El guante rojo

El guante rojo

Eví Matnay

01/12/2022

Se pasó una hora buscando el guante rojo. Entre sollozos y manos temblorosas abría de
cajón en cajón con la esperanza de que ahí apareciera el otro par de los hermosos guantes que recién habían sido tejidos.

Con un nudo en la garganta que apenas la dejaba respirar, Sarah se cuestionaba si la sensación se asemejaba a hundirse en el fondo de un río, donde solo pudiera verse un rayo de sol que se iba difuminando a la distancia. La sensación hizo que su estado empeorara, pero no podía detenerse en su búsqueda. Seguramente su amiga se reiría con ella por no poder encontrar algo tan llamativo como un par de guantes rojos.

Al darse un tiempo para respirar y secar sus lágrimas, se percató que la casa de Laila estaba muy ordenada. En cada puerta que abría, encontraba el agridulce recuerdo de su amiga. Sarah observaba la cama donde Laila dormía, el armario que guardaba su ropa colorida, la cocina donde preparaba los postres que tanto le gustaba preparar, y la caja donde guardaba todos sus estambres y bisutería. Sintió un hueco en el pecho preguntándose si el par de guantes rojos fueron lo último que tejió.

Decidió salirse de esa casa que alguna vez le perteneció a la única persona con la que no se sentía aguja en un pajar. Tomó la misma larga caminata que siempre hacía a su departamento después
de acompañar a Laila a la entrada de eso que antes llamaba hogar.

El paisaje se mantenía oscuro y sombrío a donde sea que se dirigiera Sarah. Sabía que ella no había cambiado, pero sabía que no era la misma. Sabía que no era la misma caminata, ni la misma
casa, ni la misma ciudad.

—Laila, … — a su lado pasó un auto que apenas reflejaba una luz tenue y, mientras caminaba por un puente y se aferraba a un recuerdo, susurró un grito a las estrellas — ¡con un faro hubiera
bastado! — y su voz se quebraba mientras pensaba en lo que pudo haber hecho para evitar ese trágico desenlace. Se acercó al barandal del puente que al parecer divide a la vida de la muerte, aún tenía las cintas amarillas que pedían en mayúsculas que no las cruzaran. Sarah las cruzó.

Decidió que quería ver con sus propios ojos lo que su amiga vio por última vez; la vista que no la pudo convencer de quedarse, pero sí de sumergirse en ella. Sacó el guante rojo que no tenía pareja de su bolsillo, lo observó por un rato, y una lágrima dejaba su rastro sobre su mejilla.

Por un momento, quiso alcanzar a su amiga en un salto de fe. Mientras veía la luna creciente reflejada en el río se sintió hipnotizada con la idea de que, en lugar de saltar a un río, saltaría hacia el cielo acompañado de las estrellas. Tal vez ahí encontraría la luz que buscaba. Pero al sentir la suavidad del guante entre sus dedos, recordó la tierna sonrisa de Laila que a cualquier vida solitaria iluminaba.

—Odiarías que perdiera tu guante, ¿cierto? Con lo que te esforzaste en hacerlo. Lástima que no los llegaste a estrenar. — Y después de un suspiro entrecortado y una sonrisa melancólica añadió — seguiré buscando ese guante que no pudiste encontrar.

De pronto, la oscura noche comenzó a tomar color. Aún no estaba segura del porqué tan fácilmente se
convenció de seguir buscando. De alguna forma tuvo una sensación de alivio al vestir la prenda colorida que su amiga había olvidado en este lado de la vida. Era como si esa calidez y suavidad que la lana roja provocaba, fuera alguien más que estaba sujetando su mano diciéndole “aún estoy aquí, vamos juntas”.

Y se pasó más de una hora buscando no solo el guante rojo, sino todo tipo de prendas de cualquier tono y color que iluminaran su vida; así como la sonrisa de su amiga, la sonrisa de Laila.

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