MALDITA MANDÍBULA

1

La junta médica aseguró que, según las ecografías, la mandíbula pertenecía a un hermano gemelo que no alcanzó a cuajar, uniéndose al cuerpo de su hijo con tal de sobrevivir. 

   —¿Qué? —preguntó el padre, sin entender nada.

   —Superfecundación heteropaterna —dijo uno de los médicos.

   —¿Qué? —volvió a preguntar el padre, más confundido aún.

   —Su mujer ha sido fecundada por dos hombres —dijo un segundo médico, intentando aclarar las cosas.

El padre, al escuchar esto, se mordió los labios de ira.

   —Se dan pocos casos en el mundo. Con este, si no me equivoco, tendría que ser el noveno o décimo —le dijo un tercer médico.

   —Pero no se preocupe, la mandíbula carece de cerebro. No tendrá que darle amor, tiempo, ni educación —le dijo un cuarto médico.

Él les contó que la mandíbula a veces se abría, que reclamaba cuando su mujer amamantaba a Javier, su hijo.

   —Eso es ridículo, son reflejos —dijo un quinto médico, furioso ante tanta ignorancia.

   —Tiene hambre —les aseguró el padre.

   —Imposible, no tiene estómago —argumentó un sexto médico.

   —Extirpar puede ocasionar la muerte del lactante —sentenció un séptimo médico.

El padre tragó saliva, y le dijo a su esposa:

   —Dale pecho para que nos crean.

La mujer sacó de su blusa una enorme teta blanca, colocando la punta del pezón rosado en la mandíbula.

En cosa de segundos comenzó a mamar desesperada. Pero la leche, en vez de entrar en por la boca, corría por el pelo de Javier.

   —Interesante —dijo un octavo médico, apretándose el mentón con una de sus manos enguantadas—. Sin embargo, no hay nutrición. Como dijo el colega, re-fle-jos, nada más.

   —¿Sin amor? ¿Sin educación? —preguntó el padre, mientras imaginaba a su esposa teniendo sexo con otro hombre.

   —Exacto —sentenció un noveno médico.

El padre frunció el ceño, refunfuñó un poco, pero finalmente asintió con la cabeza.

2

   —Son hermanos y deben aprender a amarse, entiéndelo —le suplicó la mujer a la salida de la clínica.

   —¿Cómo pudiste engañarme? —le preguntó el padre.

   —Estábamos mal, me sentía sola —le dijo la madre, al tiempo que escarbaba nerviosa en su cartera en busca de cigarros.

   —¿Lo amas? —preguntó el padre, con un nudo de amargura en la garganta.

La madre prendió un cigarro, pegándole una gran fumada. Aguantó el humo unos segundos y lo soltó. Acarició la cabeza de la guagua, luego los labios de la mandíbula, y le dijo:

   —Fue una locura. Una noche de borrachera.

El padre miró al cielo y vio una enorme mandíbula riéndose de él.

3

Varias veces, al volver del trabajo, la encontró amamantando a la mandíbula, que mordía desesperada el pezón. El asunto, casi siempre, terminaba en pelea.

4

En ocasiones, cuando la madre tenía que salir a realizar trámites, el padre se quedaba a cargo de los niños. Un sábado, en que el aburrimiento lo consumía, dejó de lado la vergüenza que sentía por la deformación pegada a la cabeza de su hijo y decidió salir a dar una vuelta.

Meticulosamente ordenó la mochila, llenándola con dos mamaderas: una con agua hervida y otra con leche; más algunos pañales y algunas mantas para los reflujos y flatulencias. Luego, recostó a Javier en el coche y partió con rumbo a una plaza cercana. Su hijo y la mandíbula, se fueron todo el trayecto emitiendo ruidos extraños entre ellos. «¿Qué hablarán?», pensó intrigado.

Al llegar a la plaza, sacó el bolso y estiró la manta sobre el pasto. Tomó al niño, alzándolo en sus brazos. Su hijo reía y movía frenético las manos y pies. La mandíbula, en tanto, lanzó unos pequeños gruñidos, junto con algunas gotas de saliva que cayeron sobre el rostro del padre.

   —Maldita alimaña —le dijo furioso.

Aprovechando que su mujer no se encontraba, le apretó los labios con los dedos hasta que unas gotas de sangre afloraron. La mandíbula intentó morderlo, pero fue imposible. No era más que un grano indeseado.

A medida que transcurría la tarde, la plaza comenzó a llenarse de gente. El padre quedó sorprendido por la cantidad de personas que acudían a la plaza. Por lo general, él prefería quedarse en casa bebiendo cerveza y viendo televisión.

En eso, apareció una perra que arrancaba de una jauría. Hastiada de los perros, que intentaban a toda costa embutir sus penes chorreantes de orina y semen, se fue a refugiar tras el coche. En un principio, el padre intentó espantarla, pero desistió al ver que le sangraba el ano.

   —Pobrecita —le dijo, y de una lonchera sacó un huevo duro, lo peló y se lo tiró.

El raquítico animal movió la cola de felicidad, engullendo el huevo de una mordida. Al sentirse aceptada, lentamente se fue echando al lado del coche. Cuando alguna persona se acercaba demasiado, la perra gruñía. Esto despertó en el padre un sentimiento de cariño por el animal, y en agradecimiento se puso de pie, agarró unas piedras y las arrojó contra la jauría que se disolvió entre la multitud.

El padre se tiró sobre la manta, abrió una cerveza en lata y comenzó a mirar a la perra: tenía el vientre lacio y las tetas le colgaban como pequeños colgajos de carne. Los pezones eran negros, llenos de protuberancias que goteaban un líquido verdoso. «Seguramente perdió a sus cachorros», pensó el padre. Fue en ese momento en que la mandíbula comenzó a bostezar.

   —¿Tienes hambre, espinilla de mierda? —le preguntó el padre, acercando la cabeza de Javier a las tetas de la perra.

La mandíbula se desesperó, escupiendo baba blanca hacia todas partes, estirando sus atrofiados labios con tal de alcanzar el pezón supurante.

   —Grano de mierda, ¿estás angustiado?

Miró hacia todos lados y pegó los labios a una de las tetas de la perra. La mandíbula mamó desenfrenada. La perra se quejó de dolor. La leche acumulada le había producido mastitis. Pero a medida que la mandíbula se alimentaba, comenzó a relajarse, hasta quedarse dormida.

   —Maldita, ojalá te revientes.

La dejó mamar por horas, hasta que las cervezas y la luz del día se terminaron. Recogió las cosas y separó delicadamente a la mandíbula de la teta. Tuvo miedo que la deformidad se pusiera a chillar, pero nada sucedió. Al parecer había quedado satisfecha. En agradecimiento con la perra, le dio dos huevos duros.

5

Apenas abrió la puerta de la casa, su mujer corrió a tomar a los niños.

   —Me alegra que lo estés intentando —le dijo, colmándolo de besos.

   —Es necesario —dijo él.

La mujer sacó uno de sus pechos y lo puso en la boca de la mandíbula, pero no hubo caso que mamara.

   —Qué raro —dijo la mujer—, parece que no tiene hambre.

El padre miró el seno de su esposa, distinguiendo una sospechosa mordedura arriba del pezón.

   —¿Qué te pasó ahí?

   —Nada, Joselito me mordió.

   —¿Joselito?

   —Así le pondré a nuestro hijo.

   —Pero es una mandíbula. Ni siquiera sabe que existe.

   —¡Mentira!

   —Sin amor, sin educación, dijeron los doctores.

   —¡Mentira! —gritó la mujer, corriendo al segundo piso con sus hijos en brazos.

El padre suspiró largamente, dejándose caer sobre el sillón. Tomó el control y encendió la televisión. Dejó el volumen en cero, concentrándose en los ruidos provenientes de la calle. Poco a poco fue apareciendo el murmullo de los hombres. Incluso, escuchó conversaciones: «Acábalo», «Traiciónalo», «Es una puta», «Lo odio», «Está loco». «¿Por qué nos empeñamos en seguir multiplicándonos?», se preguntó, mientras prendía un pito de mariguana. En eso, apareció la madre junto a los niños. Mientras limpiaba unas lágrimas de su rostro, le dijo:

   —Mira a tus hijos… Javier se parece mucho a ti, no me canso de mirarlo y de compararlos.

La madre se fue a sentar junto al padre, entregándoles a los niños. Miró el rostro de su hijo, revisando meticulosamente sus facciones. Entonces, una duda nefasta se agarró a su mente: ¿Y si la mandíbula era su hijo?

   —Lo ves, se parece mucho a ti. No peleemos más. Inténtalo —le insistió la madre.

Dejó a Javier en el suelo. Sus piernas débiles y regordetas se doblaron, cayendo de rodillas. La madre sacó una pequeña pelota de goma de la cartera, echándola a rodar por el piso del living. Javier gateó tras ella como un cachorro, mientras la mandíbula lanzaba grotescos aullidos, se babeaba y retorcía su lengua lardosa. La madre acarició la nuca del padre, y le susurró:

   —Te amo. Fueron ellos quienes me hicieron darme cuenta de eso. Perdóname.

El padre sintió un leve orgullo al ver a su hijo intentando equilibrarse para ir en busca de la pelota. La madre, al darse cuenta de la sonrisa que nacía en el rostro del padre, frotó su cuerpo contra él. Al sentir los senos presionando sus costillas, tuvo una erección. La madre comenzó a masturbarlo, y le dijo:

   —Dame tu leche.

El padre se puso de pie, tomándola en brazos.

   —Subamos —le dijo él.

   —¿Y los niños?

   —Estará bien —le respondió, pero de inmediato se rectificó—. Estarán bien.

   —Me da miedo dejarlos solos.

Pero el padre no le respondió y siguió subiendo las escaleras. Empujó la puerta de la habitación con el pie, y dejó a la mujer delicadamente sobre la cama. Se humedeció los labios, la besó y comenzó a desvestirla. El sonido de las micros, los autos, el murmullo enfermo de las nucas humanas allá afuera comenzó a menguar, hasta extinguirse.

6

Al rato la madre dormía profundamente. La contempló por unos minutos. Sintió que la amaba a pesar de todo. Abajo, en el living, se escucharon ruidos. Se levantó, se puso los pantalones tratando de no hacer ruido, y bajó. Javier intentaba que su hermano mordiera la pelota. «¿Y si de verdad hay vida en esa mandíbula?». «¿Y si de verdad son hermanos?». «¿Y si soy su padre?», se preguntó angustiado. Javier lo miró, sonriente. La mandíbula abría y cerraba sus atrofiados labios. Javier intentó caminar hacia él, pero a los pocos pasos cayó de rodillas.

   —Ven, hijo, tú puedes —le dijo, estirando sus brazos para recibirlo.

El niño intentó levantarse, pero el esfuerzo fue en vano. Volvió a caer sobre el pañal hinchado de mierda. La mandíbula comenzó a chillar.

   —¡Cállate, deja que se concentre! —le gritó—. ¡Párate hijo, tú puedes!

Javier se puso a llorar ante su fracaso. Recogió la pelota del suelo y se acercó a su hijo. Lo levantó, y caminó con el niño en brazos hasta la ventana. Descorrió las cortinas y miró hacia la noche tratando de encontrar las estrellas. Era imposible. La cúpula de neón envolvía toda la ciudad. Dejó caer las cortinas, recordando las palabras del médico: «Extirpar puede ocasionar la muerte del lactante». Luego, volvió la duda: «¿Será realmente mi hijo?»

Abrió la puerta de la casa y salió al patio con el niño en brazos. El viento helado agitaba violentamente las copas de los árboles. Los autos que pasaban por la calle, dejaban estelas de luz tras ellos. La mandíbula comenzó a disparar saliva y a gruñir. Javier comenzó a llorar. El padre caminó hasta la orilla de la calle, dejando a su hijo en el suelo. Luego lanzó la pelota, que rodó hasta quedar en medio del pavimento. Los autos hicieron girar la pelota de un lado para otro. El niño gateó tras el juguete. El padre entró en la casa, subió las escaleras, se metió en la habitación, se quitó los pantalones, se tiró en la cama y penetró a la madre que dormía profundamente. Antes de eyacular, susurró en su oído:

  —Tendremos un hijo, lo sé.

Transcurridos unos segundos, se escucharon bocinazos, neumáticos quemando el cemento, latas retorciéndose y gritos.

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