Había una vez una langosta que no era como las demás. Era proactiva y ambiciosa, tenía una meta, y la seguiría hasta el final.
Todas las mañanas ordenaba con escrúpulo su lecho de limo, debajo de coloridos corales que ella misma había dispuesto, y que era la envidia de otras langostas. Desayunaba solo las mejores algas y gusanos, y después hacía su rutina de cuidados y ejercicios: pulido de caparazón, para que fuera brillante, resistente y resbaladizo; afilado y fortalecimiento de pinzas, cardio haciendo carreras por el arrecife… Porque una langosta de bien era una langosta fuerte y feliz, y ella desde luego que lo era.
Se motivaba leyendo libros conocidos por todo el lecho marino, que habían cambiado la vida de millones de crustáceos, como Hábitos Plactónicos, y escuchando al Gurú Langosta, un famoso orador que daba conferencias y debates sobre la superioridad de las langostas que tenían la serotonina alta.
Trabajaba duro preparándose para la gran prueba que tenía lugar una vez al año, el acceso a ‘‘La Red’’.
La Red era un lugar reservado para la élite de los crustáceos, donde solo las langostas más fuertes, resilientes y con mayor nivel de serotonina podían optar a entrar. Una vez dentro, con tiempo, esfuerzo y dedicación, adquiriría las famosas Bandas Azules, que le otorgarían suficiente influencia para optar a puestos en la cima. “Poco a poco, paso a paso”, se repetía.
Estaba segura de que habría mucha competencia, pero su determinación era inquebrantable y su nivel de serotonina estaba por las nubes. Era la langosta más hermosa, reluciente y admirada de su comunidad. Todos le decían que, si había alguien que podía conseguirlo, era ella.
Llegó el día, y la langosta comenzó el viaje. Estaba nerviosa y excitada, imaginaba aventuras e innumerables peligros que sortear. Se encontró con otras compañeras langostas que venían de todas partes, entusiasmadas, amables y dispuestas a ayudar, y así, con un grupo creciente y unido como una piña, nuestra protagonista se sentía cada vez mas confiada y audaz. “Esta sí que es una comunidad’’ se decía ‘‘colaborando así ojalá que entremos todas en La Red’’.
El viaje se hizo ameno, y antes de darse cuenta llegaron al lugar. ¿Cómo sería? Se imaginaba una gigantesca estructura de coral de todos los colores: limpia, ordenada, bonita y acogedora. Pero ahí no había nada. Solo una gran zona de arena sucia, vacía de toda vida.
—Ahora hay que esperar a que baje La Red —le dijo una compañera langosta.
Una intensa luz la cegó, y cuando recuperó la vista, vio que bajaba una gran telaraña de hilos negros. Aquello era La Red, literalmente, una red.
—Cuando toque el suelo, tienes que entrar en ella a como dé lugar —le dijo su compañera.
—¿Cómo lo sabes?
—Oh, es mi cuarto intento ya. Espero que este sea el definitivo.
Se fijó en que a aquella langosta era tuerta, tenía el caparazón mellado por diferentes lugares y hablaba sin pronunciar bien, porque le faltaba la mitad de sus bigotes.
Miró a su alrededor. Observó con atención. Empezó a reparar en detalles que antes había pasado por alto. No todas las langostas tenían un caparazón impecable, no todas unas pinzas afiladas y a punto. Había langostas que se arrastraban porque les faltaban patas; otras que tenían pinzas arrancadas; otras, heridas profundas mal cicatrizadas y expuestas.
Por lo que contaba el Gurú Langosta, entrar en La Red era una cuestión de dedicación, esfuerzo y constancia, y dependía de uno mismo el lograrlo. Si no lo conseguías, es porque no te habías preparado lo suficiente. Pero viendo ahora a todas esas langostas mutiladas, expectantes, con los ojos brillantes, mirando hacia arriba, no pudo evitar que un miedo frío se colara por su cerebro rebosante de serotonina. Era como una leve intuición que agrietaba un poco su entusiasmo.
“¿Y si aquello…?”
Antes de que pudiera seguir preguntándose, La Red se posó en la arena. Lo que ocurrió a continuación fue algo que la langosta no pudo describir. Sabía que tenía que esforzarse, sabía que tenía que competir, pero eso no era una competición. Era una guerra sin bandos.
Todas las buenas intenciones, todos los ojos brillantes, se habían apagado para dar paso a otros huecos y ávidos. Las pinzas que antes acariciaban o claqueteaban en alegre conversación, se habían convertido en terribles armas.
Langostas de todas direcciones se precipitaban a aquella red haciendo gala de una violencia espeluznante. Nuestra langosta quedó petrificada por un momento, pero luego recordó el mensaje del Gurú Langosta: “Haz tu lecho de limo, ordena tu coral, mantén tu serotonina alta. Todo depende de ti”.
Había entrenado sus pinzas, había pulido y endurecido su caparazón, su serotonina estaba por las nubes. Cualquier atisbo de duda, miedo o compasión dio paso a una furia fría y metódica, y se abrió paso hacia La Red, mientras sus pinzas se movían solas, cortando, quebrando y arrancando.
Notó cómo otras pinzas trataban de sujetarla, pero se había preparado durante años para ese momento, y evadiendo, y en otros casos ignorando el dolor, al fin encontró su hueco en La Red.
Observó que, aunque aún quedaba espacio, las langostas que ya estaban dentro evitaban a toda costa que otras entraran. Localizó a su compañera tuerta, que trataba desesperadamente de asirse a la red con la única pinza que le quedaba. Quiso ayudarla, pero entonces:
“Tienes que ser fuerte, tienes que ser grande, tienes que dominar”, recordó “No es suficiente con vencer. El otro no puede ganar”.
No se hizo mas preguntas, y con un ágil movimiento de su pinza, le arrancó el brazo, soltándola de la red.
Imitando a sus compañeras, hizo lo que pudo para que ninguna langosta más entrara. Y las que aún así lo lograron, fueron aceptadas a regañadientes.
Cuando ya no quedó espacio, la red las rodeó y ascendió. Rompió la superficie y la langosta pudo sentir por unos segundos la brisa y el sol cálido en su caparazón. Era glorioso. Estaba en la cima del mundo. Lo había conseguido… aunque fuera dentro de una red. Cuando parecía que las iban a soltar en una superficia blanca y pulida, esta se abrió dejando ver un enorme habitáculo negro. Las bajaron, y una oscuridad casi total las envolvió.
Hacía frío, y a las langostas no les gusta el frío. Pasó el tiempo, no supo cuánto. Le costaba tratar de pensar. Solo se repetía: “Aguanta, tienes que ser fuerte, tienes que conseguir las Bandas Azules”.
Se dormía, se volvía a despertar, como en una ensoñación. Cuando creía que ya no podía más, algo la agarró y la elevó entre las demás.
Y entonces ocurrió.
Le pusieron las Bandas Azules, en las dos pinzas. Significaba que había sido aceptada, que era una de las pocas elegidas.
Le pareció extraño que no pudiera abrir las pinzas, pero quizá era para demostrar que no era una salvaje cualquiera, sino una langosta de bien, que era a lo que siempre había aspirado.
La sumergieron en agua una vez más, en un cubo transparente. La dejaron ahí, con otras cuatro langostas elegidas, todas ellas agotadas pero orgullosas, con unas flamantes Bandas Azules como las suyas.
No pudo dejar de sentir una mezcla de alegría y celos por ellas. Alegría, porque lo habían conseguido también. Celos, porque seguían siendo unas posibles competidoras.
En ese lugar hacía frío también, pero a nuestra langosta ya no le molestaba. De manera progresiva se había acostumbrado a ese estado de ensoñación, demasiado debilitada para darse cuenta de que tenía un hambre atroz o de que apenas podía moverse en ese espacio reducido.
“En La Red había menos espacio”, fue lo último que pensó.
Cuando fue servida en una fuente de plata, no pudo oír la voz de un hombre que, desde muy arriba, exclamaba:
—Esta langosta es maravillosa. ¿De dónde las obtenéis? ¿Qué procedimiento seguís para conseguir ejemplares tan magníficos?
Otro hombre respondió con una voz suave y solícita:
—Eso es lo fascinante, monsieur. No seguimos procedimiento alguno. Por algún motivo, cada año, miles de las mejores langostas que uno pueda imaginar se reúnen en cierto punto del mar. Nosotros solo lanzamos la red. Y lo más asombroso, no solo no huyen, sino que se pelean con ferocidad por entrar en ella.
Es un negocio redondo.
—Sí que es curioso, sí… Y una lástima también. Es un ejemplar magnífico —dijo el primer hombre, mientras se llevaba a la boca, con un tenedor estilizado y resplandeciente de dos puntas, la mullida carne blanca.
Levantó una copa de un cristal perfecto que transparentaba un dorado Meursault del 89. Dio un sorbo para potenciar el sabor de la langosta.
—Una lástima, sí. Una lástima.
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