En el campo de batalla

«Cada guerra es una destrucción del espíritu humano.»

Henry Miller

Mientras recogían una vez más las redes vacías desde el interior de las aguas, el pescador le dijo a su pequeño hijo, quien le miraba con incredulidad.

—Nunca dejes de tener esperanza en tu vida, porque mientras la tengas y la hagas parte de ti, en algún momento, las redes de tu pesca saldrán llenas.

La jornada recién comenzaba y para el niño, no vislumbraba que fuera auspiciosa. Les esperaba un largo día en alta mar, aunque la confianza de su Padre, parecía decir lo contrario.

***

El cielo estaba teñido de color gris. A lo lejos, el sonido de un trueno viajaba gracias al eco, retumbando los oídos de la campaña. Aquellos jóvenes soldados atravesaban los escombros de la ciudad, viendo como colgaban las techumbres de las casas y escrutando los muros derrumbados junto a sus respectivos edificios. El humo aún se sentía en el aire, acompañado del olor repugnante de los cadáveres y de la sangre estancada en los charcos. Los lejanos aullidos de los perros y los gritos desesperados de la batalla, erizaban los pelos a los noveles conscriptos.

Estaban solos. Perdidos entre esa desconocida ciudad. Su capitán había caído hace algunos días y antes de morir le pidió a Montesco que se hiciera cargo. Este por su parte no se sentía capacitado para asumir el control de sus compañeros, pero como última voluntad de su superior, aceptó sin preámbulos. A algunos de sus compañeros no les había parecido prudente dejar a cargo a un hijo de inmigrantes mexicanos, pero de igual forma aceptaron aquellas condiciones. Era preferible estar a cargo de alguien, a estar caminando sin rumbo. Aunque fuera un pequeño latino de pocas palabras.

La noche estaba sobre ellos. El frío invernal penetraba hasta sacudir sus huesos y a ratos, sus estómagos se retorcían, debido a la falta de comida. Montesco, al ver estas dificultades y notar el cansancio del pelotón, decidió que pasarían la noche en las ruinas de un viejo almacén que se les cruzó en su camino. Aquel edificio era el único que aún poseía techo y era perfecto para evitar la inminente lluvia que caería en cosa de minutos. Un viejo contenedor de gasolina oxidado, sirvió para improvisar una fogata que les permitió apaciguar el frio. Algo de calor proporcionaba, porque al poco rato cada uno se alejó, formando un semicírculo alrededor del barril. Solo faltaba la comida y desgraciadamente la última ración la habían consumido a mediodía.

Montesco envió a dos conscriptos a recorrer el perímetro y buscar algo comestible. A regañadientes, ambos soldados se levantaron de sus puestos y abandonaron el lugar, desapareciendo entre las sombras. Montesco se sentó a espaldas de una deteriorada columna de concreto, un poco alejado de la fogata. Su mirada recorrió cada centímetro del inmueble. Las sombras algo tenebrosas que caían sobre las ruinas, eran perfectamente definidas, gracias a la tenue luminosidad que les hacían ver grotescamente alargadas, simulando a esqueléticos brazos fantasmales. Sus otros compañeros descansaban, algunos al igual que él apoyados en alguna columna, otros descansado recostados en el suelo, buscando combatir el cansancio a como diera lugar. Montesco, al igual que sus conscriptos, se acomodó lo más que pudo y trató de dormir un rato. Finalmente, un sueño profundo le hizo bajar la guardia. Logró dormir sin importarle su alrededor.

***

Un grito dentro de su cabeza le despertó. La oscuridad era completa. La llama se había consumido y alrededor suyo, las tinieblas y el frío sepulcral le hacían compañía. Buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta militar, encontrando una pequeña linterna. Al parecer las baterías estaban agotadas, ya que ni con golpes logró encenderla. Un viejo encendedor en su bolsillo derecho del pantalón era lo único que le dio luminosidad. Estaba solo. No habían llegado los dos exploradores. Tampoco estaba el resto de la compañía. Solo el tambor oxidado con restos de cenizas le acompañaba. Eso le desconcertó. Pensó que le habían abandonado por su condición de «favorito del capitán». Quizá fueron a buscar a sus compañeros, no lo sabía. Lo único que realmente tenía claro era que estaba solo, que debía avanzar y continuar su camino.

Era muy arriesgado salir en búsqueda de sus conscriptos. En esos momentos se encontraba en una zona altamente peligrosa.
Estaba completamente aislado. Su radio había fallado hace algunos días y desgraciadamente uno de los exploradores tenía una. Pero de qué le serviría. No sabía nada de su campaña. Después de meditar un poco, decidió sentarse a esperar. En una de esas regresarían, debía ser optimista.

La última vez que revisó su reloj ya llevaba tres horas esperando. Nadie daba señales de vida, por lo que puso su mochila a sus espaldas y emprendió su camino sin titubear. No quería quedarse solo en ese lugar. Había visto muchas cosas desde el comienzo de la guerra, por lo que andar sin compañía en cualquier lado, era una sentencia de muerte segura. Quedaba muy poco para llegar al campamento y debía emprender el rumbo más que rápido. Esperaba que sus conscriptos estuvieran sanos y salvos, esperándole como buenos soldados, aunque no estaba muy seguro de ello.

***

Andaba a tranco largo. Pasando sobre los montículos de tierra y los restos de chatarra de viejos autos abandonados. La oscuridad, aunque trataba de aplacar con el pequeño encendedor, era intimidante y ante la infinidad de ruidos similares a susurros y de los extraños gritos de la guerra a lo lejos, esta parecía acrecentar el miedo dentro del joven soldado. Tarde o temprano, la pequeña llamita se consumió. Montesco insistió en vano recuperar su pequeña luz, pero el gas combustible se había agotado. Ahora todo estaba teñido con el color de la noche.

Se vio obligado a disminuir su velocidad. Debía medir y calcular sus movimientos para evitar tropezarse, o peor aún, esquivar una posible caída a algún foso, teniendo en cuenta la excesiva existencia de estos en toda la región, gracias a las constantes batallas. No paro en ningún momento a descansar. Parecía que llevaba horas caminando y que no hubiera avanzado nada, pero en realidad había dejado un buen trecho a sus espaldas, aunque no podía confirmarlo. Más de alguna vez perdió el equilibrio, debido a las imperfecciones del camino y con alguna dificultad se logró poner de pie, pero esos pequeños incidentes solo le hacían perder tiempo y lograban que se desesperara y buscara terminar luego con su travesía.

No supo cuánto tiempo pasó ni el camino recorrido, pero ante él y después de un largo rato, emergió entre las sombras una gigantesca silueta parecida a una casa. Aquella enorme sombra sin una textura reconocible, interrumpía el viaje de Montesco a su base. La enorme envergadura de la casona intimidó al conscripto, quien pensó en la posibilidad de que aquel caserón estuviera en posesión del enemigo y lo peor de todo eso, era que se encontraba solo y que se podría convertir en un blanco fácil.

Trató de acercarse en completo silencio, arrastrándose sobre el accidentado terreno, con la esperanza de lograr vislumbrar entre las tinieblas algún camino alternativo sin la necesidad de acercarse mucho al inmueble. Al arrastrarse, sentía a las piedras, botellas quebradas y tablas, entre otros objetos, como rozaban su pecho y sus hombros, a pesar de estar protegido por un chaleco antibalas. Era una sensación incomodísima, pero estaba acostumbrado a esas eventualidades, ya que fueron muchas las veces que se enfrentó a cosas aún más desagradables que esa y lo único en lo que pensaba era en llegar a su cuartel.

Cada paso dado era tiempo invertido en su trayecto. Ya se encontraría descansando en una camilla dentro de alguna tienda de campaña, y con un poco de suerte, bebiendo un buen café para aplacar el frio. Esa escena le motivaba a sufrir algunas penurias. Penurias que pasarían al olvido llegando a su refugio.
Repentinamente, no pudo continuar. Algo le tomaba de su cinturón. Con sorpresa se encontró enganchado a un tubo metálico sobresaliendo del terreno, el cual extrañamente se acomodó a la altura de su ombligo. Su desesperación y poca paciencia hicieron que sus movimientos fueran torpes y sin lógica, sin siquiera en considerar la posibilidad de soltar su correa, lo cual hubiera sido la solución más obvia, pero el temor a estar cerca de aquella casa y que estuviera habitada por el enemigo, encegueció su mente, nublando sus ideas. Sin dejar de lado el hecho de que estuviera haciendo más ruido del que debía hacer.

Y fue ese ruido el que lo delató. Logró zafarse de su cautiverio, pero a cambio de eso, el enemigo agolpado dentro del viejo caserón se precipitó desde la puerta con una violencia que les caracterizaba por sobre el resto. Montesco estaba paralizado. Sabía la ferocidad del enemigo y que era un grave error enfrentarlos sin un batallón.

A pesar de estar en contra ante una interminable fila de individuos que aparecían tras el oscuro marco de la puerta, apuntó su fusil hacia el gentío, descargando toda su furia hacia ellos. No sabía si disponía de más municiones ni cuanto le quedaría en su arma, pero con toda su rabia y miedo contenido, disparó a todas direcciones, buscando impactar a sus enemigos y a la vez aturdir al resto para poder huir. Sin embargo y sin siquiera percatarse en su momento, vio como le cerraban el paso a su alrededor.

Al verse atrapado ante la muchedumbre, en cosa de segundos su vista se dirigió hacia una ventana destrozada a unos metros a su derecha. Dicha ventana era parte de un galpón contiguo a su camino. No existía ningún letrero o señal que le indicara algo sobre el inmueble, solo su instinto de supervivencia le instó a huir por ese lado. En realidad, no existía mejor opción en ese momento.

Tomó aquella opción e ingresó al interior del galpón. En las entrañas del inmueble, la oscuridad era aún más intensa, si a eso le sumamos la cantidad de muebles y maquinarias que le hacían parecer un laberinto intransitable. Sin embargo, esas características se volvieron una ventaja, ya que le permitieron internarse y ocultarse entre las sombras y así despistar a sus perseguidores. Se escucharon algunos pasos, murmullos al interior y exterior que alertaron a Montesco y le hicieron movilizarse, pero nada ni nadie se le apareció. A medida que avanzaba, se encontró con unas escaleras apenas visibles por las cuales subió. Desde la segunda planta podía observar al primer piso, ya que dicho nivel no contaba con muros, así como en una fábrica. Aunque la oscuridad estaba presente, podía distinguir con claridad si es que se encontraba algún intruso merodeando. Para su fortuna, algunos visitantes deambularon entre las maquinarias del galpón, pero sin intrusear demasiado. A los pocos minutos, la soledad era su única compañera.
Montesco se internó entre los pasillos de la planta superior, llegando a unos habitáculos que en tiempos pasados sirvieron de oficinas. Ahí descubrió que se encontraba en una vieja fábrica de zapatos, gracias a algunas fotografías en sus paredes y algunos carteles de viejas campañas publicitarias. Desde una de las oficinas, una ventana cubierta con persianas le permitía mirar hacia el exterior. En las calles, podía observar con detalle el desolado paisaje de la ciudad.

Se veía en el horizonte una multitud de edificios en ruinas, columnas de humo que danzaban por centenares y una que otra llamarada proveniente de alguna callejuela en las cercanías. A sus pies, se veía la calle desde donde había venido, cubierta por autos destruidos, escombros de los caserones contiguos y de los postes de alumbrado, junto con otros desechos que se acumulaban a montones. Desparramados en el perímetro, se veían los cadáveres ensangrentados de algunos de sus atacantes, quienes parecían verdaderos muñecos desde las alturas. Lo único rescatable ante tanta atrocidad, era que no se veían rastros de vida alrededor. El muchacho definitivamente se encontraba solo, aunque no sabía por cuanto tiempo estaría a salvo. Cerró las persianas y se acurrucó en una de las esquinas, junto a un viejo escritorio.

***

Daniel Montesco se encontraba sentado en una larga mesa ubicada en un balcón, el cual daba hacia un acantilado que descendía a una pequeña playa a lo lejos. Se veía como cualquier niño de doce años, disfrutando de sus merecidas vacaciones. En dicha mesa, sus padres y su hermana mayor, compartían un delicioso almuerzo aquella tarde de verano. El día no estaba tan caluroso, por lo que el ambiente era muy agradable a esas horas y aquel aire mediterráneo entregaba una paz que la gran ciudad no podría jamás. A los pies del muchacho, un pequeño Schnauzer sollozaba pidiendo un trozo de carne, por lo cual Daniel accedió a escondidas de su Madre. Su Padre, que a esas alturas se servía un delicioso café de grano, revisaba algunos portales de noticias en su Smartphone.

Algunos gestos le acusaban si algún artículo le parecía gracioso o desagradable. Su Madre y su Hermana conversaban sobre la última serie del momento y por su lado, Daniel se mantenía reposando mientras acariciaba a su cachorro, quien ahora estaba sobre sus piernas y que tenía por nombre Miller.

Durante la tarde, la familia se dirigió a la playa a disfrutar de las bondades del mar. Daniel no era muy bueno para bañarse, pero le encantaba compartir desde las orillas, huyendo de las olas junto a su Madre y el pequeño Miller que era uno más de los Montesco. Su Padre y su Hermana acostumbraban a entrar más al interior para competir entre ellos, pues eran excelentes nadadores y de alguna forma, todos compartían a su forma aquellos días veraniegos.

Una vez que su Padre salió del interior del mar e intercambió con su esposa la playa por las aguas, Daniel se acercó a su progenitor, quien se encontraba sentado y cubierto por una gruesa toalla con un estampado de Los Ángeles Lakers. Su sonrisa le recibió, junto a esa mirada que solo un Padre puede dar a su hijo. Ambos contemplaron el atardecer tras el mar, mientras las sombras de las mujeres de la familia, saltaban y se lanzaban agua con sus manos, mientras Miller ladraba sin parar. El cielo se tornaba naranjo y el sonido de las olas parecía hipnotizar la tranquilidad del lugar. Daniel abrazó a su Padre, como si fuera el último abrazo que le daría en su vida.

***

Montesco se encontraba sentado bajo el viejo escritorio, en aquella oficina de la fábrica abandonada. No pudo conciliar el sueño. Quizás un par de horas logró descansar. Aquella imagen del paseo familiar volvía después de tanto tiempo a proyectarse en sus noches. La sensación de soledad le tomó entre sus manos una vez más, aplastando la frialdad de sus días. Extrañaba a su familia, sus voces, sus sonrisas, aquellos abrazos y sus caricias. Las cosquillas de Mamá y los consejos de Papá. Sus bromas, sus historias, sus besos. Necesitaba sentir su presencia.

Su corazón se apretó por la impotencia de no poder cambiar las cosas y regresar el tiempo para volver a sentir el calor de su familia. Estaba cansado de toda la rutina que significaba avanzar, huir y sobrevivir, aunque sintiera cierto respaldo al ser parte de las fuerzas militares de su casi extinto país. Sentía que nada importaba, pues las cosas no cambiarían jamás, así que en esos momentos olvidó su fusil junto a él y se tapó su rostro con las manos, mientras jalaba sus cabellos. Había olvidado la última vez que lloró, pero poco importaba.

***

Algunos minutos antes del amanecer, se escucharon gritos desgarradores desde el exterior de la fábrica. El joven se levantó desde el interior del escritorio y se arrodilló observando tras las persianas de la ventana. En las calles, todo era una locura. Una cantidad indeterminada de salvajes, perseguía a un pequeño grupo de sobrevivientes, quienes intentaban defenderse con palos y hachas. Los fugitivos eran dos adultos de mediana edad y tres jóvenes, todos de sexo masculino. Uno de los adultos cargaba a sus espaldas una mochila de campamento y por lo que veía el Soldado, su carga era bastante pesada. Las bestias corrían y bramaban alrededor de ellos, escupiendo bilis y sangre sobre sus víctimas, intentando atraparles para devorarles y quitarles sus pertenencias. Los gritos amenazantes retumbaban hasta hacer temblar el corazón del silencioso observador, que a pesar de todo el terror que le había tocado vivir desde el derrumbe de la civilización, todavía le era difícil acostumbrarse a estos enfrentamientos, donde la desventaja de sus víctimas hacia que todo terminara si o si, en una carnicería salvaje.

Al final, el enfrentamiento se dio. La jauría de bestias se abalanzó contra el grupo, hasta destrozarlo por completo. Las cabezas rodaban, las entrañas volaban y los gritos de terror penetraban en los oídos de Montesco. No pudo intervenir. Pensó que sería una locura, pues el número de salvajes le superaba aproximadamente en treinta, sumándole que le quedaban solo seis cartuchos en su fusil. Sería un suicidio, por lo que se alejó de la ventana y prefirió no observar nada y taparse sus oídos. Afuera, los llamados de auxilio de las últimas víctimas, siendo devoradas en vida, se apagaban con el paso de los minutos. Cuando decidió observar por última vez, una enorme mancha de sangre mezclada con los restos de aquellos seres humanos, cubría un extenso perímetro de la calle.

Montesco se quedó paralizado, observando en silencio. Sobre un montículo, quedaba un único sobreviviente repeliendo a sus atacantes con dos hachas en ambas manos. Curiosamente era el hombre de la mochila, que estaba dando lo último de si para defenderse. Pero como descubriría el joven soldado posteriormente, la inminente muerte del individuo no sería lo peor que estaba por ocurrir.

***

Primero, todo comenzó con un zumbido insignificante. Luego aumentó en intensidad, hasta convertirse en un pitido que resonaba dentro de su cabeza. Al final, su cuerpo colapsó en dolorosos calambres, hasta que logró reponerse con dificultad y apoyarse en el marco de la ventana. Afuera, los salvajes gritaban de dolor y se revolcaban en el suelo, cubriendo sus oídos. Lo mismo ocurría con el único sobreviviente de la masacre, quien estaba acurrucado, gritando del dolor mientras golpeaba su cabeza con sus manos. Montesco no pudo soportar más los espasmos y después de ver lo que ocurría en el exterior, se desplomó junto a la ventana. Una vez que aquel pitido se fue extinguiendo hasta volverse soportable, se escucharon los gritos desordenados de las bestias, quienes acusaban su pavor.

El joven volvió a levantarse para observar hacia la calle y descubrir la causa de aquellos gritos aterradores. Lo que estaba ocurriendo afuera, rompía con todas las leyes de la realidad. Era algo simplemente increíble.

Desde uno de los rincones de la calle, girando tras una esquina próxima, apareció sobrevolando una figura ovoide y arrugada, tan grande como un tanque y de aspecto viscoso, que en estricto rigor tenía la apariencia de un cerebro humano. Desde su base colgaban unos filamentos parecidos a venas cercenadas y entre sus pliegues se podían observar como drenaban extraños fluidos incoloros. En su delantera, claramente se veían dos globos oculares apuntando hacia la muchedumbre, observando con sus pupilas dilatadas y rodeadas por sus iris color fuego. Aquella monstruosidad descendió a pocos metros del gentío y una vez que se detuvo, comenzó una escena tan monstruosa y repugnante, que el joven no olvidaría jamás.

Cada uno de los individuos comenzó a gritar y a reptar, demostrando que sufrían un dolor tan terrible que era imposible de imaginar. Primero, su epidermis comenzó a desprenderse y a levantarse sobre sus cabezas. Luego le siguieron la dermis y las siguientes capas subcutáneas de su piel, para continuar con las venas y arterias, las cuales se levantaban desgarradas sobre ellos, seguido por la sangre que emanaba de sus cuerpos y se levantaba en ingravidez, junto con sus entrañas que en algunos casos estallaban al salir de sus cavidades. Lentamente, una capa carmesí se comenzó a formar a media altura del suelo y como un embudo invisible, aquella masa viscosa se dirigió hacia el cerebro, para rodearlo como las moscas hacen sobre un cadáver. Sus cabellos fueron vaporizados, sus ojos fueron derretidos y sus lenguas fueron desmenuzadas, junto con sus mandíbulas separadas de sus cráneos. Cada parte blanda de su cuerpo fue destrozada y diseccionada por fuerzas invisibles, tanto o más poderosas que la gravedad que ejerce nuestro planeta.

Cada centímetro de sus cuerpos fue licuado y separado de sus huesos, dejando su estructura ósea completamente expuesta y limpia, mientras sus vidas se apagaban, ahogadas por los gritos de dolor que en su inconciencia vociferaban. Sus huesos fueron apretados y quebrados como astillas, hasta convertirse en polvo. Cada secuencia que componía el ácido nucleico de sus organismos, se reescribió y se tradujo a la nueva secuencia que requería su huésped, concatenando su cadena genética hasta formar la molécula definitiva. Todo atisbo de humanidad fue desaparecido, desintegrado y molido por completo, hasta convertirse en la materia prima que serviría para la creación de algo mucho más grande que quienes alguna vez fueron en vida, una creación corrupta ante los ojos del creador. Aquel cerebro que fue en un principio, después de unos minutos estaba cubierto por aquel material formado con la carne, la sangre y huesos de los individuos. Un rostro humanoide, de grandes pómulos y de facciones angulosas, comenzó a tomar forma y a irrumpir desde las alturas, reemplazando en su ubicación al monstruoso y abominable cerebro que, anteriormente fue.

Al final de la calle se encontraba el ultimo sobreviviente, aferrado con todas sus fuerzas a un poste de luz, como si una aspiradora gigante le estuviera succionando. Sus pies se levantaban sobre los aires, mientras sus gritos de desesperación retumbaban en la callejuela. No pasó mucho tiempo para que sus piernas se desmenuzaran y se separaran de su cuerpo, llevándose con ellas a sus entrañas que salían despedidas desde su bajo vientre. La mitad de su cuerpo quedó aferrado como una bandera a media asta por algunos segundos, hasta que el dolor hizo que sus brazos se soltaran. Sus gritos de terror se apagaron cuando a mitad de camino, lo poco que quedaba de él se desparramó en cosa de segundos. Como el resto de los individuos, su cuerpo se convirtió en una masa moldeable que terminó por completar la creación de la cabeza flotante.

Aquella cabeza incorpórea se mantuvo silente unos minutos, con sus ojos completamente cerrados, a la espera de que en cualquier momento les abriera por primera vez. Cuando sus parpados desnudaron su visión, con su mirada recorrió a su alrededor. Sus fauces se abrieron de par en par, revelando una sonrisa llena de éxtasis, mientras sus ojos se abrían tanto, que parecía que en cualquier momento saltarían desde sus cuencas. A continuación, se levantó unos metros desde su lugar y emprendió vuelo entre los edificios, para alejarse más allá tras las sombras de las ruinas y las columnas de humo a paso lento.
El cielo quedó cubierto por una bruma rojiza, mientras un olor nauseabundo penetraba las paredes e ingresaba a la pequeña oficina donde estaba Montesco. El joven se sentó lentamente bajo el umbral de la ventana, hasta desplomarse bajo la mesa. Su mirada desencajada, sus ojos cubiertos por las lágrimas. Su corazón destrozado. Se tomó la cabeza con ambas manos y se quedó sollozando, hasta que el tiempo le fue inmedible.

Recordó a su familia en la vieja parcela costera donde creció y de cómo su querida madre le tejía unos hermosos chalecos para el invierno. Recordó su primer beso y el palpitar de su corazón aquella tarde. El día que terminó sus estudios y de su increíble fiesta de despedida. Muchas escenas se le vinieron a la mente. Todas agradables. Todas truncadas por la guerra. Una guerra que nunca quedo clara como empezó, pero que lentamente exterminaba a la raza humana. Lo peor era que esas criaturas heredarían todo y vagarían errantes sobre aquella tierra inerte.
Ya no había esperanza.

***

Daniel y su padre descansaban en la playa, mientras el muchacho jugaba con Miller. El mayor de los Montesco pensaba taciturno mirando al horizonte, hipnotizado por la danza de las olas, las cuales para el significaban la vida misma. Su vida. En un momento de lucidez, observó a su hijo menor y le abrazó con tantas fuerzas, que este le sonrió, mientras era asfixiado por sus brazos.

—Te amo Papá.

El chico se levantó rápidamente y corrió hacia el mar para recibir a su Madre y Hermana, todo en compañía de su mascota. Los tres sonrieron y se abrazaron sin importar lo mojado que dejaran al muchacho. Desde su ubicación, el viejo soldado apreciaba lo maravillosa que se había vuelto su vida y recordó por algunos segundos, aquella noche donde había perdido toda esperanza, escondido en la oscura oficina de la vieja fábrica. Recordó a sus Padres, con quienes había compartido las mismas caminatas en la misma playa cuando tenía la edad de Daniel y pensó lo felices y orgullosos que se hubiesen sentido de él y su hermosa familia. Recordó de forma muy especial una vez que acompañó a su Padre a pescar y quien, a pesar de no conseguir nada al comenzar ese día, siempre se mantuvo con optimismo y sonriente. Al terminar aquella faena, sus redes estaban tan llenas, que tuvieron que pedir ayuda a su Madre para arrastrarla. En ese momento entendió las palabras que le había dicho su Padre al comenzar la jornada, aunque con el paso de los años pensara que se las había llevado el viento.

Se levantó lentamente al ver acercarse a su familia, así que en respuesta extendió sus brazos y les rodeo con ellos como si fuera un oso, traspasándoles el mismo amor que le entregaron en su niñez. En ese momento recordó
las palabras de su Padre y la sabiduría que siempre le entregaba, disfrazada de sencillez.

«Nunca dejes de tener fe».

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