“De todas las personas aquí, tu eres a quien más voy a extrañar”, esa fue la frase que le dije a Silvia justo antes de que decidiera tomar el bus que la llevaría a un rumbo desconocido. Antes de eso, caminamos hacia atrás, desde el paradero de la Av. Tacna con Uruguay en el Centro de Lima, hacia la puerta del viejo bar Queirolo en el Jirón Quilca. Durante ese extraño trayecto tomé su mano por segunda vez y ella se tomó la confianza de parar cada cierto tramo para abrazarme y despedirse con mucho afecto, tanto como nunca pensé que podría expresar hacia mí. Recibía mis abrazos, me los devolvía y me acariciaba el rostro como si no hubiera nadie más en el mundo. Me decía cosas al oído, frases que no recuerdo bien y de las que estoy seguro que, en el futuro, cuando esté perdiendo la memoria, serán las únicas que podré recordar.

De pronto estábamos en la puerta del bar, a punto de partir cada uno hacia un rumbo distinto. Notando que sería mi oportunidad final, decidí esperar a que las otras dos personas que nos acompañaron durante la noche salieran primero para que nos dejaran atrás, solos, muy atrás. Sentía que era lo debido, que era necesario que, al menos por esta vez, yo camine junto a Silvia ese trayecto final desde el bar hasta su paradero. Era una sensación certera, algo tenía que decirle. Algo final, algo que tal vez había planificado desde el día que la conocí. El ron se había terminado, pedimos la cuenta, ya era momento de irnos.

Voy a extrañarla demasiado”, ese fue el claro pensamiento que me vino a la cabeza cuando noté que la botella de ron se estaba terminando y la velada llegaba a su final. Los cuatro presentes estábamos algo emocionados. Como siempre el alcohol vuelve sentimentales a las personas y ya habíamos hablado de todo, de los recuerdos del trabajo, de los planes del futuro, de lo que nos motivaba en la vida y también de aquello que nos desmotivaba y nos hacía infelices en ese momento. Pero yo solo pensaba en Silvia, en que tal vez esa sería la última mesa que compartiríamos, en que no quería que fuera así y en que quería que tomara mi mano una vez más. Fue cuando la botella estaba a medio consumir que Silvia, creo que, por un descuido afortunado, tomó mi mano por primera vez y los sentimientos que yo creía se habían convertido en fantasmas del pasado, se encarnizaron de nuevo.

No parábamos de reír, de cierta forma todos sabíamos que ese sería la última vez que nos veríamos y yo, particularmente, sabía que sería la última vez que tendría frente a mí a Silvia. Podía notar que me miraba y que algo pasaba por su cabeza cuando posaba sus ojos en mí. Tal vez exageraba, tal vez era más el deseo personal de que ella, motivada por los primeros vasos de ron, descubriera mágicamente que sentía algo por mí, que tras un año de conocernos, mágicamente, en ese momento, se diera cuenta de que algo así como el amor habitaba dentro de ella. Sucede que eso pasó conmigo, tras el primer vaso, tras el primer brindis, la represa comenzó a resquebrajarse y, aunque trataría de evitarlo durante la noche, de seguir todo igual, el agua volvería a su cauce y yo intentaría hacer algo, por muy mínimo, para que se quedara.

“Por los buenos tiempos que hemos pasado y porque esta no sea la última vez que nos veamos” fue el predecible brindis que hice luego de servir el primer vaso de ron a cada uno. No fue difícil escoger esas palabras, eran mas o menos ciertas, quería ver a casi todos, quería ver a Silvia alguna vez más en el futuro, yendo en contra de la decisión tomada horas antes, pero sabiendo que sería lo mejor, que tal vez en otra vida o en otra historia algo podría ocurrir entre nosotros.

Yo decidí qué pedir esa noche, decidí a qué bar acudir también. Decidí la ruta para ir desde nuestro punto de encuentro en Barranco hasta el Centro de Lima y decidí la hora en la que nos encontraríamos en el parque, a unas cuadras de la oficina que compartimos durante un año. Necesitaba tener todo bajo control. Ese mismo día, en la mañana, había decidido que sería la última vez que vería a Silvia, finalmente, después de tanto tiempo en silencio, viendo su espalda a diario, queriéndola sin decir una palabra, tendría una forma de olvidarme de ella, más bien un pretexto para no verla más, me es imposible olvidar un rostro y menos el suyo.

La mañana de la noche final, la noche de mi despedida del trabajo, pensé en todo lo que había pasado el último año, en todo lo que había sentido por Silvia sin que ella supiera nada. Pensé en el tiempo que había pasado mirando a Silvia desde mi escritorio, desde donde solo podía ver su espalda, en cómo se quedaba dormida y perdía el control de su cabeza, en como jugaba con una plastilina que en algún momento dejé sobre su mesa, en cómo se quedaba mirando la pantalla de la computadora sin hacer nada, mirando a la nada, pero seguramente pensando en algo que me hubiera gustado saber. Había pasado un año queriendo descifrar el mundo entero que había dentro de ella, queriendo descubrirla. A veces sucede que, por ninguna razón aparente, te das cuenta repentinamente de que sientes algo infinito por alguien más, algo sin explicación alguna, algo que solo pasa y que solo hay que dejar pasar, pero no podía dejarlo pasar o, mas bien, creía que no podía dejar que pase porque no era el momento correcto.

Mi ciclo en el trabajo se cumplió, ya no tenía nada más que hacer allí, seguir era mantenerme estancado en todo sentido, en un trabajo que no me satisfacía y en una situación que no podía continuar. No podía seguir yendo al trabajo a quedarme todo el día mirando a alguien así, como esperando una respuesta o una acción. Como esperando a que Silvia voltee y, de pronto, tome mi mano para huir corriendo juntos a buscarnos un futuro lejos de todos. Así no funcionaban las cosas. Eso, lo nuestro, jamás podría ser. Era mejor presentar mi carta de renuncia y esperar a que llegara el último día para hacer lo mismo de siempre, irme en silencio.

De pronto me sentí perdidamente enamorado de Silvia, justo en el momento en que la vi bailar por primera vez en uno de esos ridículos talleres que hacíamos por el trabajo. Mientras la veía recordé el día que la conocí. Recuerdo claramente que estaba vestida con un jean azul ancho, un polo verde y, encima, una blusa blanca y cuadriculada. Tenía el cabello hasta el cuello, castaño, lacio y unos lentes que hacían que sus ojos se vieran inmensos, más grandes de lo que eran en realidad. Desde ese momento algo en ella me generó curiosidad, me atrajo, fue algo en ella que me dijo desde el inicio que, al final, tendría que hacer cualquier cosa para evitar que se aleje, algo mínimo, algo como una frase de trece palabras que probara que no hay algo así como mal timing si dos personas lo deciden así.

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