Francisco vivía lejos, muy lejos de la ciudad, en una casa pequeña con chimenea, una biblioteca llena de libros, un gran parque con muchos árboles y plantas y un camino de piedras que se perdía en el río. Allí vivía con su mamá, su papá, su hermana menor Lucero y su hermano mayor Juan.
Todas las mañanas el papá de Francisco tiraba semillas en la tierra para que crecieran mazorcas. Crecía la planta, que siempre se mostraba fuerte y alta, pero cuando su papá buscaba entre las hojas, el fruto de las mazorcas nunca estaba ahí.
Crecían los tomates, las zanahorias, la lechuga, las papas, los zapallos; pero nunca las mazorcas.
Todos los días Francisco veía cómo su papá se ponía triste, sobre todo después de la cena.
No sabía cómo, pero quería ayudarlo.
Una noche de mucho calor, mientras Francisco miraba por la ventana de su habitación con la luz apagada; vio una pequeña luz que titilaba a su alrededor. Asombrado la siguió con la mirada, hasta que esa pequeña luz se posó sobre una de sus manos. Jamás había visto algo tan hermoso.
Con todo su amor, Francisco le pidió a ese bichito de luz que ayudara a su papá.
Entusiasmado, el bichito de luz voló hacia el campo en plena oscuridad, y les pidió a sus amigas que la acompañara.
Detrás de una pared de pequeños árboles, muchas, muchísimas luciérnagas levantaron vuelo lentamente y decidieron dormir dentro de las hojas de las mazorcas.
A la mañana siguiente, su papá gritaba de alegría por el campo, Francisco se despertó por los gritos, se acercó a la ventana y vio a su papá saltando de contento mientras le escuchaba decir que las mazorcas, habían regresado.
Fin
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