Perfil público

Estaba en el jardín de casa un atardecer, hace muchas páginas. Reposaba sobre una silla de madera de lápiz, meciendo mis verdes ilusiones observando, con lánguida tristeza, lejanas estrellas nacientes que quizá ya no existan.

Cuando eso ocurre mi imaginación, en alguna de sus fugas habituales, deambula por el cosmos y adivina sucesos que quizás estén ocurriendo en remotos parajes.

Así que -como decía- caía la noche y yo, distraído, apoyé mis pies descalzos sobre el brocal abierto de un frasco de tinta. En ese mismo instante un leve aleteo me advirtió que un relato me acechaba oculto en las sombras.

Agucé la vista, procurando atravesar el tupido follaje de innúmeros textos ya leídos para identificar su género, pero robó mi atención un tierno poema que no cesaba de volar rodeando la lámpara del porche.

Desde lejos la brisa traía aroma de novelas y las estrellas escribían en código Morse ininteligibles cartas de amor incandescente. Algunas nubes de papel se acercaban perezosamente esparciendo crónicas, mientras pétalos delicados y pétalos ásperos, susurraban a su modo la partitura del viento y el discurso de la eternidad. Sobre el oscuro horizonte fugaces relámpagos jugaban con ensayos de terribles tempestades, frases estruendosas y hombres impíos, poderosos, que sometían a los más débiles. Deduje que eran ecos de la naturaleza humana.

Entonces comencé la recolección. Atiborré un estante con poemas en formaldehído, y aun mantengo las paredes de mi sala repletas de relatos disecados, donde a veces descubro también alguna novela. Si hasta he intuido nuevos textos aguardando su tiempo y espacio para venir al mundo, tan llenos de incertidumbre que hasta temo abrirles mis sentidos.

¿Síndrome de hoja en blanco? ¡Jamás! Solo busco folios cuando una idea atormenta mi sesera, y veces hay en que no los hallo, perdiéndose así aquella idea de persistente musa tras fallido intento de salir a luz.

Ansioso como soy, pretendía continuar mi coleccionismo pero me fui quedando sin espacio disponible. Intenté lanzar al mundo a mis hijos dilectos y los dejé un rato en esta plaza. Los transeúntes pasaron, viéndolos con indiferencia. Tal vez los hallaron extraños, pues estaban algo más creciditos que el resto de los retoños del barrio.

Así que los metí en mi portafolios y los llevé de nuevo a mi morada. Lamento si no has llegado a tiempo de echarle ojo, al menos a alguno de ellos. Me voy con la agridulce certeza de que te habrían gustado.

Pensé en dejar de escribir pero no puedo detener el impulso. Así que, como sea, y debido al éxito obtenido, la única alternativa disponible es llevarlos a otra plaza. Tal vez halle una donde haya menos niños balbuceando y pueda charlar de igual a igual con alguien adulto.