El viejo cartel, entre la queja húmeda de las herrumbradas cadenas que lo sostenían, empapado y a medias despintado, apenas permitía que se leyese: “Servicentro Joaquín”.
El tal Joaquín, sujeto que la persistencia del anuncio nombraba, estaba recostado en una silla de la oficina. Su displicencia era tal, que parecía reunir en un muñeco laxo el medio día de rutina que cargaba.
Un quinteto de moscas pertinaces surfeaba sobre su mono pringoso sin inquietarse con los ocasionales ronquidos. Era tan monótona la escena, que más parecía fotografía que film, y mucho menos aún, realidad.
Joaquín se había dormido, harto de hablar solo y refunfuñar al espejuelo retrovisor de un Scania P410, amurado a la pared por tres tornillos de diferente tamaño. La intensidad de los ronquidos del hombre los hacía parecer premeditados, como si intentara de ese modo burlarse del silencio, el tedio y la soledad.
Pero nada importaba, ni el día, la hora, o esa mierda de lluvia que no dejaba de caer. Por eso dormir era lo ideal, de nada valdría hacer otra cosa. De seguro un observador habría abandonado de inmediato el lugar, a no ser por esa intuición que promete, en medio de la calma, el arribo del huracán.
Debido a su propio resuello Joaquín no advirtió el escándalo del desvencijado Peugeot 505, oscuro y chirriante, que se aproximaba desde el oeste. Había abierto la bruma y surcaba la lluvia con semejante esfuerzo de un rompehielos en el ártico.
El auto traía una gran abolladura sobre el techo y otra, algo menor, afectaba el lado trasero derecho, por donde el agua se colaba a mares ante la ausencia de cristal.
El conductor llevaba un delgado bigote y un ajado sombrero panamá. El resto de su vestimenta se veía en tan malas condiciones como el vehículo. Llegó conduciendo como colgando del volante. Lo acompañaba una mujer de ojos tristes y perdidos, quien no cesaba de observar la lluvia estallando contra el parabrisas.
Tras mirar en torno suyo el conductor hizo sonar la bocina, y como si un rayo pudiera alcanzarlos, se volvió inquieto a observar el punto del horizonte del cual habían surgido.
El dueño de la estación de servicio, sobresaltado, vio interrumpida su siesta, tras lo cual se esforzó en amordazar su mal humor y salió corriendo. Cubrió su cabeza con un piloto marrón, a través de cuyos agujeros se abrían paso retazos de cielo gris.
En toda la lluviosa mañana apenas había vendido una lata de aceite lubricante 20/W/50, con este otro cliente no bastaría para cubrir ni una mísera parte de los gastos del día. ¿Habría de extrañarse? ¡Nada bueno puede esperarse en días como estos!
En su cabeza reverberaban las voces angustiosas de los noticieros que hablaban sobre crisis y desocupación. Además, el paraje donde se derruía su negocio no quedaba sobre las rutas que recomienda Dios. Acaso fuera una de aquellas en las que acecha el demonio, sobre las que naufragan los alcohólicos hartos, o en las que se pierden las doncellas ansiosas. ¿Quién habría de llegar con ese tiempo de náufragos a no ser almas en pena?
Estas cosas pensaba Joaquín mientras, arqueando piernas para evitar los charcos, chapoteaba su prisa, yendo hacia al lugar donde lo esperaba, ya fuera del coche y empapándose, el hombre del bigotito.
Sus ojos de antes, aquellos inquisidores, adiestrados en épocas en las cuales mucho le interesaba el dinero, dieron a Joaquín una idea del cliente en una primera impresión, asombrándose también de aquella palidez que lo cubría: forastero, chacarero y pobre.
—¿Cuánto? —preguntó.
Su mirada curiosa, viendo de reojo, advirtió que en el asiento trasero del automóvil había un niño acostado. Si estuviese del otro lado del coche también se habría percatado de que la ausencia de cristal provocaba que las piernas del niño se empaparan.
—Diez litros —contestó el otro con apatía.
—La verdad, por diez litros no vale la pena mojarse.
—Peor sería que sólo le hiciera controlar la presión de aire de los neumáticos.
El dueño del Peugeot se mostró algo molesto, cosa que Joaquín soslayó con una peregrina frase:
—Hoy día son lo mismo diez litros que cien o mil.
Y se quedó pensando en qué disparatado motivo le había llevado a expresar tal cosa. Pero el cliente ya estaba en otra y se volvía al sentir cerrarse la puerta del otro lado del coche.
—¿Adónde vas, Irma?
Sus palabras estaban dirigidas a la anémica mujer que acababa de descender del vehículo.
—Al baño —contestó ella, con tono tan angustioso que llamó la atención al dueño de la estación de servicio. Luego comenzó a caminar, dejando de manifiesto alguna dificultad física, y sin preocuparse en absoluto de las ráfagas de lluvia.
El hombre del bigotito volvió a hablarle a Joaquín con simulada jovialidad, quitando importancia al momento, tenso como la cuerda de un ahorcado:
—¡Al baño! Está bien, cualquier parte es mejor que el sitio al cual vamos. Al baño… ¿Cuánto es?
Joaquín ignoró la pregunta. En cambio, y mirando en torno, se manifestó mediante un comentario trivial:
—¡Qué tiempito! ¿No? ¡Y este olor extraño que parece provenir de basurales! ¿Vendrá de la ciudad? ¡Está lejos! Me pregunto si en alguna otra parte del planeta brilla el sol.
—Si eso ocurre será en el desierto del Sahara, o en algún sitio donde no existan cosechas que lo necesiten. ¿Qué le debo?
—¿Alguna golosina para el niño? No pasa mucha gente por aquí en estos malos tiempos. Hagamos florecer el mercado, aunque más no sea con pequeños consumos.
Una sombra cruzó por los ojos del forastero, volteando apenas la cabeza en dirección al niño:
—No. Está dormido y ya vamos a llegar a nuestro destino. ¿Cuánto es?
—¿Son de por aquí? ¿Hasta dónde van?
—Vamos hasta donde nos lleve su combustible —y como para sí agregó —¡Ojalá sea muy, pero muy lejos!
Luego, y ya en tono de fastidio, agregó:
—Por favor, no olvide que llueve y no tengo piloto, dejemos la visita para otro día.
—¡Hombre, no hubiera descendido del carromato! Además junto a los surtidores no nos mojamos tanto. Treinta y la propina, si le parece y no desea nada más.
El dueño del Peugeot extrajo de uno de uno de sus bolsillos tres billetes de diez y los extendió al vendedor.
—Para la propina espere la primavera o a que pase el diluvio. ¡Está prometida! —dibujó en su rostro una mueca que intentó ser cortés y se tiró dentro del coche chorreando agua.
Joaquín se permitió una sonrisa irónica y luego, llevado por sus piernas zambas que lo hacían balancear de un lado a otro, se alejó corriendo hacia la oficina. De camino mascullaba: Semejante auto viejo y gastador con diez litros de combustible no llegará lejos. ¡Qué mundo de locos!
Desde su oficina Joaquín observó que el hombre del bigotito ponía en marcha el coche y lo dejaba moderando en espera de la mujer. Pensó que con clientes como ese necesitaría cuatrocientos años para llegar a rico. Una voz dentro de Joaquín, también sin tener en cuenta sus limitaciones biológicas, alertó cándidamente que aquello era imposible, pues mucho antes se acabaría el petróleo.
El forastero hizo sonar repetidas veces la bocina con impaciencia y luego, sacando la cabeza por la ventanilla gritó algo. Joaquín hizo un esfuerzo para oír pero la lluvia apenas le permitió recibir un murmullo entrecortado.
Una brisa nostálgica hizo recordar a Joaquín el día que inauguró su negocio en el cruce de aquellas dos rutas, con más fuerzas y buenas intenciones que criterio.
Entonces existió también un parador y su mujer y su hijo estaban con vida. Pero las cosas jamás salieron como había esperado: Mejor hubieses inaugurado un cementerio, dijo su mordaz voz interior: y en vez de tolerar lluvia y autos desvencijados bien harías en tirarte dentro.
El hombre desde el auto volvió a hacer estruendo con la bocina y bajó el vidrio. Joaquín, pensando en el profundo sueño del niño se acercó a la puerta y esta vez pudo escuchar el diálogo:
—¡Vamos Irma! ¿Quieres que nos alcance nuevamente? No tendrá un descuido en cada nube. ¡Vamos! —y un trueno, cual remate orquestal, retumbó desde el denso firmamento.
—¿Y qué? —respondía la mujer mientras se acercaba al coche. Llevaba una lentitud que Joaquín entendió provocadora, indolente:
—Ya no importa. Tal vez sea mejor dejar de luchar de una vez. Tengo la sensación de que no sólo nosotros, sino todo el maldito mundo, se está yendo por la cloaca.
El escape del auto al partir formó una nube que rápidamente se diluyó en la lluvia, dejando un miserable rastro de olor a aceite quemado.
Los quejosos sonidos de motor y carrocería persiguieron al auto hacia el este, donde en el vértice de la carretera terminaron por perderse de vista.
A no ser por el persistente sonido de la llovizna el entorno volvió a la tranquilidad anterior. Joaquín nuevamente se acurrucó en su silla. No demoró en retomar el sueño interrumpido.
—Zzzzzz zzzzzzz zzzzzzz zzzzz
Lo despertó el silencio rato después, apenas llovía ahora. Un viento frío había comenzado a soplar desde el sur haciendo que el cartel del servicentro iniciara un frenético baile, pero que no bastaba para descorrer el velo nuboso del prolongado atardecer.
Entonces la vio venir desde el oeste, acarreaba un rebaño de sombras con su ropaje oscuro. A Joaquín no le importó. No le importaba nadie que pudiera venir caminando o de a caballo: la venta de cigarrillos y golosinas no evitarían su ruina.
Permaneció expectante, pretendía adivinar quién era, si alguien de paso o un lugareño. Habría querido intuir a esa persona nariz en ristre, como lo habría hecho Betún, aquél buen perro rastreador de su niñez.
Tuvo en cuenta que hacía décadas que no tenía pensamientos evocadores de Betún y por un instante lo imaginó a su lado, amenazador, mostrando los dientes y ladrando con furia a la figura que se acercaba. Sonrió al imaginarse diciendo: ¡Quieto Betún!
La lejana silueta demoró en llegar, quizás demasiado. Joaquín pudo observarla desde la ventana, se trataba de una anciana vestida de harapos.
Con extrema parsimonia ingresó al comercio antes que el manto nocturno, oscuridad que con timidez se mantuvo aguardando más allá de la puerta. Más que caminar parecía deslizarse, y sin el menor titubeo enfiló hacia el pequeño mostrador de Joaquín.
Aquél, antes de ver su rostro notó su calzado empapado, antiguo y desecho. A medida que elevaba la vista sintió que los vellos de su piel se erizaban con el frío traído por la vieja. La supuso una mendiga, y su voz interior estuvo a punto de gritarle: Nada tengo para dar más que los huesos. Sin embargo, reprimiendo un inicial deseo de echarla fuera y desentenderse de ella, continuó contemplando su aspecto.
Un pañuelo negro cubría la cabeza de la vieja, dejando entrever mechones quebrados de cabello cano y la mitad de dos inmensos aros dorados que, en lento balancero desde los lóbulos de sus orejas, enmarcaban su rostro anguloso.
Era delgada y apoyaba su fragilidad en un nudoso bastón caoba con empuñadura de marfil, tal vez recuerdo de antiguas glorias. Tal ves era la lluvia, ya lejana, que aun llegaba cual extraños ecos semejantes a llantos multitudinarios.
La oficina se llenó de olor a humo, a tierra y humores que Joaquín no llegó a determinar. Al fin, cuando decidió interrogarla sobre el motivo de su presencia, sintió que el hielo de los ojos celestes de la anciana invadía su interior y eclosionaba en su dermis.
Buscando tibieza desvió la vista hacia un almanaque que mostraba la imagen de una chica desnuda ofreciendo cojinetes SKF, pero aun así continuó sintiendo el escozor de aquella mirada gélida. Un suspiro suyo formó un sendero de vapor en el aire.
Luego de amortiguar un repentino ahogo con una buena bocanada de oxígeno reparó en la boca abierta de la mujer, moviéndose a destiempo del sonido articulado que comenzó a emitir en forma de palabras. En los oídos de Joaquín resonó aquella voz casi varonil que vino abriéndose paso entre dientes cariados o ausentes:
—Pese a cuanto me odiaste ya no me recuerdas. Me alimenté de tus maldiciones durante un tiempo. ¿Dónde fueron ellos? —al hablar, la voz de la vieja asomaba carente de inflexiones y sentimientos.
Joaquín no necesitó más datos. Sabía a quienes se refería y hasta creyó haber heredado parte del olfato de Betún. De haber estado allí, aburriéndose, los días siguientes, se habría preguntado cómo pudo estar tan seguro. La anciana, sin lugar a dudas, preguntaba por la pareja del Peugeot.
¿Pero de veras la había odiado? ¡Si ni siquiera la conocía! ¡Oh! La vida es muy larga. Amores, rencores, alegrías, dolores, rostros y más rostros. También hojas de almanaque hasta alcanzar la caja de pino.
—No sé adónde fueron —mintió. Había comenzado a vislumbrar en el aspecto de aquella anciana un dejo de comicidad, también y acaso, cierto asomo de hermosura.
Algo dentro de él lo inducía a creer que ella lo había acariciado alguna vez, y que aquél roce no le había agradado en absoluto.
—¡Debes decir dónde fueron! —esta vez los labios de la vieja ni se movieron—. Suponen huir de mí. ¡No pueden! Bien sabes tú, Joaquín, que cuando escojo sentencio. Tengo a su niño conmigo. ¡Acaso cree ese par de tontos que podrán saltar por la ventana!
Joaquín recordó que él mismo había tenido un niño, y también una mujer. Se sintió muy solo allí, frente a esa especie de gitana viuda. Le pareció que ya estaba tan viejo como ella pero con muchas menos fuerzas.
Por su mente desfiló, como en una película, la escena del accidente que se llevó a su pequeña familia. Él se había salvado pero… ¿Había sido su culpa?
Jamás había aceptado esa posibilidad, sin embargo muchas veces pensó que si acaso fue afortunado sobreviviendo al accidente, tal eventualidad no fue buena suerte sino mero castigo. Pues a veces la conciencia plantea objeciones vanas, a un instinto de supervivencia que no se rinde así nomás.
—Sí, fue mi culpa. Decirme irresponsable es poco —dijo, cabizbajo y para sí mismo, como si estuviese solo. De todos modos la vieja ignoró el comentario, quizás debido a que tales asuntos no son de su incumbencia. Entonces Joaquín volvió al tema de conversación que mantenía pendiente.
—Ellos llevaban un niño, sí —afirmó categórico. —Ese niño que usted dice que la acompaña… ¿Dónde está? Si permanece afuera se ha de estar mojando. ¿Es hermano del que iba con ellos?
Mientras no llegaba la respuesta de la mujer Joaquín sintió por ella una lástima inmensa y pensó: Tiene la apariencia de andar buscando personas por el mundo desde hace mucho tiempo.
En algún momento su compasión por la vieja se transformó en pena por sí mismo, de tal forma que hasta le pareció estar completamente solo y nada más desvariaba.
Luego intuyó de dónde provenía aquél odio que ella le mencionara. Sí, la odiaba, la recordó de pronto, durante el accidente se asqueó con su aliento. Mas la voz cavernosa de la anciana lo retrotrajo a sus intenciones.
—Es un sólo niño y está conmigo. ¿Acaso no es el deseo de ellos permanecer junto a él? Al final ellos también vendrán, y no falta mucho.
Al decir aquello pareció que la mujer estuviese viendo a través de Joaquín, quien a su vez la observaba en silencio y volvía a pensar en echarla, cerrar el negocio por ese día, y al siguiente situarse otra vez en la espera, y pasado mañana, y… ¿A fuer de qué, tanta inútil espera? se preguntó. Si ésta es la vida y nada hay más allá… ¿Qué sentido tiene la existencia? Tal vez sea hora de ver si hay o no algo más.
Volvió a observarla con detención. Algo en ella lo fascinaba, lo atraía y subyugaba. Debía permitir que sus disquisiciones existenciales se diluyeran con la lluvia de allende la ventana. Se escuchó mintiéndole luego que ella preguntara:
—¿Fueron hacia el este, no?
Pues con total naturalidad le respondió:
—No, hacia el sur, hacia la costa.
Mientras su índice apuntaba hacia la oscuridad se interrogaba sobre el motivo de su mentira. Se sintió cual niño con la trompa sucia negando haber comido chocolate.
Tonto, se dijo, ¿Acaso pretendes entorpecer la tarea de la vieja? Sin embargo le dio la sensación de que la pregunta en realidad la hizo ella. La observó, adosando a su expresión ingenua una leve sonrisa que se congeló de inmediato.
Los ojos de la vieja, fijos en él, lo hicieron estremecer. Le decían que sabía que la estaba engañando, que el camino no tiene puntas pues es redondo y es ella quien domina el borde del círculo. Parecía como si la mirada de la vieja hablara realmente:
—No importa donde ellos hayan ido, importa donde vaya yo. Y vine aquí Joaquín. No irán lejos, ya vendrán conmigo. ¿Y tú?
Aunque ella arrastraba los pies se alejaban de prisa. Él iba también y la ayudaba a andar. Se sintió feliz de serle útil: en ese momento ella existía porque él la acompañaba.
Se volvió un tanto sin detener la marcha y gritó al muñeco desarticulado que dejaba acartonándose en su oficina:
—¡Joaquín, no encendiste el luminoso!
—No te molestes —dijo la vieja. —Ya era tiempo de apagar tus luces. Comienza a descartar lo superfluo, modera tus palabras si en realidad deseas decir algo, ahora nada valen, son de aquellas que musita el viento y giran invisibles sobre la tierra que late.
Fueron hacia el oeste, raudos en la noche, desandando el camino que llevara la anciana. Desde la distancia aún sentían el chirrido provocado por el balanceo del cartel de la estación de servicio. Las estrellas se abrían paso en el cielo a través de restos raleados de tormenta.
Los esperaban en una curva de la ruta, junto al Peugeot volcado que recostaba su techo al tronco de un árbol. Estaban los tres de pie, el hombre del bigotito, la mujer y el niño. Los aguardaban envueltos en un patético silencio.
La voz de la vieja laboriosa resonó cual los truenos lejanos:
—Sabía que heridos no irían lejos. ¡Vamos! Todavía quedan pasajeros para recoger en este día.
Joaquín parecía entusiasmado:
—¡Sí! ¡Vamos Betún!
—¡Guau! —ladró el perro.
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