Las calles de la vida

Las calles de la vida



“Somos nuestra memoria

somos ese quimérico museo

de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.”

J.L. Borges

Mi pensamiento pasea por la calle que me vio nacer, tratando de reconstruir mi historia desde los lugares donde sé que estuve; la del hospital materno infantil, hace casi ochenta años, institución que afrontó cambios y conservó su prestigio. Cuestión parecida por la que he luchado, en mi labor como hombre de mar.

Pasé mi infancia en un barrio circundado por un hermoso lago, nada quedó de ese estuario navegable; ni los patos, ni los cisnes. El deterioro comenzó cuando el agua llegaba desde cauces no previstos, las industrias tiraban allí sus desechos, y como mis arterias, se fue tapando.

Recordaba la calle de la escuela, los juegos en el patio, las ilusiones de amor hacia la maestra de primer grado; su voz y su sonrisa fueron mis primeros estímulos.

Seguí caminando mi vida, que me castigó con sus recuerdos dolorosos y me mimó con las alegrías que el porvenir traería.

El revivir mis enamoramientos me llevó a la calle de la escuela secundaria, donde la conocí, recordaba jugar con su cabello para que ella notara mi presencia. Rememoré nuestros encuentros, el temblor de su cuerpo, mi inexperiencia y avidez. Mi corazón, se estremecía recordando mi potencia perdida.

El tiempo avanzó por las calles de la universidad que abandoné por diferentes temores. ¿Habría clases, nos revisarían al entrar? ¿Quién no estaría más? ¿O habría sido arrojado en lo profundo de ese mar plateado con aguas frías, alguna vez testigo de nuestra intimidad?

Mi paso reminiscente se detuvo en nuestro barrio cercano al puerto, donde hemos vivido por años, con mi compañera y nuestros hijos. Tantas décadas sin ella, aún percibo su olor y acaricio su piel en mis largos viajes, nos importaba estar juntos y cerca del mar.

Un barrio que se llenaba de luz en verano, con turistas que inundaban mi arena, me hacían compartir su alegría y despreocupación vacacional. Durante el invierno, la soledad casi fantasmal me acompañaba, una sensación de poderío lo hacía sentir como propio.

Los hijos han crecido cerca de este mar y como las gaviotas, también han volado. Las lagunas en el parque me permitían recuperar lo perdido, las aves se sumergían en ellas, mis nietos en sus visitas las alimentaban.

Desde las ventanas de casa se veía el mar, aunque el progreso ha traído enormes edificios que privaron del sol a los atardeceres.

Paseaba por las cercanías del faro, que llegó a perder su función de guía y seguridad para los navegantes. Se levantaba hermoso y vigilante, pero también, escondía las celdas que recordaban a las víctimas del horror.

La vida continuaba había gente nueva, vecinos jóvenes que traían esperanza. Seguía mi camino por estas calles, rutina que dejó huellas en mi memoria. El mar acompañaba con sus cambios de estado, mis alternancias de humor. Tal vez, ese mar sería un espejo, donde me he reflejado durante tantos años.

Ahora tengo otra perspectiva, mi vida ha cambiado, ya no vivo solo. Me he mudado de casa, a un hogar de día, frente al mar. He salido pocas veces, está prohibido. Me siento varado, encarcelado, por esta cuestión del virus me han recluido. Mi enojo es por la añoranza de sentir en la piel esa zambullida, con sabor a sal. Un imperioso deseo. No obstante el encierro por la pandemia continúa, estoy fondeado, tampoco nadie puede entrar a visitarme.

Sigo con los ojos cerrados mi travesía, en momentos me descubro sumido en un profundo desasosiego como un barco a pique, con dificultad para respirar, la soledad y el encierro no son soportables. ¿Cómo apaciguar mis pensamientos tormentosos? ¿Quién me devolverá aquel tiempo?

Dicen que la cuarentena ha finalizado, pero no para mí, sobrellevo el aislamiento con recuerdos que llenan huecos y fantasías que me permiten diálogos imaginarios, en un lugar donde suele reinar la demencia.

En mis reflexiones, alguien me sorprendió rozando mi espalda:

─¿Cómo está? Lo veo pensativo ─preguntó esa amigable desconocida ─me llamo Marina, dijo, mientras acomodaba su cabello.

Tal vez, ese gesto y su nombre, fuesen una señal de amarre para mí. En sucesivos encuentros continuamos nuestras charlas, a veces, solo registraba su dulzura.

Miro por la ventana las calles solitarias del barrio recorridas como mi cuerpo, al que ya nadie abraza, y como un pequeño guijarro busca un mar donde sumergirse.

¿Lograré sostener la esperanza por mi anhelada libertad? Cada noche, tu imagen viva que me hace amar la existencia concedida y el ruido del mar, acompañan mis sueños. Desde que te conocí, imagino que si sumergiera mi cuerpo en tu abrazo infinito, podría continuar caminando mis calles y amortiguando mi dolor.

Puerto Mar del Plata y Punta Mogotes

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