EL SEÑOR DE LOS JUEGOS

EL SEÑOR DE LOS JUEGOS

fran

12/12/2025

Los pasillos del pabellón sur del asilo huelen a pintura fresca, pero debajo de ese aroma reciente siempre flota otro: humedad vieja, desinfectante rancio y algo parecido a papel quemado. Dicen que es el rastro que dejó el “Incidente Quinteros”, donde la doctora Martina Quinteros se involucró sentimentalmente con un paciente suyo y terminó en el incendio que destruyó el lado B del asilo… Nadie habla del tema durante los turnos oficiales, pero basta con cruzar el estacionamiento en la madrugada para escuchar a los guardias murmurando que el nombre “Martinita”
todavía se filtra entre las paredes, como un eco que no termina de morir.

La Dra. Miranda Vielma llega allí el primer lunes de noviembre. Tiene veintisiete años, un currículum impecable y la convicción absoluta de que ella no será consumida por la leyenda.
—“Solo son historias para asustar a los nuevos” —le dice el administrador mientras firma los últimos papeles.
Ella sonríe y asiente, aunque por dentro siente un pequeño cosquilleo. Algo cercano a la expectación. O quizá, algo más oscuro: hambre de comprender lo incomprensible.

Miranda no lo admite, pero eligió este asilo por eso. Por ese legado prohibido. Por la sombra de Martina Quinteros, la prodigiosa psiquiatra convertida en monstruo. Había leído cada documento, cada informe censurado, cada frase entre líneas. Si ella cayó, ¿por qué?. ¿Dónde empezó todo?.

Ahora cree que puede encontrar la respuesta.

Por la tarde, la notifican de su primer caso.
—“No es peligroso físicamente” —explica el jefe de seguridad—, “pero es… inquietante. Y muy astuto. No lo subestime”.

El expediente tiene una etiqueta roja: J-2710. “El Señor de los Juegos”.
Miranda lee los detalles.
—“¿Brote psicótico en un centro recreacional?”.
—“Sí. Dicen que convirtió el lugar en un tablero humano —responde el enfermero, sin mirar demasiado el archivo—. La policía lo encontró repartiendo cartas entre los visitantes. Los tenía parados en círculos. Les decía que estaban -esperando al jugador ganador-”.

Miranda no comenta nada. Siente un nudo en la garganta que no es miedo, sino una especie de fascinación involuntaria. Cuando finalmente ve al paciente, está sentado en la sala de entrevistas con una postura que parece ensayada: espalda recta, manos entrelazadas sobre una caja metálica y una sonrisa que no encaja con ningún estado emocional conocido.

—“Buenas tardes, señor…” —dice Miranda.

—“Juegos” —interrumpe él—. “Puede decirme así, doctora. Al fin y al cabo, los nombres no son más que títulos de piezas. Algunas avanzan en línea recta, otras en diagonal. ¿Cuál será usted?”.

Miranda intenta mantener la compostura.
—“Soy la encargada de su evaluación”.

—“Ah, entonces es una nueva jugadora” —responde él, abriendo la caja. Dentro hay fichas de colores, dados desgastados, piezas de ajedrez mezcladas con monedas antiguas—. “¿Sabe, doctora? El mundo entero no es más que un gran tablero. Algunos creen que lo juegan… pero casi todos son fichas sin darse cuenta”.

Ella anota, tratando de ignorar el leve temblor que siente en la yema de los dedos.
—“¿Y usted se considera jugador?”.

—“Oh, no siempre. A veces observo. A veces apuesto. A veces… intervengo”.

En su sonrisa hay algo casi infantil, pero detrás de ese brillo hay un cálculo que impresiona a Miranda más de lo que debería. Cuando la sesión termina, él hace sonar un dado entre sus dedos y comenta, como un secreto suave:

— “El asilo cambia cuando llega una jugadora nueva. Es como reiniciar una jugada”.

Miranda sale del consultorio con una certeza irracional: él sabe algo. Algo que no aprendió leyendo, sino mirando demasiado dentro de la mente ajena.

En la segunda sesión, él coloca un tablero vacío sobre la mesa.
—“Un simple juego, doctora”.

—“Preferiría trabajar con preguntas clínicas” —dice ella, sin mucha convicción.

—“Cada sesión, una pregunta directa” —explica él, sin hacer caso—. “Yo haré una. Usted hará otra. Si uno miente… pierde una pieza de su mente”.

Miranda frunce el ceño.
—“Eso no tiene sentido”.

—Oh, sí lo tiene. La mente es un tablero. Cada mentira es una pieza que se desplaza donde no debería. Con suficiente tiempo, el tablero entero se distorsiona. Usted lo sabe, doctora Vielma. Por eso está aquí, ¿no?”.

Ella aprieta los labios.
—“De acuerdo. Pregunte”.

Él no tarda:
—“¿A quién intenta salvar realmente?”.

Miranda no esperaba esa pregunta tan pronto.
—“A mis pacientes” —responde.

El Señor de los Juegos sonríe.
—“Mentira. Pierde un peón”.

Ella siente un escalofrío. No por la frase, sino porque en ese instante, por un momento fugaz, creyó haber mentido sin querer.

Su turno:
—“¿Cuál es su objetivo en el asilo?”

Él cierra la caja, la abre y deja caer un dado blanco sobre la mesa.
—“Encontrar a la jugadora adecuada”.

En las siguientes sesiones, las preguntas se vuelven más densas, más íntimas.
—“¿Por qué escogió este trabajo?”.
—“¿Qué es lo que teme realmente?”.
—“¿La locura le parece repulsiva… o atractiva?”.

Miranda empieza a dormir mal. Siempre sueña con pasillos infinitos, con tableros extendiéndose como venas por todo el asilo. Y con figuras moviéndose entre casillas: una mujer con traje rojo y negro, riendo sin sonido. Una noche despierta sobresaltada y encuentra sobre su escritorio una pieza de ajedrez: un peón negro. Nadie tiene acceso a su oficina.

Nadie.

En la tercera sesión, él deja una carta boca abajo.
—“Para usted, doctora”.

Miranda la gira.
Es un símbolo: una corona.
La reina.

—“La reina siempre cae” —dice él—. “Pero no antes de descubrir que también puede jugar”.

Miranda se muerde el labio inferior.
—“Explíquese”.

—“No necesito hacerlo. Usted ya lo siente. El asilo es un tablero. Cada pasillo tiene una dirección. Cada paciente ocupa una casilla. Usted es la pieza que siempre entra sin saber que ya estaba elegida”.

Él desliza su dedo sobre el símbolo.
—“La reina se mueve en todas direcciones. Es versátil. Ingenua al principio, inevitable después”.

Miranda siente un calor incómodo en la nuca.
—“Esto es una metáfora, supongo”.

—“Todos los juegos lo son” —dice él—. “Incluso los de la mente”.

Esa misma noche, ella sueña con el pabellón sur transformado en un tablero blanco y negro que respira. Las casillas se expanden como pulmones. Una figura femenina avanza entre ellas: traje rojo y negro, sonrisa pintada, ojos brillantes como un reflejo de vidrio. Cuando la figura se acerca, Miranda puede ver su rostro… Y es el suyo. Despierta jadeando. Sobre su almohada, una ficha de ajedrez: una reina blanca.

Durante una tormenta eléctrica, el asilo queda parcialmente a oscuras. Cuando las luces regresan, el Señor de los Juegos ya no está. Su celda está abierta. En el centro hay un tablero de ajedrez con todas las piezas ordenadas… menos una nueva, recién pintada, con letras torcidas en la base:

MIRA…

Miranda se queda congelada.

Uno de los guardias murmura:
—“¿Por qué diablos empezó a escribir su nombre ahí?”.

Ella no responde. En el silencio del pasillo, siente… algo. Una presencia suavísima, como la sensación de que alguien la está observando desde detrás de un vidrio oscuro. Las cámaras no muestran nada. Ningún escape. Ningún intruso. Solo un parpadeo de unos segundos. En medio del estático visual hay un destello que parece… un símbolo. Algunos creen que es un error del equipo. Otros aseguran que es un dado girando. Miranda, sin embargo, reconoce otra cosa: ese destello es una silueta. Una figura encorvada, riendo bajito. Y por un instante breve, ve detrás de ella una sombra, una que recuerda demasiado a una sonrisa muy particular y unos ojos como heridas abiertas.

El informe final que escribe esa noche contiene solo una frase:

“La mente del paciente era un juego sin reglas. Pero cada juego necesita un nuevo jugador.”

Miranda no duerme. No puede.

Dos semanas después, el personal empieza a notar que la Dra. Vielma ya no es la misma. Habla menos. Observa más. Transitan los pasillos con una calma casi inquietante, como si caminara sobre un mapa invisible que solo ella entiende. Una madrugada, una cámara de seguridad la captura dirigiéndose al subsótano clausurado. Nadie la detiene: El asilo está acostumbrado a que los empleados se muevan en horarios erráticos. Pero lo que ocurre después… eso nunca debería haber sido grabado.

Miranda entra en la sala vacía donde antes había celdas. Se sienta frente a un espejo enorme que refleja solo la mitad de la habitación. Sobre la mesa coloca una baraja de cartas. Las ordena con un cuidado antinatural, alineándolas como si fueran piezas de un rito olvidado.

Luego susurra:

—“Tu turno”.

En el video, su reflejo sonríe antes que ella.

Eso no debería ser posible.

El resto de la grabación es ruido estático. En medio de ese ruido se oye una risa suave. Primero tímida, luego creciente, retorciéndose hasta llenar cada rincón del audio. Una risa femenina. No la de Miranda o la del reflejo.

Otra. Una risa que el asilo recuerda demasiado bien.

La grabación se archiva en el dossier de seguridad con una anotación final:

“No hay final en los juegos de la locura. Solo nuevas reglas… y nuevos jugadores.”

En las noches frías, los guardias juran escuchar dos voces jugando a algo detrás de las paredes. Una lanza dados. La otra ríe. A veces, alguien encuentra una carta en el suelo.
Un símbolo. Una reina. Una ficha perdida. A veces, en el reflejo de una ventana, se distinguen dos figuras: una con una sonrisa tranquila, calculadora; la otra con una sonrisa curva y demasiado viva.

Y en los pasillos del pabellón sur, cuando las luces titilan, puede escucharse un murmullo suave, casi cariñoso:

—“La reina se mueve en todas direcciones, querida. Y ya has hecho tu primer movimiento”.

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