¿Que si recuerdo el día que la conocí? Claro, me lo acuerdo tan bien que hasta podría describir cada detalle. Caminaba por el centro de la ciudad sin detenerme, debido al típico frío crudo de julio. Mis manos tiritaban. Había salido tan apurado de casa que se me olvidó por completo agarrar los guantes. Luego de una fuerte discusión con mi esposa, me había marchado a meditar en soledad tras cerrar la puerta de un golpe. Solo había alcanzado a ponerme una campera bastante fina, muy poco adecuada para aquella noche.
Vi a dos mujeres que, me pareció que eran extranjeras por cómo vestían. Las vi que ingresaban a un bar llamativo ubicado en la vereda de enfrente. Ya lo conocía, y tenía entendido que era uno de los mejores bares de la zona, pero por un motivo u otro, nunca había tenido la oportunidad de entrar. No sabía a dónde ir, así que imité a las dos turistas morochas y me metí al bar que, por dentro, era más lúgubre de lo que asemejaba. De repente, un rayo de luz azul irrumpió contra mi rostro y atiné a cerrar los ojos. Un mozo me indicó que me sentara en la barra de asientos individuales. Observé a las mujeres a lo lejos, que se sentaron cerca de la ventana del patio trasero.
Una vez más me encandiló un rayo de luz. Por supuesto: el local tenía luces de boliche colgadas en el techo que disparaban hacia abajo de manera aleatoria. Pedí un trago lo suficientemente fuerte como para olvidarme de aquella riña con mi esposa, y, por supuesto, me trajeron el de mayor graduación alcohólica. Al terminarlo, pedí otro.
—¿Estás solo? —me preguntó una chica joven que se había sentado a mi lado sin que me hubiera percatado.
Me limité a asentir. Ella añadió:
—Qué raro. Me imaginé que estarías en pareja. Tengo mala suerte con eso.
Me enderecé y la miré a los ojos. Eran de color marrón chocolate y le hacían contraste con la piel blanquecina.
—¡Ah! Yo pensé que me preguntabas si…
—Shh… —. Hizo un gesto de silencio con los dedos para interrumpirme, sin dejar de mirarme con deseo—. Lo sé. Relación complicada.
Asentí nuevamente. Hizo silencio y pidió el mismo trago que yo.
—Me gustan los tipos como vos —admitió tras el primer y largo sorbo de aquella bebida amarga, de estilo americana.
Tengo que destacar la audacia con la que las palabras emergían de su boca. Yo me encontraba en un estado de debilidad máximo, en el que no existía consuelo que me hiciese recobrar las fuerzas para regresar a mi casa, a aquel recipiente de energía negativa que me desgastaba lentamente. A mi esposa la amaba, por supuesto. Pero por alguna razón ya no era tan feliz como cuando éramos novios o recién nos casábamos. Ya llevábamos cinco años comprometidos.
Estiró su brazo y se atrevió a rozar su dedo meñique contra el mío. Sentí un escalofrío repentino. No dejaba de observar mis facciones con deseo y eso alteraba alguna parte de mi cuerpo, al punto que logré olvidarme de la razón por la que me hallaba ahí sentado.
Empapé mis labios con mi lengua sin dejar de mirarla.
—¿Sos de por acá? —pregunté.
—Sí.
—Nunca te había cruzado antes.
—¿Querés saber algo? Yo a vos, sí. Te veo todos los días cuando bajás del tren a las 12:10 del mediodía.
Me sorprendí ante la precisión. Puedo jurar que jamás había visto a esta mujer antes. De haber sido así, quizás, nunca me hubiese comprometido con mi esposa.
De pronto, el alcohol me bajó de manera fugaz como por un tobogán, y tuve que relajar la cabeza contra la barra.
»No lo hagas«, me sucumbía mi voz interior.
—Tengo esposa —solté por fin, apretando los puños.
—No tiene por qué enterarse —me susurró tan suavemente al oído que hizo que se me erizaran los pelos de la piel.
Me estremecí. Tenía tantas ganas de iniciar una aventura con la mujer que tenía sentada enfrente… Pero a su vez me generaba un poco de culpa. Aunque ella sabía tan bien cómo hacerse desear por un hombre atractivo y vulnerable que, me dejé llevar por la codicia y decidí comenzar un juego, que me duraría más tiempo de lo que esperaba.
Así fue cómo la conocí.
No fue sino hasta septiembre que mantuvimos nuestra relación clandestina. Fueron dos meses en los que éramos solo ella y yo; nadie más. Estar piel a piel me rememoraba aquellas épocas en las que recién nos habíamos conocido con mi esposa y nos escapábamos de nuestros padres por un par de horas. Se me venían a la mente vívidos recuerdos del pico de mi juventud, cuando tenía esa sensación de libertad que te da estar alejado de tu familia y hacer lo que se te da la gana. En esos dos meses yo estaba seguro de haber recuperado mi felicidad.
Pasaba mi mano por su cuerpo, de punta a punta, y disfrutaba verla deleitarse conmigo. El sentimiento mutuo era cada vez más intenso. Sentía cómo ella se adueñaba de mi persona e ingresaba hasta lo más profundo de mi ser, haciendo de mi interior una vorágine interminable. Cada vez que la besaba, recuperaba mi aliento que había perdido mientras me limitaba a observarla, sin tocarla, así se incrementaba nuestro deseo; una táctica que bien funcionó.
Pero una tarde que ella se encontraba en mi casa, mi mujer volvió antes de trabajar y ocurrió lo inevitable. Estaba encima de mí. Mis piernas la sostenían en su totalidad y sus brazos amarraban mi débil cuello. Nos hablábamos de tan cerca que nuestras respiraciones se fusionaban. Aquella escena, por más que intentáramos darle una explicación excluyente de adulterio, resultaba completamente injustificable.
Mi señora, para mi sorpresa, lejos estuvo de enfadarse, sino que se puso en papel de víctima. Me dijo que más que bronca, yo le daba lástima. Le daba lástima la situación en general. Decía que no era capaz de creer cómo se lo estuve ocultando todo este tiempo; que debió parecer una pobre tonta.
—No sé quién sos, pero te tenés que ir de esta casa y soltar a mi marido de inmediato —aulló.
Las lágrimas en los ojos no tardaron en hacerse visibles.
Mi amante no dijo nada. Solo se puso de pie, se vistió y salió por la puerta, como le correspondía.
—¿Hace cuánto…?
Me tomó un minuto de silencio meditar la situación.
—Dos meses.
Lloriqueando, acercó una silla del comedor hacia el sillón, donde yo estaba postrado, se sentó y me observó fijo.
—¿Me amás? —preguntó súbita pero tranquilamente.
—¿Qué?
—¡¿Que si me amás?! —se alteró.
—Claro. Por supuesto que te amo.
Era verdad. A pesar de todo, aún la amaba. La amaba, aunque eso no garantizaba en absoluto la felicidad de mi alma. En el fondo yo estaba seguro que podía amarla un poco más. ¿O es que no hay escala de medición para el amor? Bueno, no sé. Pero lo que encontré en esa chica sentada a mi lado en el bar de las luces encandilantes, no lo encontré en nadie más. Ni siquiera en mi esposa el día que la conocí. Ella me hacía sentir especial, joven, íntegro. Llenaba el vacío que tenía en mi interior desde hacía un tiempo. Las horas a su lado las disfrutaba más que con cualquier otra persona.
—No quiero que esa muchacha vuelva a pisar esta casa. ¿Entendido?
Asentí.
Ella se me acercó, tomó con sus dedos mi mentón y me acarició los pómulos. Luego me besó.
—Vos sos mío —susurró—. Solo mío.
Se le dibujó una sonrisa macabra de oreja a oreja. Me corrió por las venas un escalofrío que anticipaba un temor vívido y ganas de salir corriendo y no regresar. Por primera vez le tuve miedo a mi mujer.
—Repetí, decime que soy tuya.
—Sos mía.
Los días siguientes me obligó a quedarme encerrado en casa. Me dejaba bajo llave mientras ella iba a trabajar, y cuando regresaba, lo hacía con comida para que ambos tuviésemos una velada romántica. Todas las noches era lo mismo. En cuanto a mí, no me oponía en absoluto. Es más, hasta logró convencerme de que era una buena idea para que olvidara la aventura que había tenido con esa chica.
Hubo un momento que, como era de esperarse, se sintió a salvo y dejó de encerrarme. Y esa semana, que todavía recuerdo, la despedía con un cálido beso y corría a encontrarme con mi otra mujer. Teníamos dos horas para estar juntos a escondidas.
—Creí que no volvería a verte —dijo el día que nos reencontramos, y me abrazó.
—Está loca. Me tenía encerrado las ocho horas que se ausentaba de casa.
—No está loca, está enferma. ¿Querés que…?
—No. Dejá. Es mejor que nuestra relación siga manteniéndose en secreto. Por ahora.
—De eso te iba a hablar…
—¿Qué?
—Quiero que la dejes de una vez. No quiero, necesito.
Tenía razón. Si nos amábamos, ¿por qué seguir escondiéndonos? Pero a su vez me daba pena por ella, mi esposa. Mi amada esposa, que había perdido un embarazo el año anterior. Ella que, con tanto esfuerzo, al fin había logrado superarlo. Ella que, en algún momento había optado por mi amor, por encima de todo lo demás. Me daba mucha pena.
Me veía inmerso en medio de un contundente desastre. Me sentía sumergido en un lago en donde mis pies eran tironeados hacia abajo, mientras que mis manos eran sujetadas y llevadas hacia la superficie. Quienquiera que estuviese en el fondo, me quería muerto. Y el que tiraba hacia arriba, me salvaba. ¿A dónde quería ir yo? Era la pregunta que retumbaba en mi cabeza.
Otro día que mi esposa llegó, yo estaba recostado en el sillón, a solas, mirando las maderas del techo.
—La viste de nuevo, ¿no?
—No —dije dubitativo.
—El beso en tu cuello te delata, mi amor. ¿No dijiste que yo era solo tuya? ¡¿No lo dijiste?! Decilo.
—Sos solo mía.
Esa noche descubrí a mi mujer en la cocina llorando, agarrada con las dos manos de la cabeza.
—¿Qué voy a hacer con vos? —masculló en tono de enojo.
Me limité a mirarla, apoyado en el marco de la puerta. ¡Qué consternación que me producía!
—¿Por qué? ¿Por qué me engañaste?
Comencé a llorar, aunque anhelaba que ese llanto fuese imperceptible. No quería que mi imagen se debilitara ante los ojos de la persona que más me protegía.
—Dije, ¡¿Por qué me engañaste?! —gritó esta vez.
—La amo —me animé a decir, ahora sin disimular mis lágrimas.
—Yo voy a hacer que dejes de amarla y me ames solo a mí.
Durante los últimos tres meses nos la pasábamos disintiendo en asuntos banales. Cada vez que eso ocurría, a ella se le crispaban los nervios y comenzaba a despersonificarse, tanto, que temía que, por impulso, hiciese algo digno de arrepentimiento. Había llegado a romper vajilla contra la cerámica, destrozado papeles, hasta incluso amenazado con clavarse cuchillos en sus propios brazos si yo no me disculpaba por mis errores. Las peleas llegaban a ser mucho más fuertes que aquella que me impulsó a salir esa noche de julio, y me metí al bar en el que conocí a mi amante por casualidad. Mucho más fuertes.
Una de esas mañanas, abrí los ojos y fui cegado por los primeros rayos de luz que ingresaban entre las hendijas de la persiana semi cerrada. En cuanto pude recuperar la vista percibí un cuerpo pesado encima de mi cabeza. No tardé en darme cuenta que se trataba de una mano familiar: pertenecía a la mujer más bella que había conocido hacía ya casi medio año. Me di media vuelta sobre la cama y le sonreí. Sí, allí estaba ella, enredada entre las sábanas vacías que había abandonado mi mujer, horas atrás. No dejé de pensar en lo perverso que me resultaba todo aquello, saber que ahí mismo descansaba mi esposa todas las noches.
—Buen día.
Sonreí nuevamente.
—Estaba abierto. Ella debe ser una descuidada. Me imagino lo que será la convivencia.
—Últimamente ha estado furiosa, no te das una idea cuánto.
—Tiene sus motivos.
—Quiere que no nos veamos más, yo… No sé qué hacer.
—¿No sabés como divorciarte?
—No, yo…
—No digas más nada. Vámonos lejos. Juntos.
—Estás loca.
—Loca está ella. Yo soy realista. Y buena. Te convengo, mi amor.
Su piel suave y blancuzca quedaba iluminada por los rayos del sol, y aún se le notaba la cara de recién levantada. Como buena observadora que era, estudiaba mis facciones una a una. Permanecimos en posición horizontal, frente a frente, por media hora continua y solo pude sacar una conclusión: era sencillamente hermosa. ¿Cómo era que no la había conocido antes?
Desayunamos en el balcón cerca de las diez de la mañana, mayormente en silencio, contemplando la vida activa de la ciudad a esas horas. Hacía tanto tiempo que no trabajaba temprano… En realidad, hacía tiempo que ya ni trabajaba. En agosto me habían despedido de mi empresa y mi esposa me prohibió salir en búsqueda de un nuevo empleo, hasta que la situación matrimonial estuviese estable.
La brisa cálida de verano le volaba los pelos hacia atrás. Se puso de pie sin hacer ruido y se desabrochó el botón del vestido, que cayó al suelo como una ráfaga y le dejó el cuerpo completamente desnudo.
—A ver si puedo tomar un poco de sol —rió, y luego me tomó la mano.
Las horas a su lado se escabullían como el agua entre los dedos, hasta que, sin darnos por enterado, se hicieron las cinco de la tarde y la muchacha se vio obligada a saltar por el balcón ante la llegada de mi mujer a casa. Tenía estrictas órdenes de no pisar nunca más nuestro hogar. Y yo sabía que si no lo cumplía, pediría inmediatamente el divorcio. Allí se marchaba, corriendo por abajo, semi desnuda, con el vestido en las manos.
La recién llegada se incorporó a la inmediatez del balcón y divisó a mi muchacha alejarse.
—Por favor, decime que no la estuviste trayendo a esta casa todo este tiempo porque me tiro —amenazó, con los ojos empapados de agua salada.
—Sí. No lo hagas. Prometo que no va a volver a pasar.
Mi esposa se había sentado en la baranda del balcón, de espaldas a la calle, y parecía estar dispuesta a saltar por donde había saltado la otra, pero, esta vez, la dirección de la caída provocaría una muerte instantánea.
—Voy a saltar.
—Qué absurda amenaza. Ella no se lastimó al caer.
—¡Si no dejás de hablar de ella como si fuese el amor de tu vida, te prometo que voy a saltar y vas a ser culpable! ¡¿Cuándo vas a entender que sos mío y de nadie más?
—¡Estás completamente loca! ¡Esta no es la mujer con la que me casé!
De inmediato comenzó a llorar con todas sus fuerzas.
—Y vos tampoco sos el hombre con el que yo me casé.
—¿Por qué hacés esto?
—¿Saltar por el balcón? ¡Porque ya no tiene sentido vivir!
—No. ¿Por qué seguís conmigo a pesar de lo que te hice? ¡Yo te amo! Pero merecés algo mejor.
—¡No! Vos sos el que merece algo mejor que toda esta mierda. ¿Por qué te hiciste esto? ¡¿Por qué nos hiciste esto?!
Al final pude rescatar a mi mujer de la cornisa de la muerte. Le dije unas palabras que la tranquilizaron y le agarré la mano con firmeza, pero demostrando siempre mi amor por ella. Cuando la alcé para bajarla y abrazarla tuve la oportunidad de mirar hacia abajo, justo por donde hacía unos instantes había escapado mi amante. Mi esposa tenía razón: la caída era letal. No me cupo en la cabeza qué maniobra debió de hacer la muchacha para saltar dos pisos sin morir en el intento.
Desperté un día de la semana subsiguiente, bamboleándome por los movimientos de un auto. Desde aquella huída repentina, no había vuelto a verla. Me alteré al asomarme por la ventanilla y ver que estábamos en la ruta.
—¿A dónde vamos? —pregunté titubeante a mi esposa, quien manejaba sin dejarse estimular.
—Lejos de ella.
Divisé una vaca a pocos metros.
—¿Y mis cosas? —cuestioné sin quitar la vista del paisaje.
—No te preocupes. Puse lo más importante en tu valija.
En cuestión de horas llegamos al partido de la Costa. Nos instalamos en una pequeña cabaña cerca de la playa, en medio de un inmenso pinar que aparentaba centenares de años. Ejemplares altísimos en su apogeo teñían el cielo de verde. Si agudizaba el oído escuchaba las olas del mar romper, unas contra otras. No se oía nada más que eso y unos cuantos canturreos de aves desconocidas desde algún lugar remoto. Por primera vez, tras mucho tiempo, estaba en paz. Amaba a mi mujer por haberme llevado ahí.
Corrí hacia el interior de la casa y la vi de espaldas a mí, desarmando la valija llena de ropa. A juzgar por cantidad de cosas que había traído consigo, no dejé de preguntarme por cuánto tiempo permaneceríamos allí, apartados de la ciudad. Sonreí cuando se agachó para doblar un par de remeras arrugadas. Sigilosamente me acerqué. No me había visto aún. Cuando se puso de pie, coloqué mis manos en su cintura y la volteé hacia mí. Después la abracé. Fuerte. Como nunca antes.
—Gracias por traerme a este lugar.
Me miró con una mezcla de dulzura, empatía y lástima. La sentí mi esposa, tal como las primeras veces; tal como la sentía antes de entrar a aquel bar raro y haber conocido a la otra mujer.
—Te merecés esto, y más —. Sonrió.
—No. Soy una mierda de marido.
—Todos podemos tener recaídas.
—Gracias, también, por no dejar que hiciera una locura aquel día. Gracias por agarrar mi mano antes de que cayera y me fracturara el cráneo.
—Por eso nunca te abandoné. Porque te amo, y nunca dejaría que te hicieras daño. ¡Pero a veces hasta daba la impresión de que no eras vos! Para lo único que tenía fuerzas era para llorar, mi amor.
Miré el suelo y nos mantuvimos en silencio por un par de minutos. Los pájaros seguían cantando.
—Y perdón —agregué—. No sé en qué estaba pensando.
—No sabés lo terrible que fue para mí. Hubo días que no te podía controlar. Te escapabas. Corrías. Te encerrabas. Creabas tu propio sufrimiento. Tuve que tomar medidas extremas como esconder los objetos punzantes, porque no me dejabas alternativa. Te tuve mucho miedo. Te tuve mucho miedo…
—Ahora lo recuerdo. Nunca fue mi intención.
—Lo sé. Lo sé porque te amo. Y te conozco.
—Todo el tiempo creí que estabas loca.
Asintió y me regaló una sonrisa compasiva.
—¡Soy tuya!, me hacías gritar —rió con ironía—. Nunca me sentí tan ofendida en la vida. Aunque jamás dude de tu fidelidad.
Ahora la veía con claridad. Su cabellera oscura y su piel café con leche se iluminaban con la luz que se filtraba por las copas de los árboles. Definitivamente tenía a mi lado a la mujer más maravillosa que podría haber existido jamás.
—Tengo sueño.
—Tenés unas ojeras terribles, es mejor que duermas —susurró.
Antes que se marchase por la puerta le entregué una última sonrisa y pensé en la suerte que tenía al contar con una persona como ella.
—¿Por qué me trajiste hasta acá? —me inquieté.
—Para que no la extrañes, mi amor…. Para que no la extrañes.
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