—¡Continuando con los puntos concernientes a la jornada matutina, les pido un fuerte aplauso para la Magíster Verónica López! —anunció el moderador. Verónica se levantó de su asiento con aquella actitud orgullosa y elegante que la diferenciaba entre sus competitivos colegas—. Licenciada en Derecho y Ciencias Políticas, egresada de la Universidad Oficial con Maestría en Derechos Civiles Modernos —proclamó el moderador, en medio de los atronadores aplausos que la seguían hasta la tarima, en la que se hallaba la mesa alta de los expositores.
La profesional vestía un elegante conjunto de falda negra y blusa blanca, acompañado por un saco oscuro que resaltaba su cabello rizado. A pesar de ser joven, Verónica, demostraba una seguridad que resultaba amenazadora para muchos hombres.
La prestigiosa expositora saludó uno a uno a todos los importantes invitados a la ceremonia, mientras el moderador seguía leyendo la interminable lista de títulos, post grados, maestrías y doctorados, y cuando se pensaba que había concluido, sacaba otra lista, pero ahora para leer todos los libros, folletos y artículos publicados por la expositora. Otra tormenta de aplausos estalló, y Verónica solo pudo inclinar la cabeza levemente para agradecer por aquel agradable recibimiento.
Ni los expositores, ni el moderador, ni ninguno de los más de dos mil participantes del seminario, se percataron de lo nerviosa que estaba Verónica, y aún si lo hubieran notado, se lo acreditarían a su notable humildad. Nadie se imaginaría que ese día, ella buscaba revelar la verdadera naturaleza de los gobernantes, o por lo menos, no lo buscaba directamente, pero sabía que aquello era una consecuencia inevitable.
—Muchas gracias por ese cálido recibimiento —saludó con elegancia la expositora, esbozando una tímida sonrisa—. Como deben saber, el consejo académico me ha pedido que les hable acerca de los modernos derechos civiles. —detalló, mientras daba una rápida mirada por el auditorio, ubicando a las principales autoridades de la universidad y a las figuras políticas invitadas—. Hace veinte años hablar de los nuevos o modernos derechos civiles, resultaba casi una burla, puesto que en esta rama del derecho no hay nada que no se haya escrito, o de lo que no se haya discutido antes.
El público respondió con risitas tímidas, algunas más nerviosas que otras, pensando que debía tratarse de un mero chiste improvisado que algunos podrían mal interpretar. Verónica hizo una pausa y luego enfocó sus ojos en el ministro Aníbal Pedrosa, encargado del Ministerio de Seguridad Pública, un hombre de unos cincuenta años, obeso y vestido con un traje azul costoso, que obviamente no superaba el escandaloso precio del tratamiento quirúrgico para su cuero cabelludo, gracias al cual, ahora lucía un cuero cabelludo más abundante y fuerte que el de cualquier adolescente.
—Antes de empezar quiero disculparme —indicó Verónica; apretó sus labios rojos con delicadeza, como si tratara de aguantar las palabras. El público hizo silencio—. Sé que muchos han escuchado sobre el elixir, y tal vez algunos han considerado la posibilidad de inocularse esa sustancia. —Notó de inmediato la incomodidad en el público. Escuchó los murmullos a sus espaldas, procedentes de la mesa de expositores.
Ella se ubicaba en el pedestal principal, con todas las luces del recinto enfocadas en su persona. Las cámaras que transmitían el evento la seguían a ella también, pero algunas otras se dirigían a las personalidades más prominentes en el lugar.
—Creo que también lo llaman «el suero» —continuó, mientras observaba con cierta satisfacción al ministro Aníbal, quien hacía un esfuerzo implacable por abandonar su butaca. El ministro forcejeaba con su amplio trasero, que le impedía despegarse del cómodo asiento rojizo—. Señor ministro Aníbal, esta exposición aún no termina. ¿Pretende retirarse tan temprano? —Llamó su atención Verónica. El hombre la miró entre asombrado y molesto. El resto de los presentes dirigieron sus curiosas miradas hacia el obeso ministro, quien se vio obligado a mostrar una sonrisa cordial.
Las luces del recinto enfocaron al obeso ministro. Los cuchicheos en el público no se hicieron esperar.
—¡Señor ministro! —insistió la expositora—. ¿Puede explicarme lo que es una acción de inconstitucionalidad?
—Mi estimada… Verónica, siempre es un placer saludarte —tartamudeó el ministro, intentando ocultar un chillido temeroso en su tono de voz—, creo que debemos discutir esto en privado —agregó el obeso funcionario. La blanca y costosa camisa que llevaba bajo el saco se le empapó de inmediato a causa del sudor, aun a pesar del aire acondicionado regulado para los importantes invitados—. Comprendo que estás molesta por la decisión que emitió el Tribunal Superior.
—¡No ha contestado a mi pregunta! —El fuerte grito de la expositora resonó a través del micrófono. Las autoridades, los colegas, los clientes y los compañeros de trabajo miraron asombrados aquel drástico cambio de actitud en la generalmente serena personalidad de Verónica.
—No hay ninguna falta a la constitución… —aseguró el ministro. Finalmente había logrado incorporarse, pero esto solo había servido para llamar más la atención del público, que de inmediato ubicaba sin problemas su obesa figura. Las luces del salón, siempre enfocadas al expositor, ahora se dividían en dos columnas de luz, la primera enfocando a Verónica y la segunda en el ministro.
—¡Entonces al menos sabe lo que es la Constitución! —vociferó una vez más. La elegante expositora hizo una pausa y trató de respirar, pero en su voz se podía percibir su creciente ira—. Creo que les debo una explicación —dijo, pero ahora dirigiéndose al público. Reasumió su tono de voz, adecuándolo a una exposición normal—. Deben estar pensando que probablemente soy la amante despechada del ministro, haciendo una escena frente a todo el país, para dejarlo como la miserable rata que es —agregó, sin dejar de sonreír.
—Verónica, por favor… —intentó hablar el ministro.
—¡Cierra el maldito hocico, perro asqueroso!
—No tengo necesidad de soportar una humillación como esta —intervino el ministro de nuevo, antes de empezar a dar disculpas a aquellos que estaban a su lado, mientras buscaba dejar atrás la bochornosa escena.
—¿Cuántos magistrados compraste? —indagó Verónica. El público guardó silencio y el ministro se detuvo sin mirar a su interlocutora—. Cuando presenté ese recurso de inconstitucionalidad, el mismo iba con pruebas, informes médicos, estudios psicológicos y químicos de lo que ese suero le está haciendo a la gente, y ahora resulta que no hay evidencias de ningún tipo, y peor aún, resulta que mi recurso se refleja en el sistema judicial digital como si nunca se hubiera presentado.
—Si tiene algo que denunciar hágalo ante las autoridades competentes… —farfulló el ministro una vez más.
—¿Se refiere a la magistrada Ponds, al magistrado Olivera o quizás al magistrado Carmilo? —ironizó, develando una sonrisa que fallaba en disimular su ira. Una mujer en la multitud gritó. Varios hombres armados ingresaron a la tarima en la que se encontraba la mesa de expositores.
Con ametralladoras en mano, hicieron que todos los expositores y las otras autoridades se levantaran dejando la mesa principal vacía. Ahora, aquellos que dirigían el seminario, habían pasado a formar parte del público. Los hombres armados seguían las órdenes de Verónica, y solo hizo falta un gesto de esta para que trajeran a los magistrados antes mencionados, atados a camillas verticales, como si transportaran a peligrosos pacientes con serios desequilibrios mentales. La magistrada Olivia Ponds, una mujer delgada y pálida, con el largo cabello castaño de unos sesenta años, completamente aterrada, presidía la morbosa procesión; seguida de cerca por el magistrado Mario Olivera, un hombre alto y cuarentón, completamente calvo, el cual llegó inconsciente y con la camisa blanca manchada de sangre. Finalizaba la reunión de rehenes el magistrado Jaime Carmilo, el más joven entre los tres, y al cual llevaban casi desnudo, solo con los calzoncillos para cubrir sus partes íntimas. Este último también llegó inconsciente.
—Verónica, ¡qué has hecho! —exclamó el ministro Aníbal. No pasó mucho tiempo, para que la palabra terrorista se escuchara entre las personas del público. Ni uno solo de los espectadores se atrevió a levantarse de su butaca. No necesitaban que Verónica lo dijera, ahora todos son rehenes.
—Siéntese ministro, esta disertación apenas está comenzando —advirtió Verónica. El ministro se orinó en los pantalones, las personas que aguardaban a su lado lo notaron, pero ninguno intentó ayudarlo cuando este intentaba sentarse nuevamente.
—¿En que estábamos? —indagó, como si hablara con alguno de sus alumnos, en el interior de un modesto salón de clases—. ¡Ah claro! —exclamó sonreída, antes de dedicar una lenta mirada a los rehenes que permanecían amarrados a las camillas verticales por encima de la tarima.
Alguien en el público gritó. De inmediato se escuchó el rústico sonido del metal estrellándose contra la cabeza de alguien. Verónica puso los ojos en blanco, recordando que uno de sus asociados la alertó sobre la posibilidad de algún idiota haciéndose el héroe en medio de la toma de rehenes.
—Estaba por mostrarles la realidad de aquellos que nos gobiernan —detalló, ignorando el rostro ensangrentado del idiota que había intentado hacerse el héroe.
Se acercó a la tarima y se colocó a un lado de la magistrada Olivia Ponds, quien la observaba con ojos suplicantes. En el gran salón había al menos dos mil espectadores y por lo menos cincuenta hombres fuertemente armados al servicio de la expositora. Verónica retiró la mordaza que tenía la magistrada, y esta enseguida imploró por su vida, pero solo recibió una fría mirada de aquella mujer con la que había trabajado tantas veces en el pasado.
—¡Verónica, por favor! —suplicó la magistrada Ponds—. ¡Esta no es la solución!
—Ustedes me obligaron a llegar a este extremo —aclaró Verónica—, no hay vuelta atrás, el pueblo debe saber lo que están haciendo.
—Soy tu mentora —comentó la magistrada nerviosa— tú misma lo has dicho. —Le recordó, pero solo recibió una fría mirada por parte de su pupila.
—No sé lo que eres ahora —advirtió Verónica—, pero estoy segura de que no eres la mujer que conocí en la universidad. Ni siquiera estás viva.
Varias mujeres en el público lloraban desconsoladamente, mientras sus esposos y compañeros trataban de calmarlas. Los soldados con uniformes oscuros recorrían los amplios pasillos que atravesaban las hileras de butacas. Al final de cada pasillo, una extraña máquina con afilados ganchos, bloqueaba cada salida del auditorio. Las personas prefirieron no mirar el extraño conjunto de artilugios.
—¡Como les mencione inicialmente, el elixir o suero, es la nueva promesa del gobierno para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos! —detalló, mientras sacaba un largo trapo blanco con el cual procedía a cubrir los ojos de la magistrada Ponds, quien luchaba en vano por liberarse de la camilla—. ¿Sabe alguno de ustedes, exactamente cuáles son los componentes de este milagroso suero? —preguntó, pero obviamente nadie se atrevió a responder—. ¡Señor ministro Aníbal, explíquenos qué es esta sustancia a la cual llaman «el suero», y cuáles son sus «beneficios»!
—Lo que diga, solo lo desmentirás… —contestó el ministro, intentando demostrar un valor que no tenía—. El suero es un milagro de la ciencia moderna… es algo que cambiará el mundo.
—La segunda guerra mundial cambió al mundo —le recordó Verónica—, al igual que las bombas arrojadas en las ciudades japonesas de Nagasaki y Hiroshima, o el accidente nuclear en Chernóbil. —Hizo una señal con las manos, y enseguida uno de los soldados llegó a la tarima, llevándole un largo cuchillo plateado—. ¿Sabe que otra cosa cambió al mundo, ministro? —cuestionó una vez más, mientras sujetaba con manos temblorosas el grueso cuchillo plateado—. El descubrimiento de la energía nuclear. Estamos de acuerdo en que el mundo cambió, pero no para mejor.
El silencio en el auditorio solo se interrumpía por los pasos de los soldados armados y los gemidos suplicantes de la magistrada Ponds, puesto que los otros magistrados seguían inconscientes. Verónica tomó el cuchillo plateado y lo enterró sin contemplaciones en el abdomen de la magistrada. Las personas en el público gritaron aterradas ante la ejecución pública; algunos hicieron el ademán de levantarse, pero los soldados armados se encargaron de borrar cualquier idea arriesgada de la mente de los espectadores. Verónica trazó varios cortes dejando expuestos los intestinos de la magistrada que se hacía llamar su mentora. La sangre fluyó por la herida abierta, y se derramó sobre la tarima de los expositores, mojando la falda y las medias de la víctima.
—¡Estas son las maravillas del suero! —anunció, antes de hacer un nuevo gesto con el cuchillo ensangrentado, y otros dos soldados emergieron desde la multitud para asistirla en aquella macabra labor. Usaron cuchillos plateados, y de la misma forma, abrieron los vientres de los otros dos magistrados.
Una persona en el público no logró contener las náuseas y terminó volcando su almuerzo a medio digerir sobre la costosa cabellera del ministro Aníbal. Verónica rebuscó dentro del cuerpo abierto que tenía al frente, y luego tiró de los intestinos como si de una soga se tratara. Hizo otro gesto, y sus leales soldados procedieron a arrastrar las grotescas máquinas situadas al fondo del salón. El público pudo observar mejor a los artilugios. Muy pocos profesionales habrían podido reconocer aquellos aparatos de tortura medievales, empleados para arrancar pedazos de los intestinos mientras las víctimas aún se hallaban vivas. Los espectadores gritaron horrorizados, mientras la expositora y los otros dos soldados tomaban los intestinos y los envolvían en las espinas relucientes de las misteriosas máquinas.
—¡Olivia, Mario, Jaime! —llamó Verónica. Los tres magistrados se retorcían en las camillas verticales, con los vientres abiertos y la sangre brotando sobre la tarima—. ¡Esto es lo que ofrecen al pueblo!
El público presenció asombrado que los tres magistrados aún seguían vivos a pesar de las heridas mortales. —¡Vamos, muéstrenle al pueblo lo que son ahora! ¡Que la gente vea! —anunció Verónica. Uno de los soldados liberó a la magistrada Olivia. La multitud esperaba que la mujer cayera delirando a causa de la mortal herida, pero nada de eso sucedió. Olivia se quitó la venda y estaba perfectamente bien. Se movía sorprendida, pero no adolorida. La mujer al inicio trató de recuperar sus intestinos, pero al ver que no era posible deslindarlos de aquellas máquinas, optó por retirarse con el resto de los intestinos que aún quedaban en su vientre. El espectáculo fue tan horrendo que los desesperados académicos solo guardaron silencio, mientras Olivia intentaba dejar el escenario, aún con tiras de sus intestinos colgando de la herida abierta.
—¡Déjenla! —ordenó la anfitriona del perturbador evento, cuando vio que uno de sus soldados intentaba bloquear el paso de la magistrada—. ¡Hay cámaras afuera! ¡Quiero que el mundo la vea tal como lo que es!
Olivia no pidió auxilio, no lloró, no gimió. Su sangre seguía manchando el suelo, pero esta parecía más avergonzada que asustada. Aquello no era posible y aun así todos lo estaban viendo. Una ciudadana que había ingerido el suero, y que ahora era inmortal, o tan inmortal como cabría pensar, luego de verla caminando con sus intestinos desparramados por el auditorio.
—Dios santo, ¡qué es esto! —exclamó alguien en el público.
—Esto es el suero —reveló Verónica—, el gobierno quiere inmortales y ahí los tienen… ¡Mírenlos! ¡Cadáveres caminando entre nosotros, fingiendo que aún están vivos! El suero es una forma de negar nuestra naturaleza humana.
Mario y Jaime, los otros dos magistrados despertaron. Verónica les dio la bienvenida, y como si se tratara de un juego macabro, les dijo que, para irse, solo tenían que hacer lo mismo que la magistrada Olivia. El aterrador espectáculo se repitió dos veces más. Mario y Jaime también habían ingerido el suero, y ahora eran inmortales, similares a Olivia.
Verónica se entregó sin mayores inconvenientes al igual que el resto de los soldados. No hubo ni un solo muerto entre los presentes. Ni siquiera Olivia, Mario y Jaime murieron, ya que después de dos semanas, emitieron declaraciones tratando de desmentir a Verónica, dejándola como una terrorista. Aun así, el pueblo supo lo que buscaba su gobierno, muchos rechazaron el suero cuando este se hizo público, pero muchos otros aceptaron la sustancia para volverse parte del macabro futuro.
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