06:09 am. Invierno, un día cualquiera. Caminaba por una calle del centro de la ciudad. La luz del sol se mostraba tímidamente por entre los espacios de los sucios edificios impregnados de smog. Las pistas y veredas aún estaban empapadas por la lluvia de la madrugada y sobre ellas reflejaba el tenue alumbrado de algunos postes que aún no se habían apagado. Las barrenderas, en plena labor, se mostraban vestidas de color naranja intenso y abrigadas exageradamente, intentando dejar a la ciudad presentar su mejor cara. Algunos vendedores ambulantes empujaban sus carritos hacia sus habituales ubicaciones mientras otros ya estaban apostados en sus sitios preparando sus botellas de avena y maca o quinua. Los buses y combis se encontraban ya enfrascados en su loca carrera diaria por ganar pasajeros y estos se arremolinaban alrededor de ellas para conseguir asiento y poder realizar su largo viaje sentados. Así comenzaba el día en esta Lima gris.
A unos pasos de donde estaba, pude ver a dos niños acurrucados en la escalera de entrada de un viejo edificio. El más pequeñito, Tavo, se encontraba casi echado sobre Beto, su hermano mayor, quien lo abrazaba por debajo de unos cartones que utilizaban como frazada para protegerse del frío y la llovizna intensa de la madrugada propia de esta época del año.
Beto de unos 11 años y Tavito de 6 vivían en la calle. Tres meses antes, ambos habían escapado de su casa debido a los maltratos que sufrían de parte de su padre, un hombre amargado, dedicado al alcohol, que cada tarde que volvía a casa les daba una paliza, tanto a ellos como a su madre. Fue su propia madre la que los empujó a fugarse de aquel pueblito de la Sierra Central a 15 horas de la capital. La madrugada en que se despidieron fue muy triste, llena de interminables abrazos y lágrimas. Aprovecharon que su padre se encontraba durmiendo la borrachera para escapar. Beto entonces le hizo una promesa a su madre, volver por ella cuando hayan podido juntar algo de dinero y así también salvarla de los golpes y los abusos.
Beto y Tavito iniciaban su día muy temprano, se levantaban de las gradas que utilizaban como cama, recogían las pocas cositas que tenían, entre las que se encontraba un muñeco de trapo y lana hecho por su madre y al que ellos pusieron de nombre Sinchi, que en quechua quiere decir fuerte, valiente. Sinchi era el único recuerdo que tenían de mamá, era su bien más preciado. Guardaban todo en sus viejas mochilas y cruzaban la pista hacia la plazuela de en frente, se acercaban a la pileta y a pesar del frío, metían sus manitos en el agua helada, se mojaban la carita y el pelo al tiempo que Beto sacaba un viejo peine de uno de sus bolsillos y acomodaba a Tavito frente a él para peinarlo, con las chompitas mojadas era hora de buscar el desayuno. Habían conseguido algunos soles la noche anterior y con ellos se acercaron a un puesto de emolientes y avena, pidieron una botella de quinua para compartir y dos panes con queso. No alcanzaba para más. El resto del dinero era para poder ir a comprar dos bolsas de caramelos los cuales debían vender durante la mañana si es que querían almorzar.
Con el desayuno ya en sus panzas, se apostaron en una esquina de la plaza, acomodaron sus mochilas y de una de ellas Beto sacó un par de trapos, le entregó uno a Tavito y una vez que el semáforo estuvo en rojo se abalanzaron sobre los autos parados a pedir una moneda a cambio de la limpiada. Era su rutina, tenían que hacer hora hasta las 8:00 am. para poder ir a comprar las bolsas de caramelos y así poder conseguir dinero para poder almorzar.
Beto y Tavito no hacían otra cosa que trabajar todo el día a pesar de su corta edad. Ambos sabían que no podían darse el lujo de jugar o estudiar, si lo hacían, simplemente no comían. Pese a ello ambos siempre estaban riendo, con esa inocencia y sabiduría propia de los niños para enfrentar los obstáculos que se les presentan, que gran diferencia con nosotros los adultos que somos especialistas para ahogarnos en un vaso de agua.
Llegada las 08:00 am, emprendían su viaje hacia el mercado a comprar sus bolsas de caramelos, hecha la compra comenzaban su larga caminata matutina con el solo propósito de vender todos los dulces hasta antes de la hora de almuerzo y con la ganancia de la venta más las monedas conseguidas limpiando autos poder costear un plato de comida para ese día.
“Caramelos de limón para alegrar el corazón” gritaba Beto mientras ofrecía sus dulces siempre con la sonrisa en el rostro. Tavito en cambio usaba una frase distinta, “Caramelos rellenos de licor para conseguir un gran amor”. La gente al oír su manera de vender sonreía y por supuesto compraba. Con algo de suerte lograban vender sus bolsas antes de medio día y volaban nuevamente al mercado a comprar una nueva para seguir con la venta. Si lograban vender dos bolsas cada uno podrían pedir carne en el almuerzo.
Por la tarde, Beto y Tavito sin descanso alguno, proseguían con su rutina, la venta de caramelos era lo único que podía sustentar sus gastos diarios. Beto administraba el dinero que ingresaba eficientemente, incluso separaba tres soles diarios que eran intocables, pues estaban destinados a cumplir la promesa que le habían hecho a su madre, rescatarla de los golpes y abusos de su padre.
Caída la noche, ya oscuro, con la gente como loca corriendo y arremolinándose alrededor de las combis y buses, los ambulantes retirando sus carritos de emoliente, avena y quinua, Beto y Tavito vuelven a las mismas escaleras que usan como cama en la entrada de aquel viejo y sucio edificio, despliegan los cartones que hacen las veces de colchón sobre ellas, acomodan sus viejas mochilas que utilizan de almohada para el mayor, Tavito se recuesta sobre el pecho de Beto y se preparan para dormir. Hacen una pequeña oración para un dios que por momentos parece haberlos olvidado, sin embargo, a pesar de ello le agradecen por haber podido conseguir alimento para ese día y piden porque allá, en su pueblito de la Sierra Central,
su madre se encuentre bien.
Beto y Tavito pasarán otra noche más a la intemperie, soportando el clima hostil de la madrugada, esperando con ansias que amanezca para dejar de sentir el frío intenso de las noches de invierno y esperando también poder juntar pronto la cantidad de dinero suficiente para poder cumplir con la promesa que le hicieron a su madre lo antes posible.
La admirable valentía de estos hermanos de la calle me enseñó que debo ser más agradecido con lo que tengo, agradecido por poder tomar una taza de café caliente por las mañanas, agradecido de tener la posibilidad de tres comidas al día, agradecido de poder volver a casa y recostarme en una cómoda cama, agradecido por tener un trabajo. Pero por sobre todas las cosas, agradecido por poder tener a mi madre cerca o a una llamada de distancia y poder decirle que la quiero cuantas veces necesite hacerlo.
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