VALENTÍN, PERDIDO EN SU MENTE

Valentín se esconde tras el muro de la esquina y asoma la mitad del rostro observando con un solo ojo la edificación de la siguiente cuadra, un edificio de ladrillo de doble altura, con grandes ventanales y gente a medio llenar. Son las doce pasadas, ya no debe tardar el hombre a quien espera. Lo sigue desde hace días, ha estudiado su rutina, es la hora adecuada y está decidido a actuar. Delgado, al igual que él, de bigote y desaliñado. Durante veinte años no volvió a verlo, pero lo reconoció al instante la semana pasada, cuando cruzó frente a él por esa misma calle. ¿Cómo olvidar a quien lo condenó a esa vida?

Tras asomarse una vez más, los nervios lo incitan a dar unos pasos en dirección contraria y se detiene a recargar su hombro izquierdo en el marco de una puerta. Mira en una pequeña ventana a la altura de su rostro los tatuajes de su cuello y se dice: «¡No es buena idea!», y se pierde en sus pensamientos. En su mente divaga con imágenes del pasado. Cuando siendo niño aprendió a escapar de la realidad, huyendo de los golpes que su padrastro le propinaba con un pedazo de madera medio encendido de la estufa de leña de su casa. Volando sobre nubes y conviviendo con aves en el aire por largos instantes, interrumpía su presente al que solo los constantes flashazos de cada golpe lo traían de vuelta. Con lo que Valentín reforzaba esfuerzos prefiriendo vivir entre ilusiones placenteras, a expensas de golpes y gritos.

– ¡Hágase a un lado! –escuchaba a su padrastro en su mente, mientras él, se mantenía perdido en su irrealidad.

Perseguir aviones, competir en velocidad con parvadas de patos, zumbar con su vuelo las orejas de los transeúntes; fueron los momentos alegres salvadores de su vida. Solo así sobrevivió a los leñazos. Aun cuando los flashazos se tornaron continuos.

–¡Hágase a un lado! –escuchaba a su padrastro a mitad de cada flashazo–. ¡Que se haga a un lado, le digo!, ¡necesito abrir la puerta!

El grito de una mujer lo regresa a la realidad. –¡Quítese por favor!

La observa y entiende su intención de entrar y se retira sin más caminando hacia la esquina, y al momento de asomarse de nuevo, lo ve: «¡Es él! ¡Ese es el maldito!», se dice en voz alta.

Valentín lleva las uñas de su mano a la boca, las muerde y reposa su mano izquierda al sobaco de la derecha, y uno de sus pies se inquieta levemente de forma constante; los nervios del pasado vuelven. Ahora es un hombre, ya no debiera tener miedo, pero lo tiene.

Su sangre bulle. El corazón le percute trepidante en su pecho, invadiendo a cada ritmo el total de su cuerpo. No lo nota, pero suda. Con sus dedos entre la cabellera comienza a brincar en su sitio y arroja un alarido silencioso. La mujer d la puerta lo juzga de loco. Se detiene y observando a quien considera su presa, corre resuelto hacia él. A medio camino saca un arma de fuego y grita: «¡Maldito!», circunstancia con la que pierde el miedo apenas a unos pasos de alcanzarlo. El hombre de alrededor de unos veinte años, lo escucha e intenta correr, pero es demasiado tarde. Lo toma del cuello de la camisa y con el cañón en su sien, lo mete al edificio. Es un banco.

– ¡Arriba las manos! ¡Nadie se mueva o lo mato!

Una mujer grita. Valentín se incomoda y le apunta. Al ver el arma, la mujer pierde consciencia y cae en los brazos de alguien a su espalda. Ante el suceso, el banco se convierte en un hormiguero. Todos corren en dirección a la salida pasando a un lado del asaltante. La mente de Valentín intenta engañarlo recordando a una parvada de patos volando a toda velocidad y graznando al pasar a su lado durante uno de esos tantos momentos de alucinaciones de su niñez, pero se esfuerza por permanecer presente. Observa el lugar y solo quedan las cajeras, el gerente, la mujer desmayada, él mismo y el hombre a quien le apunta.

– ¡Mátalo ya! –grita Valentín.

– ¡No!, ¡aún no!, ¡primero asalto el banco! –vuelve a gritar Valentín.

El hombre a quien arrastra consigo tomado de su camisa, nota que su opresor habla consigo mismo. Lo mira desconcertado y asustado, y las cajeras con las manos en alto, se miran entre ellas.

– ¡Déjame ir!, ¡no te hice nada! –dice el aprisionado con voz entrecortada.

– ¡Cállate imbécil! –responde Valentín–. ¡Parecías muy hombre golpeando a un niño!, ¿ahora eres tú quien tiene miedo?

Valentín viaja nuevamente en su mente al pasado y ve a su madre empujándolo fuera de casa: «¡Huye!», decía su madre. «¡Huye y no vuelvas!» Valentín corrió por las calles hasta perderse en ellas. Nunca supo regresar, y nunca lo intentó. Creció entre drogadictos y pandilleros, entre hambres y pesares, y así aprendió a vivir, en la calle. Hasta años después cuando el pastor lo llevó a su iglesia y lo incluyó a un grupo de rehabilitación. Vivió un tiempo con ellos y se escapó para volver meses después. Así se convirtió en hombre, yendo y viniendo.

– ¿Yo que te hice!?, ¡no te conozco! –responde el hombre retenido.

– ¡Desgraciado!, ¿no me recuerdas? Tú me golpeabas de niño. ¿Dónde está mi madre?, ¿qué hiciste con ella? –le pregunta con el arma en su sien, y voltea a su espalda al escuchar su propia voz diciendo:

– ¡Qué lo mates, te digo!

– ¡Cállate!, ¡no te metas en mis asuntos! –se responde él mismo.

La mujer, tras minutos de estar consciente, intenta disuadirlo.

– ¡Hijo! No le hagas daño. El hombre dice no conocerte.

Valentín se conmueve al tratarse de una mujer de edad avanzada, quien suplica por la vida del rehén.

– ¡Abuela! ¡Está mintiendo! ¡Sí me conoce!, es mi padrastro. Él me golpeaba con madera encendida cuando era niño.

– ¡No, hijo!, te estás confundiendo. Fíjate bien. Ese joven es menor que tú. Seguramente ni había nacido cuando eso te sucedió.

Valentín mira a su presa y piensa: «¡creo que no es!»

– ¡Sí es, idiota! –se contesta en voz alta.

– ¡Que no te metas!, –vuelve a responderse.

Las sirenas de una gran cantidad de patrullas se escuchan llegar y Valentín carcajea dando brincos en su sitio aún con la camisa del hombre en su mano.

– ¡Te dije que no era buena idea! –Carcajea.

– ¡No!, ¡no lo era! –se responde entre risas y brincos.

– ¡Déjame ir! –suplica su presa, a quien Valentín, escucha sin dejar de carcajear.

– ¡Déjalo ir, hijo! –dice la mujer.

Los brincos cesan con sus ojos volteando hacia arriba por su izquierda. Inmediatamente, voltea y dispara en la frente a la mujer, después a su presa en la cabeza y carcajea apuntando a las cajeras, quienes, entre gritos, se esconden por debajo del mostrador. Valentín gira y se dirige a la entrada, corriendo con pistola en mano sin dejar de reír. Los oficiales, al verlo, acaban con su vida.

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