Sobre los pájaros dormidos

En la playa El Caleuche hay dos barcos encallados, con el Bastián siempre preferíamos ese que estaba más cerca del mar, porque cuando la marea subía éramos piratas. Hasta bandera llevábamos. Aprendimos de barcos y navegación leyendo los libros de mi abuelo solo para ponernos a jugar con el timón hediondo y oxidado. Un día nos encontramos a una pareja “mete y saca”, como diría el Bastián. Yo nunca había visto algo así (por lo menos en vivo), éramos chicos, como de doce o trece años. No nos importó la verdad y nos fuimos de ahí, aunque antes nos estudiaron bien con la mirada, porque se quedaron quietos, como una escultura fornicando, no hubo ademanes de taparse ni mucho menos, el Bastián bromeó con que nos iban a invitar. Esas cosas no pasan.

A ese barco encallado le puso Nautilus, pero porque su perro galgo se llamaba así y él nunca supo por qué. A veces decía que su papá tomaba una chela con ese nombre, quizás ahí yacía la respuesta. Le gustaba (espero que aún), caminar al lado de Ventanas imaginándose una ciudad futurista, postapocalíptica, y no distaba tanto de la realidad. Yo siempre estuve más del lado de que la refinería de Concón pertenecía a ese género, sobre todo de noche, iluminada como el cielo en alguna ciudad impoluta, las chimeneas y las torres se levantaban (y aún) como construcciones salidas de Blade Runner. Entre Concón y Quintero no hay mucha diferencia, tal vez los atardeceres. Al Bastián le encantaba ir a la Puntilla de San Fuentes, sobre todo después de conocer el mito del rayo verde que aparece cuando el sol se esconde y significa que el mundo de los vivos se ha unido con el de los muertos. Todos los quinteranos lo admiran por su imaginación, es un asunto bien recibido en estos lados. “Está lleno de jipis”, diría mi amigo. 

Quizás fue la conexión que el pueblo tuvo con él lo que nos arrebató el sueño a todos el día que fuimos al Nautilus con la bandera negra que tenía como símbolo al perro tocayo, pero en su forma esquelética. Pusimos el estandarte en lo alto del navío derruido y, cuando bajamos a hacer piraterías e inventar que el barco no es uno cualquiera sino una nave que lucha contra CODELCO con misiles teledirigidos, nos arrebataron los sueños con proyectiles. Uno de los tipos que vimos culiando, alto, rubio, maceteado, nos dejó claro que no era un maricón, porque en un pueblo chico las cosas se saben y él pensaba que nosotros éramos una amenaza. Entonces se le tiró encima al Bastián después de que le dijo que le importaba un pico. Forcejearon y el rucio se enterró un trozo del timón en la espalda. Después hubo dos disparos y un cuerpo cayó entre las algas y estrellas de mar que vivían en la cubierta del Nautilus. El rucio, que se llama Franco, salió corriendo y una ola de esas que no se ven en Quintero lo azotó contra la amura, aunque logró levantarse y unos pasos más allá se desplomó. 

No hice nada, ¿qué iba a hacer? El Bastián sangraba del cuello y el color rojo se mezclaba con el agua de sucio gris que le otorgaba la fina arena. La marea subía. Yo intenté revisarme y no hallé nada. Fue la señora Estela, dueña del carrito de barquillos púrpura, quien encontró al Franco y le grité como no había gritado nunca. Otra ola azotó al casco del Nautilus. Unos enfermeros nos sacaron del barco minutos después, y cuando caminaba por la arena, empapado hasta el cuello, vi a una gaviota muerta, en el pecho tenía incrustada la bala que no intenté evadir.

Bastián quedó en coma, y la familia lo llevó a Santiago porque allá hay clínicas y otras cosas que no tenemos acá. A veces pensaba que lo único nuestro eran los atardeceres de rojiza contaminación, la Cueva del Pirata, la Puntilla de San Fuentes y la playa de los Enamorados. Pero un día me encontré con la señora Estela y me dijo que estaba durmiendo pésimo y

— Uy, niño, yo antes soñaba con mi marido todos los días, ahora nada. Debe ser que estoy preocupada por ese pobre cabro. Buen cabro. Tan amigos que son ustedes y se lo llevan lejos. 

— Sí, tía, pero es mejor para él. Yo terminando el colegio me voy pa’ Santiago y voy a poder visitarlo más seguido.

Esa misma noche intenté soñar con el Nautilus, y aparecieron unas imágenes extrañas, como ondas en un vaso de agua, nada más. Al otro día me mandaron a comprar pescada a la caleta y de pronto las gaviotas empezaron a llover del cielo, caían planeando, y se posaron en las rocas. Los pesqueros fueron a verlas, de curiosos, y se dieron cuenta de que solo estaban durmiendo. El paisaje se dibujó como nevado, blancas plumas estáticas en cuerpos pétreos sin designios de emprender vuelo. Me acerqué, reservado, al lado de los curiosos y uno me miró

 —Si te acercái las vái a escuchar respirar.

Era más un suspiro que un respiro, aunque la unión de todas las veintenas de veintenas de aves que dormitaban conformaban un cántico prístino. Muy paulatinamente, las personas se asomaron por los balcones de sus departamentos a cuchichear lo que acontecía. Vi muchas manos saludando, y saludé de vuelta sin tener idea de si se dirigían a mí. Creí que estaba soñando. En mi vida vi una gaviota durmiendo, el Bastián decía que lo hacían mientras volaban, así como los delfines duermen mientras nadan.

Los pescadores poco se tardaron en tomar sus embarcaciones e invitar gente a subirse a ellas. La Gioconda, la Dante, la Suspiro, la Embajadora, fueron los primeros navíos en adentrarse al mar. Yo me subí a la Prometeo, una lancha pequeña en la que viajé con Darío, el capitán. Mantuvo las redes dentro de la embarcación. Cuando dimos la vuelta en dirección a la Puntilla, hallamos un paisaje negro, eran patos que flotaban con los ojos cerrados y las alas relajadas. Fuimos espectadores mudos. Darío decidió apagar el motor y sacó unos remos que escondía en un fondo falso. Remó ligero, teniendo cuidado con no tocar a ninguna de las aves que subían y bajaban con la manera apaciguada plasmando una pintura dinámica. Recorrimos la costa en lo que el tiempo se tarda escurriendo sobre el cielo sus colores naranjos al rojo del ocaso contaminado. Pasamos por la playa del Papagayo, unos pingüinos viajeros fueron los últimos en sumarse al sueño, apropiándose del terreno pedroso. En la playa de Los Enamorados, al otro lado de la bahía y donde las sombras salen primero, la gran palmera que ahí habita vestía en su corona unos loros y Darío me corrigió 

—Son papagayos, deben haber llegado hoy.

Cuenta la leyenda que esta playa se llama como se llama porque los de corazón roto venían a lanzarse desde el precipicio en lo alto de Los Enamorados a una afilada roca que está en medio y donde chocan las olas. Muertos por amor. A Bastián le encanta esa historia, muy romántica, decía. 

No sentimos hambre durante todo el viaje. Desembarcamos en Loncura, haciéndonos paso entre pelícanos y gaviotas. La arena ahí es fina y si el innombrable aparece la levanta y golpea a la piel como pequeñas agujas. Aunque no lo nombraron, apareció, y cubrió de la gris arena a las aves blancas. Detrás de todos los montículos que sus cuerpos formaron a lo largo de los kilómetros que se conectan con Ventanas se alzaba la gran chimenea de líneas rojas intercaladas con un blanco terroso. En lo alto escupía humo que se elevaba a las nubes para descender en cenizas, mimetizándose con todo, intoxicando, asfixiando. Ventanas se mantuvo dentro de una cápsula de denso plomo, por un tiempo.

Darío me dio la mano y una mirada desviada, consternada. Tomó los remos y Prometeo surcó el mar de ensueño. Caminé por la orilla limpia hasta el Durazno, entre los cantos de aquellas que dormían. Desde ahí se ve el Club de Yates de Quintero, yates que también habían sido invadidos, igual que los tejados. Me levanté, y por natural curiosidad fui hasta la discoteca Waikiki, que llevaba abandonada muchos años. Sus pilares eran palafitos que extendían al fantasmagórico lugar lleno de ventanas rotas poco más allá de la orilla. Tenía el cemento de sus pies lleno de algas y estrellas y soles de mar, uno que otro caracol se caía de los pilares. Los caracoles siempre se caen. Dentro de la Waikiki en lugar de aves, había perros, que caminaban en círculos mostrando los colmillos, sin atacarse. Sentí, en cada célula, que debía escapar. 

 Llegué a mi casa sin la pescada. No importó. Mi vieja y mi viejo estaban en la terraza, sentados, inclinados hacia delante, tomados de la mano. La puerta de entrada tiene una falda de goma gruesa para que el innombrable no nos llene la casa de tierra, aunque igual entra por todos lados, el asunto es que la puerta, al abrirse o cerrarse, emite un sonido inconfundible e irritante, avisa a todos y a todas que alguien ha llegado. Mis papás no movieron un pelo. Claro, el patio también tenía aves durmientes, no solo gaviotas. Desconozco de ornitología, pero eran de todos tamaños e iban del blanco al negro. 

Por la noche la casa parecía replegarse, vibraba con el flébil cantar. Creo que me dormí con pena y desperté en un santiamén a pesar de haber pasado muchas horas. El sol estaba bien alto. 

Las semanas avanzaron y las personas tan solo se dejaban tocar por el innombrable, cuando iban a comprar pan. Quintero se convirtió en una ciudad fantasma. La melancolía reinó, las nubes llegaron y decidieron quedarse sobre nosotros como pintadas al óleo. Por mi parte, recorría todos los lugares que visité con el Bastián, a veces recibía noticias de él por teléfono diciéndome “Está igual, mijito, está igual” y “El Nautilus se escapó, no podemos pasar a Quintero, ¿lo buscarías?”. El gris del cielo no me iba a ganar, además el Nautilus necesitaba ayuda, entonces me armé con mi mochila y mucha agua. Lo primero que hice fue ir a la Waikiki, pero ya no había nada dentro más que un lugar desmantelado. Entonces caminé por el sendero de tierra que llega hasta Ritoque. El mar había retrocedido dejando ver las dolinas y dunas que antes escondía. A uno se le olvida a veces que debajo del océano existe un desierto. Las pulgas de mar habían construido madrigueras gigantes con forma de castillos, a lo lejos se veía como una sociedad jerarquizada y completa, no pude echar un buen vistazo. Miles, quizás millones de pájaros dormían allí, la densidad de ellos sobre la arena no era el problema, sino las docas que se desplazaron por las dunas y crearon un muro del que fue mejor echar marcha atrás. Volviendo, decidí caminar por la línea del tren que llega a la Ventanas encapsulada. Dondequiera que mirase dormían, suspiraban, cantaban. Impertérritas. Inamovibles. Las docas y los arbustos serpenteaban a mi lado, sin amenazarme, solo cuidando el sueño de las aves. Es lo que pensaría Bastián. Tomé la ruta que da a la rotonda. Subí el cerro hasta el Cristo que lleva ahí desde el maremoto de 1906 y siempre estaba cagado y meado y sucio y roto, ahora solo roto. Entré, sin persignarme, y me acerqué a ver las piedras que tienen grabados, de las que nos reíamos con el Bastián. Es interesante, en todo caso, mirar las fechas, hay unas tan antiguas que no han perdido ninguna letra, otras más nuevas son solo piedras empotradas, sin nombre, sin rezo. Encendí un cigarro y vi que todas las velas estaban apagadas, de mi vieja aprendí que encender velas ajenas está mal, pero el innombrable brillaba por su ausencia, entonces le di fuego a las mechas que pude. Se veía precioso y no había aves. Al devolverme noté que habían quitado las cabezas de los personajes en todas las imágenes esculpidas del Vía Crucis. El más trasquilado era Cristo, estaba todo amputado y agrietado. 

El camino a la Puntilla fue silencioso, sin docas móviles ni suspiros melancólicos. Sin embargo, con cada paso, las ondas sonoras incrementaban. Nuevamente me encontré con un mar de pájaros, pero esta vez dejaron libre un pasillo para que el viajero pudiese llegar a su destino. Muy considerados. 

La Puntilla de San Fuentes, me contaba el Bastián, iba a ser una hermosa mansión. Se trata de un terreno alto y amurallado con pequeños torreones dignos del medioevo. Y su leyenda, ¡ay!, la leyenda que tanto ama Bastián, es muy romántica: un hombre enamorado envió a construir un castillo para su doncella, que murió cuando la construcción estaba en sus cimientos. El dolor, este mismo que siento, le impidió seguir y ha dejado una bellísima estructura perfecta para ver como muere el sol todos los días. Más allá avisté una silueta sentada al borde de una de las torres, contemplando el atardecer rojizo. Era la mamá de Bastián. 

—Pensé que iba a estar solo— le dije en un tono bien bajito. 

—¡Ay! Hijo, fui a tu casa a verte, y me dijeron que andabas por ahí. 

—Salí a hacer el recorrido. 

—Sí, su recorrido, te falta todavía, la Cueva del Pirata está lejos. 

—Creo que me voy a quedar acá, tía, si no le molesta. 

Los ojos se la señora Mirta se convirtieron en cataratas. Le acaricié la espalda y me senté a su lado. Volvió a incorporarse, me miró con amor de madre. 

—¿Te has preguntado por qué están dormidos?

—No, me pareció natural. 

—Sí, es natural. Pero yo creo que duermen para soñar por nosotros.

Quedé meditabundo. A nadie le había interesado soñar hasta que dejaron de hacerlo, y, mirando bien a los pájaros, parecen disfrutarlo, a pesar de cantar en un registro tan melancólico. Una brisa tocó mi mejilla y las olas que en la Puntilla siempre son medias violentas, se apaciguaron.

—¿Puedo llamar al innombrable? Le gustaba mucho a Bastián.

—¿Crees que venga?

—Creo que el Bastián también está soñando por nosotros.

Nos quedamos quietos en el tiempo dilatado, viendo al sol descender elegante. Refulgiendo en las nubes perpetuas, acariciando con su luz a los pájaros soñadores. Nos tomamos de la mano un poco antes de que la corona del astro rey tocara el horizonte.

—Viento— sentencié. 

Las olas tomaron fuerza, el mar se llenó de ondas que chocaban unas con otras. La tierra hizo pequeños remolinos alrededor nuestro y los árboles liberaron sus hojas para bailar con el viento. Se enfilaron hacía donde se extingue la vista, pero antes nos regalaron su danza en patrones matemáticos. El innombrable se las llevó, tal vez a otros árboles. Cuando el sol se escondió un rayo de luz verde se disparó al cielo y su color se diseminó lentamente en el poniente. 

  —El Bastián se va a morir. 

Miré a la señora Mirta y le dije un rotundo

 —No, el rayo significa que alguien nos ha dejado o ha vuelto, pero ¿siente usted que fue el Bastián?

 —No, hijo. Las cosas siguen igual. Pero tienes que prepararte. 

 —Tía, me niego.

Era de noche, y como las calles estaban vacías, quisimos terminar el recorrido. Bajamos el cerro y las plantas nos marcaban el camino para no perturbar a los pájaros. Me contó sobre el innombrable que siempre ha existido y todo el mundo lo conoce por su nombre, pero después de la tragedia de 1906 se convirtió en un amigo del mar y un enemigo de las personas. De ahí nació el contra viento y marea, por lo menos como lo entendemos acá. Las corrientes eran tan potentes que formaban torbellinos. Un simposio de marintencionados y vienintencionados (o expertos en cosas del mar y la psicología del viento) llegó a la conclusión de que decir la palabra aquella lo invitaba a estragar. Según sus legajos, decía la señora Mirta, el innombrable atravesaba una crisis existencial y había que dejarlo en paz. La historia justo acabó cuando llegamos a La Cueva del Pirata que lamentablemente estaba tapada con enredaderas. 

 —Tan lamentable no es, pasa hedionda a meado—dijo la tía. 

El brillo lunar nos permitió movernos con tranquilidad hasta llegar a una figura flaca, alta, era un animal que se devoraba a los pájaros en las sombras. Levantó la cabeza, sus patas se le enterraban en la tierra como cuatro puntas de flecha. Detrás dejó un camino de sangre espesa que, a pesar de la oscuridad, se notaba más negra que el sendero y se alcanzaba a oír cómo escurría del hocico del

  —Nautilus, es él, se nos había perdido. Te conté. Cuando el Franco hizo lo que hizo, llegamos a la casa a buscar nuestras cosas y salió corriendo. No había podido devolverme a buscarlo. 

 —Nunca fue bravo. 

 —No, es como una pesadilla. 

El galgo se dio media vuelta y fue a devorar otros animales, intenté ir tras él, pero la señora Mirta me tomó del brazo. 

 —Es una pesadilla, el Bastián no debe estar bien. ¿Sabes cuánto me costó venir acá a buscar al Nautilus? Las plantas pueden ser bien testarudas, por poco y nos dan vuelta el auto en el cruce. Creo que le hace falta su compañero, y tú, pero no puedes salir. Espero que el Nautilus sí, en la mañana lo buscaremos, ¿ya? 

 —¿En la mañana no hay pesadillas?

 —Confío en que no. 

Ya en la casa, recuerdo, cayó la tormenta eléctrica más violenta que haya visto. Como no podíamos dormir, jugamos carioca con mis viejos en la mesita de la sala que da al balcón. Se cortó la luz y estoy seguro de que aprovechaban cada penumbra para hacer trampa. No importa, es la noche que más atesoro con ellos. En la mañana volvimos a hacer la ruta con la señora Mirta. 

 —Es un perro pirata, tiene que estar ahí. 

Le dije y, claro, llevamos unas navajas, luchamos contra la yerba, abrimos la Cueva del Pirata. Al parecer había más pesadillas. La señora Mirta tomó el cuerpo agónico del galgo sin inmutarse, lo acarició un buen rato y me pidió que la ayudara a subirlo por la pendiente. Ahí lloramos los dos. Un caballero, don Ernesto, nos prestó su carretilla y nos fuimos por el borde de las playas deteniéndonos en cada uno para que él disfrutara de la costa. Al llegar al Caleuche, le volvió algo de vitalidad, y caminó despacito hacia su barco tocayo. Subió en él, la arena se abrió, los pájaros volvieron a volar. El Nautilus se fue y la señora Mirta supo que tenía que seguirlo en el segundo navío. ¿Qué podía hacer yo? 

Ahí se me reveló que el mundo es inmenso, y las cosas se pierden en él. 

El pueblo volvió a estabilizarse, las nubes se marcharon, el plomo de Ventanas se disipó dejando un cementerio de aves, las plantas fueron plantas, los atardeceres solo eran de contaminación roja. Recuerdo que la Mirta me dijo

—Tomás, podemos volar en cualquier instante. Nadie sabe eso. Somos pájaros dormidos.

Me quedé en Quintero para soñar por aquellos que no pueden. Para hablar con el Bastián mientras camino. Ya estoy viejo, y, les digo, este lugar no deja de sorprenderme. Noté, con los años, que sus atardeceres tienen distintos tonos cada día. Noté que las docas tienden a acomodarse. Noté que el viento no está enfadado, sino que es un apasionado. Anoche soñé, por primera vez en mucho tiempo, que volaba sobre los pájaros dormidos. 

 

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