Las remodelaciones a la casa terminaron luego de una semana, y después de un exhaustivo itinerario de investigaciones y “le prometemos cuidar y patrullar el sector” por parte de la policía, mis sobrinas y yo no tuvimos más remedio que volver. Cuando entramos, pude sentir como un frío inquietante cubría todo, como si fuera un manto invisible. Aquello que se había instalado y que perseguía a mis sobrinas quería que nosotras supiéramos que estaba ahí.
¿Cómo incorporarse nuevamente a un lugar que ya no se sentía nuestro hogar? ¿Cómo convivir con algo que nos quiere muertas? Sabía que necesitaba ayuda, y no exactamente de la psicológica. Fue entonces que hablé con una conocida que decía saber de temas que no necesariamente eran de este plano. Cuando la contacté por mensaje, sabía que debía renunciar a mi zona de confort, dado que debía dar mucha información para que se entendiera lo que estábamos viviendo.
Magdalena llegó junto a su ayudante, una tarde en la que el cielo se había cubierto por completo con un manto tan oscuro que era difícil creer que eran las tres de la tarde. Las niñas estaban en sus habitaciones, aunque les había indicado que, a cualquier vistazo de la mujer mala, gritaran con todas sus fuerzas. El corazón me latía a mil, sentía que en cualquier momento se me salía del pecho y comenzaba a huir por la calle. Magdalena y su ayudante, Eric, se sentaron frente mío y sacaron unos instrumentos que me pusieron aún más nerviosa. Magdalena le hizo una seña a Eric, seguramente para corroborar que todo estaba instalado, y se giró con una falsa sonrisa.
“Entonces, Pía, cuéntame un poco de tu familia”, ah… ahí esta esa mirada. La conocía perfectamente bien, era esa mirada que recibía de los profesores cuando les comentaba que no dormía bien porque una figura me acosaba durante las noches. Esa misma mirada que nos daba nuestra madre cuando Paz comenzaba con sus ataques de bipolaridad, o cuando yo decidía encerrarme en mis propios pensamientos y no hablaba por semanas.
“Mi madre tenía esquizofrenia, mi hermana mayor tenía trastorno de la personalidad y yo tengo autismo”, dije sin querer dar más información de la necesaria. Eric tomó apuntes, por orden de Magdalena.
“Explícame qué le sucedió a tu madre”, me volvió a pedir Magdalena. Tuve que hidratarme la garganta con un largo trago de té antes de seguir. El recuerdo de la muerte de mi madre, por extraño que pareciera, estaba tan vívido en mi mente como nubloso. Era como tener claras las escenas de una película, pero no recordar de que trataba aquella. Recopilé las imágenes en mi cabeza para tener una idea más clara de lo que había pasado.
“Tenía cuatro años, así que no esperes una descripción detallada de lo que pasó. Recuerdo estar jugando con Paz, recuerdo… literalmente que había paz. Estaba silencioso y lo único que ocupaba mi cabeza eran las muñecas que Paz movía frente mío para distraerme”, pausé, no había notado lo dolorosa que había sido la muerte de Paz hasta que comencé a hablar de ella. “Ella tenía un vestido amarillo, y yo vestía un vestido azul. El aire estaba limpio, no olía a cigarro o alcohol como solía oler en la casa. Eso quizás debió ser una alerta para lo que venía, pero éramos pequeñas y estúpidas”.
“Ningún niño es estúpido, Pía, mucho menos niñas con condiciones mentales”, me interrumpió Magdalena. Odiaba cuando la gente me interrumpía y al parecer eso di a entender, porque se corrigió y me indicó con la mano que siguiera mi relato.
“Lo siguiente que recuerdo son gritos, tan repentinos como ruidosos. Eran gritos de mi madre, cada vez los escucha más y más cercanos, hasta que la puerta se abrió violentamente. Lo siguiente que recuerdo es mi hermana yéndose encima a mi madre, ambas en el suelo peleando. Lo siguiente es mi madre agonizando, con la pierna desarticulada de una muñeca incrustada en un ojo”, pausé, porque hasta ahí llegaban mis recuerdos. “Dicen que Paz me protegió, que la muerte de mi madre había sido para protegernos”, terminé. Magdalena y Eric se miraban, la indecisión se podía leer en su conversación silenciosa. Sabía que iba a ser así, porque en el pasado busqué ayuda para mi pobre hermana, que tenía terrores nocturnos donde madre la acosaba, y nadie nos creyó. Nunca nadie cree a las “enfermitas”.
Como una señal, un pequeño ruido se escuchó en la cocina. Los tres nos volteamos, por un momento pensando que alguna de las niñas había bajado para buscar comida. Tuve que estirarme levemente para poder observar lo que había provocado el ruido, sin embargo, hubiera deseado no hacerlo. Parada al medio de la cocina había una mujer blanca, de aspecto desaliñado, de brazos largos y garras puntiagudas, dándonos la espalda. La presión se aceleró al ritmo de mi nerviosismo. Hacía años que ya no la veía, pero era como si siempre hubiese estado conmigo, ahí escondida entre mis memorias difusas, esperando el momento exacto para atacar.
Magdalena y Eric notaron mi cambio, y siempre con escepticismo, se levantaron del sillón para asomarse hacia donde estaba viendo. Por primera vez en mi vida, pude corroborar que lo que estaba viviendo no obra de mi cerebro enfermo. Magdalena se tapó la boca, como alguien que quiere evitar vomitar. Eric retrocedió, horrorizado. La imagen de mi madre en la cocina comenzó a verse más borrosa, como cuando entrecierras los ojos y el mundo se vuelve deforme. Entonces, se giró. Fue un movimiento tan rápido que no supe en qué momento se había girado, pero en un momento a otro sus ojos cóncavos, negros y chorreantes de líquido negro estaban mirando hacia nuestra dirección. Su boca parecía decirnos algo, pero en lo personal no pude entender porque simplemente no podía prestar atención.
En algún punto, Magdalena jaló de mi brazo y me obligó a subir las escaleras. Para cuando mis sentidos habían regresado, nos encontrábamos encerrados en la habitación de las niñas. Lo que me sorprendió fue que mis sobrinas no preguntaron nada, como si entendieran lo que había pasado. Sin embargo, no fue necesario explicar, porque de un momento a otro, se escuchó como todos los platos de la cocina eran lanzados al aire, en una orquesta desquiciada con la simple finalidad de llenarnos de terror. Luego, un inquietante silencio reinó por unos instantes. Después, gritos y arañazos resonaron por toda la casa, navegando por todas partes como si el fantasma de mi madre se hubiera metido a las tuberías. Todo era caos y confusión, me sentía mareada, como si mi energía fuera drenada por algo que no podía ver. Tenía que sobreponerme por las niñas, pero simplemente era demasiado para mi mente.
Finalmente, decidimos ir a dormir a casa de Magdalena. Era obvio que ellos no podían hacer nada por nosotras, más que ofrecernos un refugio por una noche. Las niñas dormían plácidas a mi costado, pero yo no pude pegar un ojo en toda la noche. Estaba perdida, ansiosa, desesperada, chiflada. ¿Qué diablos podía hacer para parar esto? La solución que había encontrado para mi sola era alejarme de mi hermana. Si no estaba cerca de ella, los recuerdos y el pasado no iban a atormentarme. Sin embargo, eso era impensable, tenía dos personas más en quiénes preocuparme. A ellas también las iba a perseguir eso, cuyo odio trascendía la muerte y nos tortura en vida. Pareciera que no había oportunidad de que nosotras por fin pudiéramos tener una vida tranquila.
Al día siguiente, dejé las niñas con Magdalena mientras yo visitaba a un chamán. Magdalena me lo recomendó cuando ella misma se sintió incapaz de ayudarnos. Sin muchas esperanzas, pero siempre desesperada, caminé lentamente hasta la dirección. Cada paso que daba, cada pisada que iba marcando, parecía más y más pesada. Sentía como si el aire se transformaba en agua, como si el viento fueran olas que me azotaban y me llevaban a otros rumbos. Pero al mismo tiempo sabía que estaba bien encaminada. Con toda mi fuerza de voluntad, me obligué a llegar a la casa del chamán contra todo lo que estaba sintiendo.
El hombre, un señor mayor, me esperaba con varios artilugios en sus manos. De la nada, sin saludar siquiera, me tiró un ramo de hierbas frescas que cayeron directamente a mi cara. Así, la sensación de pesadez desapareció. Impresionada, miré al chamán y los demás artilugios, pensando que otra cosa me iba a lanzar.
“Eres prisionera de tu propia mente, eres esclava de tu pasado y eres sumisa ante tus propios miedos”, su voz, ronca pero muy amable, parecía un hechizo, un tipo de encantamiento tranquilizante. Con un ademán, me invitó a su casa. Incapaz de decir algo, entré junto a él, encantada por la extraña burbuja de tranquilidad que rodeaba aquel lugar. “El fantasma de tu madre está anclado a tu propia mente, ella existe mientras tengas miedo al rechazo. Eres poderosa, sin embargo, también eres tu propia enemiga. Tu hermana no pudo pelear contra sus propios demonios, pero tú eres distinta”, el chamán pausó unos instantes, y luego prosiguió mientras mezclaba unas hierbas en un mortero. “No dejes que experiencias del pasado aplasten tu presente. No eres parte de ese pasado y tampoco deberías dejar que te manipule”, luego de machacar las hierbas, las vertió en una taza con agua caliente y me las ofreció. Sin dudarlo, tomé de aquella infusión sin saber mucho su contenido.
Delante de mí, como bruma en la noche, mi madre apareció nuevamente. Ambas nos observábamos, ella siempre tan pútrida, tan maldita, tan… penosa. Sus ojos, llenos de odio, me analizaban, me juzgaban, me perforaban. Sin embargo, esta vez no dejé que el miedo tomara control de mí. Yo sabía que ser autista le causaba rechazo, lo aceptaba. Yo sabía que no era perfecta, lo aceptaba. Yo sabía que ella había tenido la culpa, que no era mía por ser como era. Por fin, lo aceptaba. Y por fin era libre.
La visita al chamán me abrió los ojos respecto al fenómeno de mi madre. Aprendí de mis propias habilidades psíquicas, y también entendí que mis sobrinas compartían el mismo don. Muchas cosas que se las atribuíamos a las enfermedades mentales, adicionalmente a ellas, eran otras señales que nuestros cerebros no sabían interpretar.
Desgraciadamente, mi madre sigue acechando en las sombras, esperando un momento de debilidad para tomar control de nosotras. La siento en las sábanas de mi cama, en el agua que bebo, en el aire que respiro. Pero la solución para ello nunca es huir, porque es imposible hacerlo. Solo queda enfrentarlo cara a cara, sabiendo que siempre serás más fuerte que aquello que te odia.
OPINIONES Y COMENTARIOS