Las calles que nos contamos.

Las calles que nos contamos.

Miquel Ruvel

10/01/2021

Ferrán Aldanondo echó llave a la puerta de su casa la tarde del 13 de marzo del 2020. No estaba seguro, aunque lo sospechaba desde hace tiempo, pero estaba gravemente enfermo. En su alma se gestaba un virus letal: el hastío.

Afuera, otro virus lo obligaba a trasladar su rutina a casa, misma que se vería interrumpida días después cuando tuvieron la gentileza de llamarle para despedirlo. Colgó el teléfono con una sonrisa arrepentida en el rostro; paradójicamente, forzándolo al encierro, una pandemia le había devuelto su libertad.

Liberado de la prisa que acompaña la urgente necesidad por llegar sin aliento a ninguna parte, finalmente miraba con atención, desde su ventana, esa calle que había recorrido tantas veces a control remoto. Desierta como estaba, lucía más viva que nunca. Una calle vacía es maravillosa porque te da la oportunidad de convertirla en cualquier calle, reescribirla. Seguro de eso, tomó sus recuerdos, lápiz y papel para trazar mapas de calles literarias por las cuales poder naufragar felizmente.

Marzo se extravió siguiendo las huellas rebeldes del joven Holden Caulfield por el paisaje del Upper East Side newyorkino. En su asfixiante angostura, su calle encerraba la Penn Station, el Hotel Edmont, el estanque de aquellos misteriosos patos que nadie sabe a dónde van a parar cuando el lago se hiela y Central Park, ese lugar de la infancia. Fue la aparición de los phonies, seres peligrosos y monótonos, lo que lo llevó a apresurar sus pasos lejos de allí, lejos de esos adultos.

Para el mes de abril, Nueva York ya era París. La calle de Ferrán se descubría como un maravilloso palimpsesto capaz de contener todas las calles. Durante dos meses exprimió la vida por los mismos caminos que recorriera Hemingway, al lado de otros grandes agitadores de la razón, en esa interminable fiesta que era Paris.

Los días se consumieron junto con los cafés au lait y los dry martinis en el Café de Flore, La Closerie des Lilas, Le Dôme y el bar del Hotel Ritz. Afligido al tener que despedirse de un escenario en donde por fin se reconocía, se consoló recordando aquel genial adjetivo con el que Hemingway describiera a su París; “a moveable feast”, transportable, extranjero, que te acompaña a donde vayas, como todos esos lugares en donde fuimos felices.

Era 20 de junio cuando, desafiando toda incertidumbre, se apresuró a tomar su calle en busca de una vida que había dejado estacionada a la intemperie, con la esperanza de encontrarla intacta. No había terminado de poner el segundo pie en la acera, cuando su confianza se desdibujó junto con su entorno. ¿Cómo era posible que, fuera de sus cuadernos, su calle sufriera tal transformación en tan poco tiempo? Su infancia había sido demolida a conciencia; donde se hallaba la sastrería de su madre, se alzaba la horrorosa fachada de una agencia de seguros y la antigua panadería había sido reformada, convirtiendo sus hornos en gigantescos refrigeradores en donde reposaba la producción en serie de lo que, según prometía un cartel colocado en la entrada, era pan fresco.

Horrorizado ante el saqueo del sendero de su niñez, no se percató cuando se aproximaron a él dos sujetos de semblante exageradamente literario que enseguida le resultaron familiares.

––¿Se encuentra usted perdido, caballero? ––le preguntó uno de ellos, acomodándose el cuello de la gabardina.

––¿Qué calle es esta? ­––exclamó Ferrán buscando con la mirada el parque donde solía pasear con Beppo, su pastor alemán, para encontrarse de golpe con un abominable parking.

––¿Qué calle diría usted que es esta? ­––replicó la figura de cejas pobladas y despeinadas.

––Pues el Passeig de Sant Joan ­––balbuceó inseguro Ferrán––. ¿No es así?

––Si ­––afirmó el sujeto––. Así se llama algunas veces.

––¿Algunas veces? ­––preguntó intrigado Ferrán––. ¿Y las demás?

––Acertaría usted en llamarle Calle Rimbaud ­––le contestó––. Esa calle que alguna vez contuvo todo nuestro mundo y ahora no existe más. Una calle que envejece, se transforma, recorrida por millones de paseantes, incluyendo el tiempo y que tiene un trayecto finito, un fin abrupto que comparte con el resto del mundo.

––Toda vida es un proceso de demolición ­––interrumpió el segundo personaje de revuelta cabellera rizada.

––¿Esa no es una frase de Fitzgerald? ­––increpó Ferrán.

––Es una sentencia ­––lamentó––. Las calles terminan mal, pierden, como sucedió con la Rue Vilin, su esplendor. Y más nos vale registrarlo todo, porque de ello dependerán nuestros recuerdos, en recuerdos convertiremos nuestras calles, vestigios de lo que nunca volverá a ser.

––Pero una calle no puede cambiar así sin más ­––sentenció Ferrán––. Una calle siempre ha de llamarse igual y ha de ir hacia el mismo lugar, en el mismo sentido.

––¿Y por qué demonios piensa usted tal cosa de una calle? ­––preguntó el sujeto de gabardina, alzando la ceja derecha en señal de desaprobación.

––Porque siempre ha sido así ­––replicó soltando la primera lágrima Ferrán––. Una calle es una cosa inanimada, no tiene vida propia.

––¿Y usted? ­––cuestionó el sujeto de rizos enredados––. Yendo siempre al mismo lugar, en el mismo sentido, ¿Cree que la calle piense que usted tiene vida propia? ¿Dígame, está usted vivo?

Las lágrimas le impidieron ver cuando aquellos individuos retomaron su camino, mientras que esa última pregunta aún resonaba, violenta, en su cabeza. El cubre bocas le añadía aún más misterio a aquel encuentro, pero Ferrán ya había decidido bautizar a sus interlocutores con los nombres de Enrique Vila-Matas y Georges Perec, después de todo, al tener medio rostro cubierto podemos ser quien nos dé la gana.

Es probable que esta conversación, que por cierto ya sospechaba Ferrán haber sostenido antes, perdido en las enormes minucias de Chesterton, así como las calles recorridas durante su confinamiento, no sean más que extractos de una realidad alterna que acontece ahora mismo, al narrarla, una realidad reescrita como venganza ante el chantaje del presente.

Al fin y al cabo, la vida no es más que aquello que nos contamos.

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