Era una fría tarde de otoño. Para muchos, sería una tarde más del montón, corriente y aburrida, ocupados con sus empleos rutinarios. La lluvia caía como una suave bruma rociando con el tacto de la seda la ropa de los transeúntes. Dentro de dos horas las farolas se encenderían, dejando una estela de luz en la carretera que tintinearía con el paso de los coches. El cielo gris presagiaba una noche tormentosa y los trabajadores, conscientes del cambiante clima de su pueblo, temían que la fuerte lluvia se adelantase mientras ellos volvían a sus hogares. Alguno se acordaría de la ropa, entre maldiciones con la boca apretada, sabiendo que tendría que meterla de nuevo en la lavadora y que, tal vez, tendría que usar el secador de pelo para tener ropa interior limpia y seca. Y para aquellos que su problema fuese la lluvia, la ropa o el frío, serían afortunados sin saberlo.

Sí, era una tarde de otoño cualquiera. Una de esas tardes que al llegar a casa te pones rápidamente el pijama, la bata, te metes en la ducha ardiendo o te haces un chocolate abrasador. Perfecto para envolverse en una manta en el sofá y, acompañado de una luz tenue en el lateral, leer un libro olvidando las pequeñas inquietudes del día. Otros llegarían a sus hogares con el paraguas cubriéndoles la cabeza, se detendrían ante la puerta y, con un pequeño suspiro, entrarían a la casa para encontrarse con una batalla de pintura, gritos y lágrimas. Y un grupo ni siquiera habría salido ese día de su casa al ver el tiempo.

Que afortunados eran sin saberlo.

Porque, para muchos, era una tarde de otoño cualquiera. Pero para unos pocos habitantes de aquel pueblo, perdido entre las colinas con calles maltrechas, sería uno de los días más oscuros de sus vidas. Yo presencié la cumbre de la desdicha hecha llantos. Era una más de la multitud, observando con tristeza el crujido de la esperanza, cómo se hacía añicos entre gritos y lágrimas.

Al principio, todos observamos en silencio, sintiéndonos impotentes ante los sentimientos de la joven. Ella estaba arrullada por los brazos de su esposo con una mirada vacía, con sentimientos congestionados que la habían llevado a un estado de automatismo por simple supervivencia. Todos estaban en silencio, respetando aquel acto solemne. Con la bruma que caía del cielo algunos abrieron sus paraguas, intentando no hacer ruido. De vez en cuando se escuchaba un carraspeo incómodo o el roce del plástico mojado. Entonces empezó. El ataúd se colocó sobre el foso que lo abrigaría de ahora en adelante. Los familiares se acercaron a él, sabiendo que sería la última vez que lo verían. Dejaron una rosa sobre la madera pulida y dieron un paso atrás. La joven, con reticencia, hizo lo mismo. Todos temíamos este momento. La atmósfera pesada empezaba a asfixiarnos. Yo era muy joven, demasiado joven; me sentía incómoda e inútil. Aquel día tenía clase y había decidido faltar para dar mi apoyo. Ahora que estaba allí, comprendía que la tristeza intrínseca del lugar no se apaliaba con mi presencia.

Fue entonces cuando, al unísono, pude escuchar cómo el corazón de todos se rompía. Fue cuando la primera palada de tierra cayó sobre el ataúd con un ruido sordo. Un llanto desgarrador atizó todo nuestro cuerpo, provocando un eco tenebroso. Algunas aves alzaron el vuelo.

La joven perdió las fuerzas y cayó, siendo salvada en el último instante por su marido y su padre.

—¡Nooo! —gritó ella repetidamente, casi como si aquello sólo fuese una pesadilla y, gritando por auxilio, alguien fuese a salvarla de aquel mal sueño. Su voz, que se iba perdiendo con las lágrimas, parecía carecer de toda humanidad, saliendo directamente de sus entrañas como el quejido lastimero de un animal.

Incapaz de mantenerse en pie, la joven fue aguantada entre varias personas que tomaron la decisión de sacarla de allí. Mientras salía, con la cabeza vuelta hacia el foso, el sonido de la tierra cayendo en el ataúd le hacía decir una y otra vez «no».

Aquel día pocos fueron los que sintieron el ánimo de acercarse luego a ella y consolarla con sus abrazos. Su rostro carecía de expresión alguna y no conseguía componer ninguna respuesta lógica a las palabras de ánimo de sus amigos más cercanos. Ella, con una mirada vacía que parecía atravesarte, permanecía inmóvil.

Yo no me acerqué, fui cobarde o muy respetuosa; a veces no hay diferencia. Me fui a mi casa, con mi familia, y agradecí poder disfrutar del abrazo de cada uno de ellos. Después cogí un tren para volver a la cuidad y a la rutina de las clases. A la noche, sola en la habitación de aquel apartamento, alumbrada por una pequeña luz del escritorio, cogí una pequeña libreta de color azul. La abrí por la primera página en blanco que encontré y plasmé en ella el dolor que había presenciado aquel día. Un dolor que en algún momento sabía que tendría que experimentar. Y me preguntaba, mientras escribía un poema, si cuando ese día llegase, mis piernas me abandonarían y perdería la humanidad en mi voz por causa de la agonía.

Escribí lo siguiente:

El reloj paró en seco

Y con él su tiempo llegó al final;

Se afanaron a los buenos recuerdos,

Que eso son, recuerdos, nada más.

Las agujas ya no se movieron,

Hicieron ‘tic’ pero no hicieron ‘tac’;

Con el ‘tic’ llegó el miedo,

Las lágrimas acabaron el compás.

Fue un día de otoño negro

Cuando el reloj dejó de sonar;

A juego con los corazones partidos

Que no llegarán a sanar.

Las nubes lloraron desde el cielo

Cuando el silencio se hizo terminal;

Ojos perdidos en el tiempo,

Esperando a que el reloj haga ‘tac’.

Ahora, tras varios años, la joven vuelve a sonreír. Extraña a su madre, abrigada por la tierra, quien se fue repentinamente antes de que ella pudiese comprender que su fin se acercaba. Tras años, la herida ya no es visible como aquel día. Los ojos de la joven recuperaron la vitalidad y sus expresiones son tan joviales como antes de aquel fatídico acontecimiento. Pero en lo hondo, en lo más hondo de su corazón, sigue esperando escuchar el sonido del ‘tac’.

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