras.
Se fue orientando por el ruido de los disparos y los reflejos de los cañonazos; avanzaba con dificultad, llevando consigo el botín obtenido ese día. Finalmente, atisbó el borde de una trinchera. Se acercó sigilosamente y al ver a los soldados, agotados y hambrientos en el barro, luchando por sobrevivir en un mundo despiadado, sus ojos se angustiaron. Con un gesto callado, les entregó el pan robado. Las miradas de asombro y gratitud de los soldados lo absolvieron de toda culpa.
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