Un siglo sin ti – RB.

Un siglo sin ti – RB.

Roma Boke

26/11/2024

El Farolito

Dicen que llegamos al mundo como hojas en blanco, listas para ser escritas con las historias y cicatrices que la vida nos regala. Las ciencias del comportamiento humano aseguran que nuestra mente es un lienzo virgen, una superficie pura que el aprendizaje va poblando con trazos de experiencias, unas suaves, otras tan profundas que rasgan el papel. Sin embargo, Konrad Lorenz veía las cosas de otra manera. Para él, aunque el ser humano había demostrado su capacidad de dominar el entorno, se estrellaba de frente contra un muro cada vez que intentaba manejar los dilemas de sus propios vínculos. Y tal vez, reflexionaba, eso ocurría porque nuestros instintos más básicos se encargaban de sabotear cualquier intento de acercamiento sincero.

Por más estudios, teorías y tratados que intentan explicarlo, nada lograba desentrañar la razón por la cual, cuando alguien que amas deja de verte como su todo, el vacío que queda se convierte en una sombra persistente, un huésped al que terminas acostumbrándote.

Yo no era la excepción.

Si algo había aprendido era que confiar en los demás, incluso en aquellos que deberían protegerse sin reservas, era una apuesta arriesgada. Las veces que lo había hecho, la casa siempre ganaba, y yo me quedaba con las manos vacías, al borde de la desesperación y la ruina emocional. En mis pensamientos encontraba mi único refugio, un lugar en el que podía permitirme ser frágil sin la mirada de nadie sobre mí. Afuera, llevaba mi armadura de autosuficiencia, un escudo impenetrable que no dejaba lugar a dudas ni compasión.

¿De qué sirve mostrar aquello que nadie puede arreglar?.

Me mordí el interior de la mejilla, buscando apartar la punzada de incomodidad que se encendía en mi pecho. Hablar, sentir, dejar ver las fisuras… eso no estaba en mi naturaleza.

No otra vez.

En la soledad de mi habitación, las emociones eran aves inquietas que se posaban solo cuando la noche caía, lejos de miradas que pudieran percibir el temblor en mis manos. Afuera, Fiorella Pilar Conte era de roca y hierro; los rumores decían que no tenía fisuras, y yo prefería que fuera así. Era mejor ser la villana, la inquebrantable, que la pobre chica sin una figura paterna en la que apoyarse. Era mi manera de seguir adelante, de asegurarme de que nadie se acercara lo suficiente como para ver el caos que rugía detrás de mis ojos.

El eco de esa ausencia, de los «te quiero» que nunca más llegaron, marcaba cada una de mis decisiones, pero eso también era un secreto que guardaba bajo siete llaves. No me gustaba ser vista como una adolescente de 17 años perdida, insegura de hacia dónde correr. No.

A menudo, los adultos me miraban con una mueca de sorpresa y respeto, murmurando entre ellos que tenía una visión de la vida que poco se parecía a la de las chicas de mi edad. Donde otras se preocupaban por el brillo de sus labios y las miradas de los chicos que se reían a carcajadas en los pasillos, yo trazaba estrategias. No era la chica de los suspiros y las cartas escritas con una caligrafía temblorosa. Era la chica de los cuadernos llenos de anotaciones limpias y de las noches en vela repasando cada fórmula y cada palabra en inglés, para asegurarse un futuro que no se desmoronara bajo mis pies.

Yo soñaba con ser alguien que tuviera el control, el poder de moldear mi vida y la de otros.

Mi madre, con sus ojos cansados y manos firmes, había pasado toda su vida siendo empleada. Poseía un título respetable como instrumentadora quirúrgica, una salud que aún desafiaba al tiempo, y una risa que era capaz de encender la chispa en la habitación más sombría. Pero al final del día, seguía siendo solo eso: una empleada. Mientras sus dedos hábiles hacían el trabajo duro, el jefe, impecable en su traje, se llevaba los aplausos y los honores. No. Yo no quería ese destino. No quería ser el engranaje que hacía funcionar la máquina de otros. Soñaba con ser la mente detrás del sistema, la que decidiera qué engranajes valían la pena y cuáles podían prescindirse.

Con los pocos años que había pasado observando e interactuando con las personas a mi alrededor, había aprendido una lección simple y cruel: no confiar demasiado en los amigos y aprender a jugar con los enemigos. Los “amigos”, aquellos que se acercaban con risas y palabras dulces, eran los que al final podían clavar la daga con más fuerza. Había notado cómo la envidia se filtraba en sus ojos cuando mis notas sobresalían, cuando los profesores destacaban mi nombre. Y esa envidia, silenciosa y corrosiva, podía convertir a la persona más amable en un enemigo disfrazado. Había visto cómo se volvían unos mimados titánicos, ofendidos por cualquier éxito ajeno, como si la vida les debiera la misma recompensa sin esfuerzo alguno. En el aula, los murmullos y risas eran una sinfonía que aprendí a ignorar, un recordatorio constante de que, en el fondo, nadie deseaba realmente que sobresalieras más que ellos. Preferían verte subir, pero no tanto como para que no pudieras ser alcanzado. Y cuando entendí eso, decidí que mi camino se trazaría solo, sin necesitar el consuelo de la aprobación o las trampas de la falsa camaradería.

La ambición, lo supe entonces, era un arma de doble filo. Pero estaba dispuesta a sostenerla y a pagar el precio que exigiera. Porque si había algo que me mantenía despierta por las noches, era la idea de que, en un mundo donde todos querían ser alguien, yo tenía que ser la que decidiera el rol de cada uno.

¿Quién sabe?.

Tal vez, en un futuro no muy lejano, aquellos que apenas logran entender el inglés que enseña la señorita Campos terminan siendo mis empleados, encargados de traducir contratos y documentos que lleguen de los rincones más lejanos de Estados Unidos a mi oficina en Ibiza. Me hacía sonreír esa idea: que el más inofensivo y torpe del aula, aquel que apenas podía conjugar un verbo, pudiera algún día trabajar bajo mis órdenes, firmando papeles que ni siquiera entendería sin mi supervisión.

De todos los chicos y chicas que se pavoneaban por los pasillos, riéndose a carcajadas y jugando a los rebeldes sin causa, yo era la única que mantenía una imagen intachable. Siempre presentable, con el cabello cuidadosamente atado y la ropa impecable, desmentía cualquier sospecha con una sonrisa que había aprendido a moldear a conveniencia. Si alguna vez rompía las reglas, lo hacía con una precisión tan meticulosa que pasaba desapercibida. Era la alumna modélica, la niña dulce y obediente a la que nadie asociaría con planes más oscuros .

Mis verdaderas intenciones siempre permanecían ocultas, como una dualidad oscura.

Jamás revelaba cuál era el objetivo detrás de cada movimiento, manteniendo a los profesores confundidos y, lo más importante, siempre un paso detrás. No era solo una cuestión de estrategia; era una lección de paciencia. Sabía cómo envolverlos en una nube de mentiras, desviarlos por caminos tan enrevesados que, para cuando la realidad se hacía notoria, yo ya había llegado a mi meta. Los escuchaba murmurar entre ellos, perplejos, tratando de unir las piezas de algo que ya estaba fuera de su control.

Ser subestimada era mi ventaja más poderosa.

Nadie se salvaba cuando algo se me metia en la cabeza.

Ni siquiera mamá, que con sus ojos cansados y sonrisa forzada intentaba, día tras día, tender un puente entre nosotras. Por más que pusiera todo el esmero por entenderme, siempre terminaba perdida en un laberinto de silencios y miradas vacías. Yo lo sabía, lo sentía, y en cierto modo, lo fomentaba. La confusión de los demás era mi combustible; mantenerlos en un estado de alerta constante, alimentaba esa flor de misterio e imprevisibilidad que cuidaba con la misma precisión quirúrgica que un cirujano. Los seres humanos son criaturas de hábito, adictas a la seguridad de lo conocido, de lo familiar. Les gusta reconocer patrones en las acciones, aferrarse a una lógica que les dé una falsa sensación de control. Pero si les privas de esa certeza, si te mueves fuera de sus expectativas, su confianza se desvanece y el miedo se cuela en sus mentes. Eso era lo que yo buscaba: ser la incógnita que nunca se podía resolver, el viento que cambiaba de dirección sin aviso.

Mis acciones eran tan meticulosamente planificadas que parecían espontáneas, un caótico lienzo que solo yo entendía.

Rechazar una invitación a un baile aquí, responder de forma insolente pero cortés allá, y desaparecer de eventos sin dar explicaciones… Cada pequeño gesto era parte de un gran esquema que mantenía a todos en fila. Todo estaba milimétricamente calculado. No era una chica rebelde por diversión, ni una figura heroica en busca de justicia. Era un juego que aprendí a jugar para sobrevivir en un mundo que, desde siempre, me había enseñado a no confiar, a no bajar la guardia. Si querían entenderme, que lo intentaran. Pero para cuando se dieran cuenta de mis verdaderas intenciones, yo ya estaría en otro punto, lista para la próxima jugada.

—¿De dónde vienes? —preguntó mamá apenas crucé la puerta de entrada.

Apoye la mochila en el primer escalón del recibidor, dándole un merecido descanso a mi espalda. La miré de reojo, pensando que el uniforme de la escuela, las marcas del día en mi rostro y las ojeras bajo mis ojos deberían ser suficientes pistas. Pero, al parecer, no lo eran. Mamá no era buena descifrando silencios, y yo no era buena rellenándolos.

—De fumar marihuana con los drogadictos de la barbería —respondí con ironía, avanzando hacia la cocina sin detenerme.

Abrí la puerta del refrigerador y saqué una botella de agua mientras sentía sus pasos detrás de mí. No podía evitarlo: si algo se salía de su control, tenía que enfrentarlo de inmediato, como si cada problema fuera un paciente en plena mesa de operaciones.

—Fiorella, por favor… —Su voz tenía esa matiz de súplica y fastidio que tantas veces me ponía al borde.

—¿Qué? —Dejé el vaso con un golpe seco en la encimera y me giré hacia ella—. ¿No te basta con tener una hija que no trae problemas, así que tienes que inventártelos? Vengo de la escuela, mamá. De la escuela.

Ella me miró en silencio por unos segundos, con los brazos cruzados. Su delantal llevaba una mancha de café, probablemente de la taza que nunca llegaba a terminar antes de salir corriendo al hospital. Esa imagen suya, tan agotada y llena de responsabilidades que nunca la dejaban, era algo que me partía el corazón… aunque jamás se lo admitiría.

—No tienes por qué contestarme así —murmuró finalmente.

—Y tú no tienes por qué interrogarme cada vez que cruzo la puerta —repliqué, pero mis ganas de refutar se habían esfumado.

Ella suspiró y se frotó los ojos, como si la discusión le estuviera costando más energía de la que tenía. Luego se giró y se dirigió al salón, dejando la conversación en las manos del silencio. Bebí otro sorbo de agua, tratando de desenredar el nudo de mi pecho. Estas peleas eran casi un ritual, una rutina a la que ninguna de las dos parecía saber cómo renunciar.

Ella quería entenderme; yo no quería que lo hiciera.

Era una batalla que ni siquiera sabíamos por qué empezábamos.

— No se porque eres así, inaguantable –dijo al fin, volviendo a aparecer con el control remoto en sus manos magulladas por el alcohol etílico–. A veces parece que te esfuerzo en hablarme. Como si siempre tuviera que adivinar por qué te comportas como si todo te diera igual.

— Porque lo hace, mamá –respondí sin pensar, el sarcasmo todavía afilado para ser lanzado con elegancia.

Aunque no era del todo cierto.
Nada me daba igual, pero era más fácil fingir que admitirlo.

Ella negó con la cabeza y salió de la cocina, llevando consigo ese ambiente de mierda que había creado con su actitud controladora. Me quedé sola, mirando el vaso de agua como si contuviera alguna respuesta.

No soy tan mala hija, pensé.

Pero lo cierto es que no sabía ser otra cosa.

En mi mente, repasaba la conversación como si pudiera reescribirla, pero la verdad era que no me arrepentía de mis palabras. Al menos, no del todo. Era un hábito que ni siquiera entendía del todo.
Pero la vida me era más sencilla así.

Subí las escaleras y cerré la puerta de mi habitación tras de mí.

La habitación, tal como estaba ahora, era mi cueva de paz mental. Me quité los zapatos y, por fin, pude respirar sin esa presión invisible que me generaba intercambiar palabras con mamá. La luz de la lámpara de escritorio iluminaba las esquinas más personales de mi pequeño mundo: los libros apilados junto al ordenador, las fotos clavadas en el corcho que habían perdido significado con el tiempo, y ese oso de peluche que nunca me atreví a guardar.

Me senté frente al escritorio y abrí mi cuaderno. Había algo casi terapéutico en el simple acto de garabatear; las palabras y los dibujos surgían como si buscaran calmar ese torbellino interno que nunca podía mostrar con libertad.

Dibujé un espiral en la esquina de la hoja, viéndolo crecer mientras el barullo lejano del televisor opacaba el silencio predominante de casa. El espiral crecía lentamente, expandiéndose como los Europeos en América Latina, cada línea caminando por la cornisa de lo que no quería admitir. Era extraño cómo, a pesar de todo, seguía intentando entenderme a través de estos pequeños gestos tan infantiles: las líneas que dibujaba, las palabras que escribía, los planes que formulaba. Afuera, era otro panorama. Pero aquí, en estas cuatro paredes de mi mundo, podía permitirme ser esa adolecente frágil que se escondía debajo de todo esto.

No sé por qué eres así, inaguantable”, había dicho mamá, y aunque pretendía no importarme, algo dentro de mí sabía que esas palabras se habían quedado clavadas en mi cerebro como dardos.

Tal vez tenía razón.

Tal vez sí era inaguantable.

Pero, ¿acaso era mi culpa?.

No había manual para sobrevivir a este desastre emocional que llamaban vida, y yo hacía lo que podía con lo que tenía. Igual que ella, supongo, como madre. No era perfecta, claro está. Trabajaba toda la semana, y las pocas horas libres que le quedaban las consumía entre siestas en el sofá y programas de televisión que nunca lograban capturar su atención del todo. No me faltaba nada, al menos en un sentido práctico: había comida en la mesa, ropa limpia y una casa que funcionaba.

Pero había algo más, algo que no podía señalar con el dedo, un vacío que siempre estaba ahí.

El rencor que sentía hacia mamá no era del todo suyo.

En parte, sabía que era una herencia de papá. Él era mi refugio antes de que todo se viniera abajo. Cuando tenía ocho años, un año antes de que se separaran por una tercera en discordia, pasábamos casi todo el tiempo juntos. Dormíamos la siesta abrazados en el sofá, explorábamos playas en verano y comíamos helado junto a la estufa en los frios inviernos. A mis ojos infantiles, papá era un superhéroe. No era como mamá. Él no parecía cargar el peso del mundo sobre su espalda. Era sencillo, independiente, y siempre tenía una solución para todo. Había trabajado tanto en su juventud que, para cuando llegué a sus vidas, su rutina consistía en firmar acuerdos electrónicos mientras delegaba todo lo demás a su equipo. Solo con su firma, ganaba una cantidad de euros que sonaba ridículamente alta para algo que no le tomaba más de cinco minutos al día.

Por eso, cuando mamá llegaba de trabajar con su cansancio mutado en enojo y comenzaba a expulsarlo en nosotros, papá se convertía en su peor enemigo. Siempre estaba ahí para protegerme, para hacerle frente a su ira. Pero esas discusiones nunca eran batallas justas; eran guerras imperiales donde ambos lanzaban palabras como si fueran espadas afiladas, y yo siempre estaba en el medio, atrapada en el fuego cruzado… Una noche, recuerdo que me refugié detrás del sillón mientras ellos discutían en la cocina. Podía escuchar sus voces, los gritos de mamá entrelazados con el tono grave y firme de papá. Esa noche, algo en mí cabeza hizo un click. Entendí, aunque no del todo, que la versión de ellos que yo conocía —el papá superhéroe y la mamá incansable— no era la realidad completa. Eran humanos, llenos de defectos, de frustraciones y heridas que yo no podía ver con mi corta edad. Pero eso no hacía que doliera menos. Desde entonces, esa imagen ideal de mi padre se fue desmoronando, aunque nunca lo admití del todo.

Cuando se fue, llevándose su ropa, su colonia y hasta la magia de su sonrisa, dejó un pozo que mamá no pudo llenar ni con toda la arena de la playa. Su partida no solo cambió nuestra rutina; la cambió a ella, endureciéndola, volviéndola más fría de lo que ya era. Tal vez, en el fondo, su enojo persistente no era más que otra forma de expresar ese dolor oculto, uno que no sabía cómo manejar…Pero eso no lo hacía más fácil de soportar.

Apoyé la frente en el escritorio, cerrando los ojos por un momento.

Al final, todo se resume en una cosa: control. No importa cuántas cicatrices cargues, cuántos vacíos llenes con silencios o cuántas veces te rompas frente al espejo. Lo que importa es que aprendas a sostener las riendas, aunque el caballo se desboque. Eso es lo que intento, lo que siempre he intentado. No quiero ser la que sigue las reglas sin cuestionarlas ni la que busca consuelo en excusas que otros inventaron para justificar sus fracasos. Quiero ser la que diseña las reglas, la que se atreve a dibujar su camino aunque sea con las manos temblorosas y una linterna casi sin batería.

Y quizás, en el fondo, eso sea lo que más asuste a los demás. No que sea una chica distante o calculadora, sino que ellos también podrían serlo, si tuvieran el valor de mirar a los ojos al caos que llevan dentro. Pero no lo hacen, y por eso me ven como un misterio, como alguien difícil de descifrar.

Que lo intenten. Que traten de ponerme en una caja, de etiquetarme con palabras que ni siquiera entienden del todo. Yo estaré aquí, detrás de mis cuadernos, mis planes y mis silencios. Pero que quede claro: si creen que soy solo una página más en sus libros de vidas normales, están equivocados. Porque mi historia apenas comienza, y no pienso ser una nota al pie en la de nadie.

Capítulo 1 : Hojas en blanco.

Mamá guardó toda mi ropa en la mochila y sonrió al verme con la bata que me trajeron las enfermeras. Era verde agua, con varios animales esparcidos alrededor, y en la cabeza llevaba una cofia blanca que cubría mi cabello. Al mirarme al espejo, no sabía qué parecía exactamente, pero me resultaba bastante divertido verme así, como si estuviera jugando a ser alguien diferente.

Abrí la puerta del baño con rapidez, deseosa de mostrarle a papá mi nuevo «uniforme». Él estaba sentado en la esquina de la habitación, con el teléfono pegado a la oreja y la mirada perdida en algún lugar lejano. Parecía completamente absorbido por la conversación, seguramente hablando con su jefe, ese hombre que siempre lo llamaba en los momentos menos oportunos.

A veces me daba pena que papá trabajara tanto. Decía que lo hacía por nosotras, para que no nos faltara nada, pero yo sentía que a veces le faltábamos nosotras a él.

—¡Papi! —lo llamé, rompiendo el silencio de la habitación y capturando su atención al instante.

Él levantó la mirada y me vio, con sus ojos oscuros que siempre parecían esconder algo entre la melancolía y el orgullo.

—¿Te gusta? ¡Soy una doctora! —dije, sonriendo con orgullo mientras estiraba los brazos para que me diera un abrazo.

Papá colgó el teléfono sin dudarlo y se levantó, dejando su mundo laboral a un lado. Me tomó por los hombros y me observó como si realmente estuviera frente a una doctora.

—Te ves perfecta, Fiorella. La mejor doctora del mundo —respondió, sonriendo de una forma que iluminaba su rostro cansado.

Sentí un calor extraño en el pecho, una mezcla de felicidad y algo que no supe identificar en ese momento, pero que ahora reconozco como admiración. Quería que papá me viera siempre así, con orgullo.

—¿Y tú, mamá? —pregunté, girándome hacia ella. Mamá nos miraba desde el borde de la cama, con esa sonrisa serena que siempre lograba tranquilizarme.

—Estás preciosa, mi amor. Pero, sobre todo, me encanta verte sonreír. —Su tono era suave, pero había algo en su mirada que parecía decir más de lo que sus palabras expresaban.

La habitación era pequeña y blanca, con el característico olor a hospital impregnándolo todo. Las cortinas apenas dejaban entrar la luz del sol de esa mañana de invierno en Ibiza. No era un lugar donde quisiera estar, pero papá y mamá estaban conmigo, y eso hacía que no se sintiera tan mal.

Papá se arrodilló frente a mí, quedando a mi altura, y tomó mis manos con cuidado.

—¿Sabes algo, Fiorella? Si de verdad quieres ser doctora algún día, sé que lo lograrás. Tienes todo lo que necesitas para conseguirlo. —Su voz era firme, pero había un leve temblor que solo noté años después al recordar ese momento.

—¿De verdad crees que puedo hacerlo, papi? —pregunté, con los ojos brillantes de emoción.

—Claro que sí, mi niña. Y cuando lo hagas, serás la mejor. Yo estaré ahí para verte, lo prometo. —El peso de esas palabras quedó suspendido en el aire, como si el universo las hubiera registrado para siempre.

Yo no entendí la profundidad de esa promesa en ese momento. Solo sabía que quería que papá estuviera orgulloso de mí, quería que su sonrisa fuera constante, que su mirada nunca reflejara cansancio ni tristeza.

Mamá se acercó, colocando una mano en el hombro de papá, y los tres quedamos en un pequeño círculo. Ellos me abrazaron, y por un instante, el mundo se redujo a ese momento, a esa pequeña burbuja donde nada podía salir mal.

Ese día, en esa habitación de hospital, no sabía que esa promesa sería una condena para mi vida. Que con el tiempo, aquellas palabras que me hicieron sentir invencible se convertirían en un triste recuerdo, una mentira, y una cicatriz que aún no puedo borrar.

Papá decía que quería que tuviera una vida mejor, pero lo que yo quería era una vida donde él estuviera a mi lado, donde nuestras risas no fueran un préstamo a plazo fijo y donde no sintiera que su tiempo conmigo era un deber impuesto por alguien más. Quería que él me eligiera como yo lo elegía a él todos los días, sin importar lo ocupado que estuviera, sin importar las excusas.

Ibiza, con su sol eterno, sus cielos despejados y su olor a sal, contrastaba cruelmente con la sombra que creció dentro de mí cuando me di cuenta de que para papá, yo era poco más que una responsabilidad.

La primera vez que lo supe, de verdad lo supe, tenía catorce años. Mamá trataba de suavizarlo, como siempre hacía, con palabras medidas y su mirada paciente.

—Tu padre… bueno, Fiorella, las cosas no siempre son como las imaginamos. Él tiene otra vida ahora, otra familia —me dijo mientras doblaba mi uniforme del colegio.

Otra familia. Dos palabras que aún resuenan en mi cabeza como un eco que nunca desaparece. Otra familia, otra mujer, otros hijos. Otros brazos que abrazaba con esa misma calidez que una vez fue mía. No era como si no tuviera derecho a rehacer su vida, pero… ¿y yo? ¿Dónde quedaba yo en esa ecuación?

No quise llorar frente a mamá. Ella ya cargaba suficiente, ya le bastaba con intentar llenar todos los vacíos que papá dejó cuando se fue. Me tragué las lágrimas como si al hacerlo pudiera también tragarme el dolor.

Pero esa noche, en mi habitación, el dolor se transformó en algo más. En rabia.

—¿Qué hizo mal mamá? —me preguntaba una y otra vez, como si encontrar esa respuesta fuera la clave para deshacer todo lo que había pasado. ¿Qué tenía esa otra mujer que no tenía mamá? ¿Qué tenían esos otros hijos que yo no tenía?

Dejé de esperar que papá llamara. Dejé de emocionarme cuando veía su nombre en mi teléfono, porque sabía que cada llamada duraría cinco minutos, con él diciendo lo mismo de siempre: «Fiore, espero que estés bien. Estoy muy ocupado, pero te quiero mucho, ¿sí?»

¿Me quieres mucho? Entonces, ¿por qué no estás aquí?

Ese pensamiento se convirtió en una espina que me acompañó por años. Podía escuchar a mamá defenderlo, diciendo que las cosas no eran tan simples, que papá no era malo, que simplemente la vida lo había llevado por otro camino. Pero yo no quería caminos complicados. Quería a mi papá.

A veces pienso en la promesa que me hizo en ese hospital. La de estar ahí para verme lograr mis sueños. Es irónico, porque él fue quien me enseñó a soñar en grande, pero también fue quien me demostró lo fácil que es romper un sueño.

Ahora que tengo diecinueve años, mi rabia ha aprendido a esconderse. Nadie la ve cuando sonrío educadamente al preguntarme por mi padre. Nadie la siente cuando digo que está bien, que tenemos una relación «cordial». Pero está ahí, latente, como una herida que nunca termina de sanar.

Papá eligió a otra mujer. Eligió otra familia. Y aunque trato de convencerme de que eso no significa que me dejó de querer, no puedo evitar sentir que su elección dejó claro lo que realmente importa para él.

Y yo no estaba en esa lista.

Las noches son el peor momento. En el silencio de mi habitación, cuando no hay nadie a quien distraer con mi sonrisa ni una conversación que llenar con banalidades, es cuando mi mente me arrastra a ese lugar oscuro. Allí, su voz me persigue, repitiendo esas palabras que parecían promesas, pero que ahora siento como mentiras.

«Yo estaré ahí para verte, lo prometo.»
¿Cuándo exactamente, papá? ¿Cuándo estarás aquí? ¿Cuando termine la universidad y sea tan «exitosa» como tú querías? ¿Cuando ya no te necesite? O quizás nunca, porque ya tienes a quien mirar con orgullo en esa nueva familia que elegiste construir.

Es irónico. Durante años me esforcé por ser perfecta, para ser la hija que creí que querrías tener cerca. Sacaba buenas notas, participaba en todo lo que podía en la escuela, porque pensaba que si lograba algo lo suficientemente grande, tal vez eso sería suficiente para que me vieras de nuevo. Pero cuando lo intentaba, cuando buscaba tu atención, lo único que recibía era el eco de una excusa.

«No puedo, Fiore. Estoy ocupado.»

Tu voz era tan vacía como los regalos que enviabas en mi cumpleaños, esos que mamá decía que debían hacerme feliz. Pero no entendía que no eran las cosas lo que yo quería. Era a ti.

Me cuesta admitirlo incluso ahora, pero odié a esa otra mujer. Sin conocerla, sin saber nada de ella, la odié con toda la intensidad que puede odiar una niña de catorce años. Odié a los hijos que tuviste con ella, esos que llegaron a ocupar el lugar que yo sentía que debería haber sido mío. Me odié a mí misma por no ser suficiente para ti.

Recuerdo cuando mamá intentó hablar conmigo sobre todo esto. Fue una tarde cualquiera, mientras ella planchaba en la sala. El televisor estaba encendido, pero no prestábamos atención a lo que decían. Yo estaba dibujando en mi cuaderno, tratando de ignorar el peso que sentía en el pecho.

—Fiorella, sé que estás molesta con tu papá —comenzó, con su tono suave, ese que usaba cuando temía mi reacción.

—No estoy molesta —mentí, sin levantar la vista de mi dibujo.

—Cariño, es normal sentirte así. Yo también… bueno, yo también desearía que las cosas hubieran sido diferentes.

Mamá nunca lo dijo, pero sé que sufrió. A veces la escuchaba llorar por las noches, ahogando sus sollozos con la almohada, como si al hacerlo pudiera protegerme de su dolor. Pero no podía protegerme del mío.

—Él eligió otra vida, mamá. Eligió a alguien más. ¿Eso no te duele? —solté de golpe, sintiendo cómo la rabia se escapaba entre mis palabras.

Mamá dejó la plancha a un lado y se sentó frente a mí. Sus ojos estaban llenos de una tristeza que nunca pude entender del todo.

—Claro que duele, Fiore. Pero a veces las personas toman decisiones que no podemos controlar. No significa que no te quiera.

—¿Cómo puedes decir eso? Si me quisiera, estaría aquí. No con ella, no con ellos. Con nosotras.

Mamá no supo qué responder. Solo me abrazó, como si con ese gesto pudiera apagar el incendio que ardía dentro de mí. Pero su abrazo no era suficiente. Nada lo era.

Años después, cuando por fin pude articular lo que sentía, entendí que no era solo rabia lo que me consumía. Era dolor. Un dolor tan profundo que se sentía como si me hubieran arrancado algo vital. Papá no solo eligió otra familia; me dejó atrás como si fuera un libro que ya no quería leer.

Y lo peor es que no puedo odiarlo del todo. Por más que lo intento, siempre queda esa pequeña parte de mí que quiere creer en sus palabras, en las promesas que nunca cumplió. Esa parte de mí que aún lo ve como el hombre que se arrodilló en aquel hospital y me dijo que podía lograr cualquier cosa.

Pero esa parte también sabe la verdad. Papá eligió su felicidad, y en esa elección, yo fui un sacrificio que estuvo dispuesto a hacer.

Y quizá fue ahí, en esa elección, donde algo dentro de mí se rompió de manera irreparable. Era como si la niña que aún creía en cuentos de hadas hubiera muerto el día en que entendí que no era suficiente. Que nunca lo había sido, y que, tal vez, nunca lo sería.

Esa fue la raíz de todo. Durante años caminé con esa sensación de vacío, esa certeza de que había algo mal en mí, algo que hacía que las personas se fueran. Papá, mis amigos que nunca se quedaban, los chicos que apenas miraban en mi dirección. Era un ciclo que siempre terminaba igual: yo sola, preguntándome qué tenía que cambiar para ser merecedora de amor.

En la secundaria, fingir que no me importaba nada era mi escudo. Esa actitud despreocupada, esa mirada fría, esas risas sarcásticas que usaba para desviar la atención de lo que realmente sentía. Nadie se daba cuenta de que, bajo esa armadura, había una adolescente aterrada de ser rechazada.

Miraba a mis compañeras con una mezcla de envidia y resignación. Ellas parecían tan seguras, tan completas. Salían a fiestas, hablaban de sus familias con orgullo, se preocupaban por cosas que yo nunca me permití desear: un vestido bonito para el baile, la atención de alguien especial, una vida donde no tuvieran que fingir que todo estaba bien.

Yo también quería todo eso, aunque jamás lo hubiera admitido. Quería ser como ellas, una adolescente «normal», con problemas triviales y sueños sencillos. Pero, en cambio, pasaba mis noches encerrada en mi cuarto, escuchando música que no hacía más que intensificar mi rabia, escribiendo en un diario que nadie leería porque ni siquiera yo tenía el valor de enfrentar mis pensamientos.

Era una contradicción andante. Deseaba atención, pero le temía tanto que, cuando alguien intentaba acercarse, me apresuraba a levantar mis muros. Creía que si alguien veía quién era realmente, con todas mis inseguridades y mis miedos, terminaría alejándose. Porque si ni siquiera mi padre pudo quedarse, ¿por qué lo haría alguien más?

La falta de autoestima era como una sombra que me seguía a todas partes. Cuando me miraba al espejo, no veía nada digno de ser amado. Solo veía una chica rota, demasiado complicada, demasiado difícil de querer.

Recuerdo una vez, en una clase de arte, cuando nos pidieron que dibujáramos algo que nos representara. Dibujé una armadura, fría y brillante, con grietas apenas visibles en su superficie. La profesora me preguntó qué significaba, y me limité a decir:

—Es solo un dibujo. No significa nada.

Pero mentía. Lo significaba todo. Esa armadura era yo, o al menos la versión de mí que mostraba al mundo. Una coraza diseñada para protegerme, pero que al mismo tiempo me aislaba.

A veces me pregunto qué habría pasado si alguien hubiera intentado ver más allá. Si algún amigo, algún maestro, incluso mamá, hubiera insistido en romper esa barrera y me hubiera dicho que estaba bien no ser fuerte todo el tiempo. Que estaba bien sentir.

Pero nadie lo hizo. Y yo no sabía cómo pedir ayuda, cómo admitir que me estaba ahogando en un mar de inseguridades. Así que seguí fingiendo, sonriendo de manera forzada, riendo en los momentos correctos, fingiendo que no me importaba cuando alguien me dejaba de lado.

En el fondo, solo quería que alguien se quedara. Que alguien me eligiera a mí, sin condiciones, sin reservas. Pero esa adolescente nunca tuvo el valor de decirlo en voz alta. Y quizá, por eso, aprendí a gritarlo de otras maneras: en mis silencios, en mis rabias, en los diarios que escondí bajo mi cama.

Nunca lo dije, pero siempre lo sentí: no quería ser fuerte.

Diez años antes

La casa de los abuelos siempre olía a café recién hecho y a madera vieja. El enorme reloj de péndulo en la sala marcaba el paso del tiempo con un ritmo solemne, casi insoportable. Era la primera Navidad desde el divorcio de mis padres, y yo tenía que dividir mi tiempo entre la familia de mamá y la de papá. Aquel año, me tocaba pasar la cena con los Conte.

Papá había insistido en que me pusiera un vestido rojo con lazo en la cintura, un regalo de su nueva pareja. Me lo puse sin quejarme, pero me sentía como si estuviera disfrazada de alguien que no era yo.

—Es solo por hoy, Fiorella —me dijo mientras ajustaba el lazo, como si de alguna manera eso pudiera arreglar las cosas entre nosotros.

En la sala, los adultos charlaban animadamente mientras mis primos corrían de un lado a otro, gritando y riendo. Yo, en cambio, estaba sentada en el rincón de la mesa del comedor, explorando la valija de dibujo que me habían regalado los abuelos esa misma noche. Era un maletín de madera que contenía lápices de colores, carboncillos, acuarelas y hojas gruesas de papel.

Había algo mágico en la forma en que el lápiz deslizaba sobre el papel, en cómo podía transformar un espacio vacío en algo mío. Dibujar era el único lugar donde me sentía segura, donde nadie podía juzgarme.

—Mira a Fiorella, ahí tan concentrada en su mundo —escuché decir a mi abuelo Alfio desde la sala. Su voz grave resonó, lo suficientemente fuerte como para que todos la oyeran.

Me detuve un momento, el lápiz suspendido en el aire, y miré hacia ellos.

—Es una niña peculiar, ¿no? Prefiere estar ahí, encerrada en su burbuja, en lugar de jugar con los demás.

Las palabras cayeron sobre mí como piedras, pesadas e inevitables. Mi abuela Beatrice rió suavemente, como si estuviera de acuerdo, y mi padre no dijo nada, solo desvió la mirada hacia su copa de vino.

No entendí del todo qué significaba ser «peculiar», pero sabía que no era un cumplido. Sabía que, en ese momento, algo de mí estaba siendo juzgado, algo que no era suficiente para ellos.

Quise levantarme, dejar la valija y unirme a mis primos, pero mis piernas no se movieron. Una voz dentro de mí, más fuerte que los gritos de los niños en la sala, me dijo que no importaba lo que hiciera; siempre sería la niña rara, la que no encajaba.

Papá finalmente habló, pero no para defenderme.

—Siempre ha sido más tranquila que los demás. Es… diferente.

Esa palabra, «diferente», se sintió como un cuchillo.

Volví a mirar mi dibujo, intentando ignorar la punzada en mi pecho. Había estado dibujando un paisaje nevado, pero ahora el bosque que imaginaba se había vuelto frío y vacío, igual que yo.

Cuando llegó la hora de la cena, me senté junto a papá, quien pasó toda la velada conversando con mi tío. Apenas me dirigió la palabra. Cada vez que lo miraba, parecía más interesado en los detalles de la vida de los demás que en la mía.

Esa noche, antes de acostarme, guardé la valija de dibujo bajo la cama de la habitación de invitados. Por alguna razón, ya no me parecía tan especial.

Tenía nueve años, pero ya entendía que mi lugar en aquella familia era el de la niña que se quedaba en el rincón, la que no era lo suficientemente extrovertida, ni lo suficientemente graciosa, ni lo suficientemente… nada.

Y mientras me acurrucaba bajo las mantas, con el eco de las risas de mis primos resonando desde la sala, prometí que algún día demostraría que no necesitaba ser suficiente para ellos. Que mi valor no dependía de sus juicios ni de sus opiniones.

Pero esa promesa no hacía menos solitario el hecho de que, en esa casa, nunca me sentí como si perteneciera realmente.

Solo quería ser suficiente.

Presente

La familia de mi padre siempre me ha parecido un búnker. No una fortaleza, sino un refugio opresivo donde las inseguridades eran encapsuladas en secreto, solo para salir al mundo exterior camufladas como perfección. Los Condes no mostraban debilidades, no las admitían, pero todos sabíamos que estaban ahí, enterradas bajo las sonrisas educadas y las conversaciones superficiales.

Ellos se encargaron de enseñarme que para pertenecer había que seguir ciertas reglas. Hablar solo cuando fuera necesario, ser intachable a los ojos de los demás y, sobre todo, no ser demasiado emocional. Una familia que se veía perfecta desde afuera pero que, por dentro, funcionaba con un manual de conducta tan rígido que era imposible no romperlo alguna vez.

Papá había heredado esa forma de ser. El distanciamiento emocional, la incapacidad de enfrentar las cosas que realmente importaban. Y yo, por más que intentara no ser como él, había terminado adoptando algunas de esas mismas manías.

La última vez que hablamos fue breve, casi un formalismo. Había dejado de venir a mis cumpleaños desde hacía tiempo, y sus llamadas se habían convertido en mensajes de texto llenos de excusas. En una de esas pocas conversaciones, le pregunté directamente:

—¿Por qué no vienes?

Él hizo una pausa larga, como si no esperara que yo fuera tan directa.

—He estado ocupado, Fiorella. No es que no quiera, pero… la vida no es fácil.

Eso fue todo. «La vida no es fácil». Como si yo no lo supiera. Como si ese fuera un argumento válido para justificar su ausencia.

—¿Y alguna vez lo fue? —le respondí, sin esperar una respuesta que nunca llegó.

Desde entonces, su ausencia dejó de ser una incógnita para mí. Su silencio ya no me sorprendía, pero tampoco dejó de doler. Era como una herida que ya no sangraba, pero que seguía ahí, recordándome que había sido dejada de lado.

Los Condes podían aparentar ser impenetrables, pero dentro de ese búnker había grietas. Grietas que yo conocía muy bien porque había crecido tropezando con ellas. Y aunque me juré que no dejaría que eso me definiera, la verdad era que todavía luchaba con esa voz en mi cabeza, la que me susurraba que nunca sería suficiente.

Tal vez nunca lo seré.

Tal vez esa es la herencia más pesada que me dejó mi padre.

Capítulo 2: Un escudo perfecto.

En estos momentos de soledad, cuando pongo un pie dentro de casa y solo me recibe el frío silencio de la noche, se me cruza por la mente que tal vez el tren sea ese «dulce hogar» del refrán. No mi casa, no las paredes que me han visto crecer, ni las habitaciones donde aprendí a hablar y soñar. Tal vez el único lugar donde realmente me siento a salvo es ese vagón anónimo que me lleva de un punto a otro, donde nadie espera nada de mí, donde solo soy otra cara entre la multitud.

Dejo mi mochila junto a la puerta y suspiro, mirando la oscuridad que se filtra por las ventanas. Mamá no está, otra vez. Las sombras de la sala me parecen más pesadas cuando sé que no vendrá pronto. La única compañía es el tic-tac del reloj en la pared, marcando el paso del tiempo como un recordatorio cruel de su ausencia.

Me quito los zapatos y camino descalza por el pasillo. La casa huele a encierro, como siempre. Mamá trabaja hasta tarde en el hospital, lo sé, pero eso no hace menos solitario el hecho de que casi nunca esté. Cuando llega, trae consigo el agotamiento y un silencio que grita más fuerte que cualquier palabra.

«Estoy cansada, Fiorella». Es lo que siempre dice, como si fuera la excusa perfecta para no mirarme, para no preguntar cómo me siento, para no interesarse. Y aunque sé que no lo hace con mala intención, no puedo evitar pensar que, si de verdad quisiera, encontraría el tiempo.

Subo las escaleras hasta mi habitación y dejo caer mi cuerpo sobre la cama. Las lágrimas quieren salir, pero las detengo. Llorar no sirve de nada. Aprendí hace mucho tiempo que mostrar tristeza no cambia la realidad, solo la hace más pesada. En lugar de eso, miro el techo y dejo que mi mente se llene de pensamientos caóticos, como siempre pasa cuando estoy sola.

No tengo a quién contarle cómo me siento. Mamá y yo nunca hemos sido cercanas. Si papá era la ausencia que dolía, ella era la presencia que pesaba. Cada conversación era una lista de reproches:
-Fiorella, no lavaste los platos.
-Fiorella, ¿por qué la cama está sin tender?
-Fiorella, ¿crees que tengo tiempo para todo?

¿Y qué podía decir yo? ¿Qué mis manos estaban ocupadas resolviendo problemas de álgebra, escribiendo ensayos o repasando la lección para el examen de mañana? No importaba. Lo que hiciera nunca era suficiente. Si cumplía con mis tareas escolares, fallaba en las del hogar. Si intentaba compensar en casa, mi rendimiento académico sufría.

Era un juego imposible de ganar.

Me giro hacia un lado y miro la valija que me acompaña desde la infancia, la misma que llené de dibujos cuando tenía nueve años. A veces pienso que ese escudo perfecto que me he construido, esa imagen de la hija intachable, no es más que un disfraz. Algo que me pongo para que nadie vea lo rota que estoy por dentro.

Cuando era niña, me prometí que no sería como mamá. Que nunca pondría excusas para no estar con las personas que amo. Pero ahora que soy mayor, no estoy tan segura de que sea posible. La vida parece un juego donde todos llevamos escudos, protegiéndonos de las heridas que sabemos que vendrán.

El reloj marca las nueve y media. Me levanto de la cama, camino hacia la ventana y miro las luces de la calle. Me pregunto si mamá llegará esta noche o si, como tantas otras veces, me quedaré sola cenando un plato de sopa fría frente al televisor.

Pero lo que más me pregunto es si algún día esta casa dejará de sentirse como un lugar de paso y comenzará a sentirse como un hogar. Porque, por más escudos que lleve, aún no he encontrado cómo protegerme del frío que dejan las ausencias.

El pensamiento me golpea con una fuerza inesperada: ¿Y si mamá también se va?

La idea no es nueva, pero esta vez se siente más real, como si fuera una certeza que había estado evitando aceptar. Si papá tuvo la valentía -o la cobardía- de desaparecer de mi vida sin mirar atrás, ¿por qué no lo haría ella? Mamá siempre parece tan cansada, tan distante. Como si estuviera aquí solo porque no le queda otra opción.

La habitación comienza a cerrarse sobre mí. El techo parece más bajo, las paredes más cerca. Mi respiración se acelera, y trato de calmarme, pero las imágenes en mi cabeza se desbordan. Mamá empacando sus cosas. Mamá cerrando la puerta sin mirar atrás. Mamá desapareciendo como lo hizo papá, dejando tras de sí nada más que el eco de su ausencia.

Me dejo caer al suelo, el frío de las baldosas perfora mi piel a través de la ropa. Siento un nudo en el pecho que crece y crece, como si alguien estuviera apretándome el corazón con las manos. Las lágrimas empiezan a brotar, calientes y traicioneras, rodando por mis mejillas sin control.

Trato de detenerlas, de empujar todo este caos hacia adentro, donde siempre lo he escondido. Pero no puedo. No esta vez. Mis manos buscan algo, cualquier cosa, para aferrarse, para anclarme. Encuentro mis muñecas y comienzo a rascarme. Primero suavemente, luego con más fuerza.

Es un intento desesperado de sentir algo diferente al dolor que quema dentro de mí. Como si arañar mi piel pudiera distraerme de los pensamientos que me consumen, como si la incomodidad física fuera más fácil de soportar que esta tormenta emocional.

Las lágrimas caen en silencio, mezclándose con el temblor de mi respiración. No quiero gritar. No quiero que nadie me escuche, aunque sé que estoy sola. Nadie vendría de todas formas. Este es mi infierno privado, mi lucha invisible.

«Cálmate, Fiorella. Solo respira.» Intento repetírmelo, como si fueran palabras mágicas capaces de apagar el incendio. Pero no funcionan. La ansiedad sigue apretándome el pecho, y los pensamientos oscuros se convierten en susurros insistentes en mi cabeza.

Me recuesto contra la pared, abrazándome las rodillas, buscando algo, cualquier cosa que me haga sentir menos rota. Pero lo único que encuentro es el vacío. Ese vacío que ha estado conmigo desde que recuerdo, que se alimenta de las ausencias y las despedidas.

«¿Por qué no soy suficiente para que alguien se quede?«

La pregunta me golpea como un puñal. Cierro los ojos con fuerza, tratando de bloquearla, pero está ahí, persistente, innegable. La casa sigue en silencio, tan inmóvil como siempre, y yo, pequeña e insignificante, trato de reconstruirme a partir de los pedazos que sé que no encajan.

Cuando abro los ojos, el reloj marca las diez. Mamá no ha llegado. Pero no me sorprende. No esperaba que lo hiciera. Me arrastro hasta la cama, agotada por la lucha interna, y me dejo caer. No tengo energía para nada más.

Me quedo mirando al techo, deseando que alguien, cualquiera, pudiera escuchar el grito silencioso que llevo dentro.

Pero nadie lo hará.

Nadie lo hace nunca.

El reloj marca las diez y media cuando escucho la cerradura girar. Mi cuerpo se tensa, como si mi sistema nervioso estuviera preparado para enfrentar otra batalla. Mamá está en casa. Puedo oír el ruido de sus pasos pesados y el crujido de su bolso al caer sobre el sofá.

-¡Qué día de locos! -su voz llena la casa con un tono que no tiene rastro de calidez-. Me tuvieron corriendo todo el turno. Y encima, la cirugía de última hora se complicó. No sé cómo quieren que haga todo.

No respondo. Ni siquiera me muevo. Conozco este guion de memoria. Ella descargará sus frustraciones en el aire, y yo seré el único blanco visible.

-¿Fiorella? -Su voz resuena desde la sala, más cortante esta vez-. ¿Hiciste el almuerzo que te pedí?

El silencio que sigue es un abismo. No puedo responder, no quiero responder. Sé exactamente lo que viene después.

-¡Fiorella! -Ahora está más cerca, subiendo las escaleras con pasos que retumban como un tambor. La puerta de mi habitación se abre de golpe, y su mirada cansada se encuentra con la mía. Al ver mi rostro, lleno de lágrimas secas y los ojos hinchados, su expresión apenas cambia.

-¿Qué pasó aquí? ¿Por qué no hiciste lo que te pedí? -pregunta, pero su tono no tiene interés, solo reproche-. ¿Crees que me mato trabajando para venir a casa y encontrar todo tirado? ¿Es mucho pedir que hagas tu parte?

Algo dentro de mí se quiebra, como una cuerda que se tensa demasiado y no puede soportar más.

-¿Mi parte? -mi voz sale baja, temblorosa al principio, pero luego crece con una fuerza que ni yo reconozco-. ¿Qué parte, mamá? ¿La parte de ser la hija perfecta que hace todo lo que tú no puedes porque estás «cansada»? ¿La parte de fingir que esta casa es un hogar y no una jaula donde vivo sola con tus gritos?

Su rostro se endurece, pero no me detengo. No puedo. Las palabras se derraman como un torrente incontrolable.

-¿Sabes qué, mamá? Estoy cansada yo también. Cansada de intentar ser suficiente para alguien que no se da cuenta de que también tengo límites. ¿Quieres saber cómo se siente?

Camino hacia el espejo de mi habitación, donde mi reflejo parece tan roto como me siento por dentro, y, sin pensarlo, levanto la mano y lo golpeo con todas mis fuerzas. El cristal se astilla en mil pedazos, esparciendo fragmentos por el suelo.

El sonido del vidrio rompiéndose corta el aire como un grito desesperado. Mamá retrocede un paso, sorprendida, pero su expresión sigue siendo de furia.

-¡Estás loca, Fiorella! ¿Qué te pasa? -grita, pero esta vez hay algo más en su voz, algo que casi suena a miedo.

-¡No me pasa nada, mamá! -le grito, mirándola directamente a los ojos por primera vez en años, desafiándola-. Solo estoy reflejándote. Esto es lo que haces conmigo todos los días. Esto es lo que siento cada vez que me miras como si no fuera suficiente.

El silencio que sigue es devastador. Su boca se abre como si fuera a decir algo, pero no sale nada. Por un instante, veo en sus ojos una mezcla de culpa y desconcierto. Y luego, como siempre, el enojo toma el control.

-No me hables así, Fiorella. Yo soy tu madre, y no tengo que soportar tus arranques de histeria.

Sus palabras son como una daga, pero esta vez no me importa. Me cruzo de brazos, manteniendo mi postura, aunque siento que estoy temblando por dentro.

-¿Ah, sí? ¿Y qué pasa si no las soportas, mamá? ¿Vas a irte como lo hizo papá? -mis palabras caen como un martillo, cada una más dura que la anterior-. Porque, si es así, hazlo de una vez. Estoy acostumbrada a estar sola.

La veo vacilar por un segundo, pero luego se da la vuelta y sale de la habitación, cerrando la puerta de golpe. Su ausencia llena el espacio con un eco ensordecedor.

Me dejo caer al suelo, entre los pedazos de espejo, mirando los fragmentos que reflejan partes distorsionadas de mi rostro. Una lágrima cae sobre uno de ellos, y veo cómo el reflejo se rompe aún más.

Por un instante, siento algo de alivio. No por haberla enfrentado, sino porque, aunque sea por un momento, fui honesta. Mostré lo que hay detrás de mi escudo perfecto. Pero el vacío sigue ahí, esperando. Y sé que, cuando me levante mañana, todo será igual.

Por un instante, siento algo de alivio. No por haberla enfrentado, sino porque, aunque sea por un momento, fui honesta. Mostré lo que hay detrás de mi escudo perfecto. Pero el vacío sigue ahí, esperando. Y sé que, cuando me levante mañana, todo será igual.

O al menos eso pensé.

Abro los ojos lentamente, confundida. La luz que entra por la ventana es tenue, como si el sol estuviera indeciso entre salir por completo o esconderse tras las nubes. Mi cuerpo se siente extraño, pesado, y noto una punzada en mi brazo derecho. Bajo la mirada y veo una sonda conectada a mi piel. Mi respiración se acelera. ¿Qué está pasando?

Giro la cabeza hacia un lado y la veo. Mamá está sentada en la esquina de la habitación, con el rostro oculto entre una mano mientras sostiene su teléfono con la otra. Sus hombros tiemblan ligeramente, y puedo oír su voz, quebrada, como si estuviera a punto de romperse por completo.

-Sí… sí, está despierta ahora, pero fue… fue horrible. Nunca la había visto así. Pensé que no se iba a detener.

Me quedo en silencio, intentando asimilar sus palabras. ¿A quién le habla? ¿De qué está hablando?

-El médico dijo que puede ser por el estrés. -Hace una pausa, y escucho cómo respira profundamente, como si intentara calmarse-. Sí, sé que es mi culpa… No, no, no lo sé. Intento estar con ella, pero no sé cómo.

Su voz se quiebra por completo en esa última frase, y la escucho sollozar. Mamá está llorando. Nunca la he visto llorar así.

Quiero decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se me atoran en la garganta. Mi mente, en cambio, sigue atrapada en lo que acabo de escuchar. ¿Estrés? ¿Mi culpa? ¿Qué pasó exactamente?

Entonces la escucho decir algo que hace que todo mi mundo se tambalee.

-Fue una convulsión. Estaba en el suelo, moviéndose de una forma que no podía controlar. Pensé que se iba a hacer daño, y yo… -Hace otra pausa, y su respiración se convierte en un susurro tembloroso-. No pude hacer nada.

Convulsión. La palabra golpea mi cerebro como una campana ensordecedora. Trato de recordar, pero mi memoria es un vacío. Lo último que viene a mi mente es el ruido del espejo rompiéndose y el peso de mis propios gritos. Después de eso, nada.

Mamá cuelga el teléfono y se queda mirando el aparato como si fuera un objeto extraño. Por un momento, parece completamente derrotada, una sombra de la mujer fuerte y autoritaria que conozco.

-¿Mamá? -mi voz suena débil, pero lo suficiente para que levante la cabeza de golpe.

Nuestros ojos se encuentran, y por un instante veo algo en los suyos que nunca había visto antes: miedo.

-Fiorella… -se levanta rápidamente y se acerca a la cama, pero su torpeza revela lo insegura que está-. ¿Cómo te sientes?

Quiero responder, pero no sé qué decir. ¿Cómo me siento? Perdida. Rota. Como si el mundo que había construido en mi mente se hubiera derrumbado y no supiera por dónde empezar a recoger los pedazos.

-Estoy… confundida -digo al final, optando por la verdad más sencilla.

Ella asiente, tragando saliva, y se sienta en el borde de la cama. Por un instante, parece que quiere tocarme, pero detiene su mano en el aire.

-Tuviste una convulsión anoche -dice con un tono tan bajo que apenas lo escucho-. Te encontré en el suelo, inconsciente. Tuviste que ir al hospital. Te trajeron de vuelta esta mañana, pero yo… yo no sabía cómo decírtelo.

Sus palabras me atraviesan como cuchillas. Todo se siente irreal. ¿Una convulsión? ¿Eso realmente me pasó?

-¿Por qué? -pregunto, aunque no sé si me dirijo a ella o a mí misma-. ¿Por qué pasó eso?

Ella cierra los ojos, como si esa pregunta fuera la más difícil que le hayan hecho.

-Los médicos creen que es estrés acumulado. Dijeron que necesitas descansar, que no puedes seguir cargando tanto encima.

La ironía de sus palabras casi me hace reír. Ella no sabe que yo siempre estoy cargando demasiado. Siempre lo he hecho. Y lo peor es que una parte de mí sigue convencida de que no es suficiente.

-Fiorella, yo… -su voz vacila, y por un momento parece que va a disculparse, pero en lugar de eso, dice algo que me sorprende más-. Tenías razón anoche. He estado tan perdida en mis propias cosas que no he visto cuánto te estoy lastimando.

Sus ojos se llenan de lágrimas otra vez, y por primera vez en mucho tiempo, no parece la mujer fuerte que he llegado a resentir. Parece humana.

No sé qué decir. Todo esto se siente como una extraña obra de teatro donde los papeles han cambiado. Ella es la vulnerable ahora, y yo… yo estoy demasiado cansada para seguir siendo fuerte.

-Solo quiero que estés bien -dice al final, su voz quebrándose-. Dime cómo puedo ayudarte.

Es la primera vez que me pregunta eso, y por un instante, no sé si reír, llorar o gritar. Todo lo que puedo hacer es mirarla, preguntándome si realmente podre salir de este abismo en el que me siento atrapada.

No sé qué decir. Todo esto se siente como una extraña obra de teatro donde los papeles han cambiado. Ella es la vulnerable ahora, y yo… yo estoy demasiado cansada para seguir siendo fuerte.

-Solo quiero que estés bien -dice al final, su voz quebrándose-. Dime cómo puedo ayudarte.

Es la primera vez que me pregunta eso, y por un instante, no sé si reír, llorar o gritar. Todo lo que puedo hacer es mirarla, preguntándome si realmente podemos salir de este abismo en el que estamos atrapadas.

El silencio se extiende entre nosotras, pesado, casi tangible. Ella desvía la mirada, como si estuviera buscando algo en la habitación que la salvara de este momento. Finalmente, se levanta de la cama con un movimiento torpe.

-Voy a buscar al enfermero para que sepan que ya despertaste -dice, más para llenar el espacio que para informarme.

La observo salir, cerrando la puerta con cuidado detrás de ella. Y entonces, me quedo sola.

Sola con mis pensamientos, que son como piezas de un rompecabezas esparcidas por el suelo, imposibles de encajar. La palabra «convulsión» sigue dando vueltas en mi mente, como un eco interminable. ¿Cómo no me di cuenta de que había llegado tan lejos? El estrés… siempre había estado ahí, como una constante, como un peso al que aprendí a acostumbrarme. Pero ahora, ese peso ha dejado marcas que no puedo ignorar.

Miro un punto fijo en la pared, dejando que mi mente divague. Intento recordar si alguna vez sentí algo así antes. Alguna señal, algún aviso. Pero no hay nada, solo el vacío. Tal vez siempre estuve tan ocupada con todo lo demás que no vi las señales, o tal vez simplemente no quise verlas.

La puerta se abre de nuevo, sacándome de mis pensamientos. No es mi madre quien entra esta vez, sino un hombre alto con una bata blanca y una carpeta en la mano. Su expresión es amable, pero sus ojos tienen esa mirada profesional que evalúa cada detalle. Mi madre lo sigue, con los brazos cruzados y el rostro tenso.

-Buenos días, Fiorella -dice el médico con voz tranquila-. Soy el doctor Salinas. ¿Cómo te sientes?

-Cansada -respondo, mi voz apenas un susurro.

Él asiente, anotando algo en su carpeta.

-Es normal. Tuviste una experiencia muy intensa. Pero ahora que estás despierta, necesitamos hacerte algunas preguntas para entender mejor lo que pasó.

Miro a mi madre, buscando alguna señal de apoyo, pero ella solo asiente lentamente.

-Señora Scaletti, ¿en su familia hay antecedentes de epilepsia o convulsiones? -pregunta el doctor, mirando a mi madre por encima de sus gafas.

Ella se queda inmóvil por un momento, como si la pregunta la hubiera golpeado de lleno.

-No… no que yo sepa -responde al final, su voz temblando ligeramente-. Bueno, al menos no en mi lado de la familia.

El doctor anota algo más y continúa.

-¿Fiorella había mostrado algún episodio similar antes? ¿Algún desmayo, movimientos incontrolables, episodios de confusión?

Mi madre sacude la cabeza rápidamente, como si quisiera descartar la idea por completo.

-No, nunca. Esto fue… completamente inesperado.

-¿Y ha estado bajo mucho estrés últimamente? -pregunta el doctor, con un tono más suave.

Mi madre vacila. Por un momento, parece que va a decir algo, pero luego cierra la boca y mira hacia mí. Su silencio me dice todo lo que necesito saber.

-Sí -digo, tomando la palabra por primera vez-. Mucho.

El doctor me mira, sorprendido, pero asiente con comprensión.

-El estrés puede ser un desencadenante importante, Fiorella. Pero necesitamos hacer más pruebas para descartar cualquier causa subyacente.

Lo escucho hablar, pero sus palabras parecen lejanas, como si estuviera bajo el agua. Todo lo que puedo pensar es en cómo llegué a este punto. En cómo cada día me empujaba un poco más allá de mis límites, pensando que podía manejarlo todo, que no tenía otra opción.

El doctor sigue hablando con mi madre, mencionando estudios y análisis, pero mi mente sigue atrapada en ese pensamiento. ¿Cuántas veces ignoré las señales? ¿Cuántas veces dejé que el estrés me consumiera porque creí que ser perfecta era lo único que importaba?

Miro al doctor, luego a mi madre, y de repente me siento como una espectadora en mi propia vida. Como si todo esto le estuviera pasando a otra persona.

-Fiorella -dice el doctor, interrumpiendo mis pensamientos-, por ahora, lo más importante es que descanses. Tu cuerpo y tu mente necesitan recuperarse. ¿Hay algo que te gustaría compartir? Algo que sientas que debemos saber.

Lo miro, y por un momento, pienso en decirle todo. Sobre la presión, sobre los gritos, sobre el espejo roto que todavía siento en mi interior. Pero no lo hago. Solo niego con la cabeza.

-No, nada -respondo en un susurro.

El doctor asiente, aunque parece que sabe que no estoy siendo completamente honesta.

-Está bien. Si recuerdas algo más tarde, háznoslo saber.

Cuando se va, la habitación vuelve a llenarse de ese pesado silencio. Mi madre no dice nada, pero puedo sentir su mirada sobre mí, como si intentara descifrar qué está pasando dentro de mi cabeza.

Yo solo cierro los ojos, deseando que el peso de todo esto desaparezca.

Pero sé que no será tan fácil.

Continuara…

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