En memoria de Diego Ferreyra
Está bloqueada la puerta. No debería haber resquicio alguno que permitiese que traspasaran las aberturas. Atravesamos tablones encima de las ventanas y tapamos las grietas por las que ingresaba la luz.
Cinco días atrás logramos refugiarnos en esta cabaña resecada y crujiente. Los demás fueron exterminados adentro de sus casas o huyendo a través del bosque. No pudimos detenerlos. No teníamos planes ni estrategias de defensa.
Las sombras que envolvían las nubes antes de que el temporal destrozara árboles y techos presagiaron un mal augurio. Una señal que ninguno atendió sino hasta cuando escuchamos los primeros alaridos de desesperación, pasada la medianoche.
Los que no sobrevivieron fueron sobrecogidos a causa de su negación e incredulidad. Por resistirse a huir de inmediato.
Nosotros, en cambio, escapamos sin dudar. Sin detenernos a pensar en lo que estábamos perdiendo. Escapamos. Esquivamos puntas de ramas, troncos, rocas macizas. Nos sumergimos en las aguas heladas del río sin titubear. Lo cruzamos. Trepamos la montaña empapados. Resbalamos pendiente abajo varias veces. Nos caímos, nos levantamos y seguimos corriendo hasta toparnos con esta construcción rústica que al parecer había estado abandonada por años.
Durante el escape no tuvimos tiempo para analizar qué eran, ni por qué se habrían encruelecido con los otros arrancándoles la piel y los órganos. Los imaginamos tirando los trozos fríos e informes de nuestros seres queridos a medida que avanzaban hacia otras víctimas.
En la cabaña intentamos reconstruir algo de lo que habíamos escuchado mientras corríamos. Creemos que a la mayoría los asfixiaron enroscándose en sus cuellos. Tenemos la impresión de haber escuchado más sonidos de ahogamiento que alaridos desesperados. Aunque quizá estemos negando los alaridos. No queremos pensar mucho.
No puedo creer que estemos elucubrando cómo los mataron. Aunque en verdad me parece que al mismo tiempo y sin querer, estamos imaginando nuestras muertes. Sabemos que no sobreviviremos. Están decididos. No sabemos por qué. Pero están determinados a exterminarnos.
Tenemos un recuerdo menos vago pero que nos confunde aún más. Los cinco creemos haber escuchado, en medio de los gemidos, los alaridos de desesperación de nuestros amigos. E incluso haber entrevisto unas luces fluorescentes subiendo hacia la copa de los árboles en el mismo momento en que los aullidos de las bestias alcanzaban un tono agudo y aterrador. Parecían gozar con la muerte. Como si sus crímenes tuvieran algo de orgía festiva. Algo que nos producía un rechazo y una amargura que jamás antes ninguno de nosotros había sentido. Mientras corrimos sólo parábamos para vomitar. La angustia se apoderaba de nosotros como si ya nos hubieran capturado.
Adentro de la cabaña conjeturamos qué podría haberlos atraído hasta el bosque y por qué querían acabar con todos. Notamos que había una relación de contigüidad entre los sonidos que producían las bestias y las luces fluorescentes que se elevaban hacia el cielo. Como si al matarlos se nutriesen de sus víctimas. Aunque estábamos especulando en vano. No sabíamos qué querían de nosotros. Ni aún lo sabemos.
Durante muchos años el bosque nos había protegido del fracaso de la especie. Habíamos sido testigos de la conversación de las aguas que bajan de las montañas, del batido de los picaflores, de la órbita invisible que hace el viento entre los abetos y los cedros. Nuestra vida había transcurrido sin altibajos ni alertas. No habíamos vivido violencia, abuso o intolerancia. Hasta que ellos invadieron el bosque hambrientos de un odio criminal cuyo origen desconocemos.
Ahora estamos encerrados en este espacio mínimo que aireamos cada tanto abriendo una ventana. Sintiendo correr un frío constante en la espalda. Las manos y los pies congelados. Compartiendo una tribulación que aprieta el pecho. Asustados pero vigilantes.
La incertidumbre lo ha ensombrecido todo. Estamos extremadamente sensibles. Llevamos días sin dormir una noche entera. No tenemos qué comer ni qué beber. La sed nos debilita. La falta de alimentos no nos perturba. Estamos tan alterados que no tenemos hambre. Estamos desconcertados y confundidos. Apenas si intercambiamos algunas palabras para idear, si acaso, una salida. Estamos demasiado acongojados como para pensar.
Nos encerramos en esta construcción desvencijada con la ingenua pretensión de protegernos de los extraños asesinos. Y ahora no podemos salir.
Los oímos cada vez más cerca. Los escuchamos arrastrarse de a cientos, reptando, produciendo inhalaciones largas y ásperas. Tenemos la ilusión de que quizás, al haber atravesado el río, al mojarnos, los hubiésemos despistado. En una de esas no pueden olernos. Pero no sabemos qué sentidos tienen. No tenemos la menor idea. Ni siquiera sabíamos que existían.
Ninguno de los cinco los nombra. Creemos que su sola mención podría acortar los tiempos de nuestro acechante infortunio. Sabemos casi nada de ellos. Aunque percibimos que se mueven más rápido cuando cae la tarde. Como si su potencia creciera con la oscuridad. A medida que anochece estamos más ansiosos, más incómodos y sentimos más frío. Ojalá sólo fuera una pesadilla. Aunque lo único irreal son las vaharadas de sangre que nuestras mentes sugestionadas imaginan oler. Lo que es imposible: la comarca está a kilómetros de esta cabaña, y fue allá donde los asesinaron.
El día en que encontramos esta casucha un olor ácido y picante había empezado a invadir el bosque. Como si sus cuerpos exudasen un picor agrio que al expandirse en el aire produjese una comezón incómoda.
Más tarde los oímos moverse rasando los troncos caídos, las zarzas y los helechos; envolverse en las ramas de los árboles.
Todo empeoró.
Hace unos días, apenas se apaga el atardecer, los olemos y escuchamos a menor distancia. Sisean silbidos que logran confundirse con el ulular del viento. Aunque son ellos. No sabemos que están esperando pero suponemos que no falta mucho para que aprieten con sus cuerpos deshuesados esta cabaña hasta hacerla estallar en millones de astillas. O que entren por nosotros.
Cualquiera de los cinco daría cualquier cosa por recuperar alguna certeza. Por cerrar los ojos sabiendo que nada pasará mañana, ni pasado ni nunca. Pero ya aceptamos que eso no va a suceder. Apenas tratamos de dormir de a turnos de dos horas. No damos más.
Hoy se cumple una semana de refugio. Creemos que recién se escondió el último rayo de sol porque aquí adentro acaba de ampliarse la oscuridad. Los estamos intuyendo desde el amanecer: con impotencia, terror y temblando. No tenemos abrigo.
Hemos estado contando los minutos desde la mañana. Ahora sí los oímos muy cerca. Demasiado cerca. Han empezado a moverse hacia nosotros. Están viniendo agrupados, amontonados. Escuchamos los siseos alrededor nuestro.
Somos un hato de tontos que intentamos una resistencia inútil en este bosque húmedo que ahora es tierra de muerte. Estoy harto de estar tan asustado. Creemos que en el pueblo no quedó nadie. Sólo nosotros. Cinco a punto de desaparecer. Cinco que nos ojeamos sin vernos; cegados por la oscuridad que creamos al tapar las grietas que había entre los listones de madera. Aterrorizados y conscientes de que, salvo que ocurra un prodigio, estamos respirando nuestros últimos minutos de vida.
Las criaturas están muy cerca. «Se enroscaron», susurra uno de mis compañeros tras un temblor que acaba de sacudir los listones de madera. «Ya están aquí», dice otro. Notamos una baba negra colándose por huecos milimétricos que ni sabíamos que habíamos dejado abiertos. No podemos vernos a los ojos, ni despedirnos antes de nuestros últimos alientos. No nos dan tiempo. Los cinco nos metemos debajo de los muebles. Tratando de escondernos de las babas brillantes que lentamente empujan los trapos que metimos entre el umbral y la puerta.
Yo permanezco escribiendo, temblando, horrorizado pero escribiendo. Me resisto a vencerme ante el pánico. Mi convicción por testimoniar esta historia es tan fuerte como el hambre de muerte de las bestias.
Se deslizan hacia nuestros cuerpos. Reptando por los pisos astillados sin causarse heridas. Uno de mis compañeros acaba de ser absorbido por la lengua de uno de ellos. La viscosidad de otro acaba de posarse sobre mis botas. Espera. Se toma un tiempo; como si supiera que así aumenta mi sufrimiento. Yo escribo sin parar, transpirando miedo, dejando a un lado mi instinto de supervivencia; aferrándome a mis convicciones. Sé que en unos minutos estaré muerto. Pero no me habrán matado ni a mí ni a los que dejamos atrás, si alguien encuentra este relato.
Está subiendo por mis rodillas, pero no entiendo. ¿Por qué se frena en mis muslos? Siento las gotas de transpiración deslizarse por mis mejillas. Me tiembla el cuerpo y tengo las manos húmedas. Me resulta casi imposible tomar el lápiz con firmeza. No sé si alguien podrá entender esta letra cada vez más nerviosa.
Las otras bestias están envolviendo los cuellos de mis otros tres compañeros. No soporto sus alaridos. Quiero que todo termine.
Estoy aferrado a esta escritura, es lo único y lo último que me queda.
El inmundo asesino se paraliza. Un sonido áspero resuena cuando saca la lengua; su olor es nauseabundo. El cuerpo me pica. No quiero rascarme. Quiero morir escribiendo. Acaba de envolverme los muslos. Se paraliza. Sus babas gelatinosas chorrean a través de mis pantalones. Parece disfrutar de mi pánico. No se mueve. Sólo me olfatea una y otra vez.
Se queda otra vez quieto. Me confunde. Me da tiempo a escribir un poco más. Parece conocer mis intenciones. Complacerse con el terror que en el futuro pueda causar la lectura de mis palabras. Usarme para advertir, a los que quizás lean esto en el futuro, acerca de su capacidad de exterminio.
OPINIONES Y COMENTARIOS