Mil veces.

Había leído la historia del mundo en tantas ocasiones que ya aparecía grabada en su mente palabra por palabra, reviviendo cada una como si fueran sus propios recuerdos.

Pero no importaba, daba igual cuantas batallas ajenas leyera, cuantas noches de lectura reviviendo calamidades e injusticias acumulara en sus días. Hasta que Sofía no vivió en sus propias carnes la libertad reprimida, la obligación de pensar en un bien común, la responsabilidad de cuidar lo que es de todos y de nadie a la vez, hasta ese momento no sintió el horror de la realidad en su piel.

Mil veces hubiera jurado que sentía lo que aquellas historias querían contar, que lloraba consciente del terror de la humanidad, y que su cuerpo temblada ante la idea de poder haber vivido algo como lo que cuenta los libros de historia.

Pero allí estaba, encerrada en su casa por obligación moral y respeto a la vida ajena y la suya propia, y ante las comodidades de la actualidad y la tecnología, se sentía sola y perdida ante la idea de no poder controlar y no poder decidir más allá de lo que ocurría entre sus cuatro muros.

Entonces, ¿Cómo iba a ser tan hipócrita de sentir o decir, que compartía el dolor de la historia, cuando no era capaz ni de imaginarlo? Aquella noche, cuando ya los días comenzaban a acumularse en su rutina escasa, aprendió que no somos consiente del dolor ajeno, que no somos capaces de llorar por los demás, solo se nos riza la piel porque una minúscula parte de nosotros sabe que lo que hoy leemos, fueron los escritos y las lágrimas de miles de persona sufriendo, pero la resignación que ellos padecieron nunca jamás será escrito, comprendido o compartido.

Hoy llora por la impotencia de lamentar solo cuando el miedo recorre su cuerpo, y no el ajeno.

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