La vida me ha llevado por diferentes derroteros, pero hoy me obliga a pasar por los senderos que transité diario en mis épocas de juventud, pero lo que más captura mi atención de estos recorridos es observar la casa en la que pasé mi etapa de preparatoria. Una casa que recuerdo con un portón negro oxidado y las paredes, de un blanco percudido que han desaparecido para dejar su lugar a un portón que ocupa todo el frente de la casa de un color azul metálico que le da un toque de modernidad. Nada que ver con la casa que recuerdo, totalmente clásica, como cualquier otra.
Esa visión me ha traído innumerables recuerdos de mi adolescencia ya perdida. En esa casa no solo yo pasé mi adolescencia, personas iban y venían, la cantidad de amigos que pisaron esa casa, que la consideraron un refugio, un lugar de diversión, de protección, una segunda casa y hasta un lugar de perdición… en este momento no sería capaz de recordar a todos los que alguna vez llegaron a pisar ese suelo de cemento en el que se derramó tanta cerveza. Sentado, viendo el portón se dibuja en mi mente el estacionamiento con el vocho rojo; ese carro que fue el que se sacrificó para enseñarme a conducir y así llevar a la bola de valagardos, que en ese momento tenía tanto orgullo de llamarlos mis amigos. Ese carro que sufrió no sé cuántas quemaduras de cigarro en los asientos, cuantos raspones y choques en la carrocería, un carro que fue usado por jóvenes descuidados, pero que le tenían mucho aprecio y que fue muy significativo para cada uno de ellos. A su lado, también un jetta plateado que todas las noches descansaban puerta a puerta en él.
Un pasillo estrecho que en unos cuantos pasos lo superabas para llegar a ampliarse en un patio dividido en dos, esos patios fueron los testigos más presentes de los sueños e ideales de un grupo variopinto de, diría jóvenes, pero de vez en cuando se unían a nosotros personas de más edad, pero lo que nos unía era esa alegría de compartir unas cervezas y las historias de nuestras vidas, de dónde veníamos y hacia dónde queríamos ir.
Creo recordar que la mayoría de esas reuniones eran un derroche de total alegría, pero no puedo negar que de vez en vez alguien llegaba con algún problema a quererse desahogar y encontraba a un grupo dispuesto a escucharlo, guiarlo, con nuestra poca o nula experiencia, cada uno con las herramientas con las que contaba, algunos tomando totalmente en serio la cuestión y buscando una solución, otros, aligerando el ambiente con bromas y risas para que el camarada en cuestión superara su disgusto.
Encuentro curioso lo cambiada que está la fachada de la casa, con ese portón tan llamativo, pero la calle sigue igual, es exactamente la misma de cuando yo tenía 15 años. El tope despintado a mitad de la calle, la virgen enfrente de la casa, adornada con flores, la tienda con la fachada desquebrajada, despintada, con la misma persona atendiendo. Lo único que parece fuera de lugar en esa calle es esa puerta
Cada que paso me tomo unos minutos para rememorar las caras de las personas que alguna vez formaron parte de mi vida, que llegaron sin avisar y así mismo se fueron. Hay caras que se forman en mi mente y que no logro ponerles nombre, solo recordar algunos momentos que pudimos compartir, es curioso que, a pesar de no poder ni recordar los nombres, sí puedo recordar alguna pequeña conversación que logramos mantener. Cabe mencionar que al ser una casa que servía de refugio para muchos jóvenes, también era un lugar que invitaba a que llegaran más. No era raro que los amigos más cercanos de vez en cuando llegaran con otras personas, muchas de ellas no llegaban a convertirse en frecuentes del hogar.
Pero, así como hay caras sin nombre, por supuesto que hay nombres que nunca voy a olvidar, esas personas que sí eran frecuentes, que semana a semana estaban ahí, algunos pasando más tiempo en ese lugar que en su casa.
Esos frecuentes son los que ocupan mi mente desde hace semanas, desde que tuve que regresar a estos rumbos y me han despertado recuerdos que parecían perdidos en la cotidianidad de la vida.
El primer día me tomé el tiempo de estacionarme enfrente de ese portón, salí a comprar cerveza a una cuadra, donde siempre íbamos a comprarlas, donde ya nos conocían y nos saludaban como si fueran parte del grupo. Cerveza en mano, me senté en el cofre del carro mirando hacia la puerta y me tomé un tiempo para recordar a esas caras conocidas, esas caras que sí tienen nombre, caras, muchas de ellas que hoy en día ya no están.
Por suerte no es que alguno haya muerto y eso me llevó a una segunda reflexión, como siendo tan cercano a una persona, así como llegó, de repente, sin avisar, igual se va, muchas veces no es ni siquiera por una pelea, solamente es la vida ocurriendo, es el precio de ser humanos.
Vino a mi mente aquel amigo que vivió en mi casa por medio año, qué más cercano que eso puede haber, amigos por varios años, se terminó mudando y, aunque no lo olvido, el día de hoy es un completo extraño con el que intercambio un par de mensajes solo en ocasiones especiales. Amigas cercanas, de las cuales no sé que ha sido de ellas desde hace mucho tiempo, una de ellas, siendo mi novia, hoy en día no sé nada sobre ella, fue de las primeras en desaparecer, aunque todavía llegó a ser parte del grupo, llevando a otro novio, pero le perdí el rastro antes de terminar la prepa, ni siquiera sé si estudió alguna carrera o a qué se dedica el día de hoy. Uno de mis amigos más cercanos de ese momento, ese sí se fue porque tuvimos problemas, me terminé enamorando de su exnovia y a partir de ese momento ya no supe nada de él. Esa novia, con la que duré dos años, hoy es una completa desconocida.
No todos se fueron al mismo tiempo, algunos duraron más, intentamos resistir el paso del tiempo y, aunque la batalla para arrancarle momentos a la vida fue descarnada, logramos seguir juntos, por un tiempo más. Con algunos formé una banda y esa casa hoy tan cambiada, también fue testigo de esa parte de nuestras vidas. Los muros que nos rodeaban, muros de un cuarto abandonado que nos fue designado para poder ensayar, descoloridos, mugrientos, fueron testigos de un sinfín de planes y sueños, la idea de dedicarse a la música, de convivir con esas personas que, de momento veías más que a tu propia familia, con las que había tanto cariño, no había un futuro mejor que seguir conviviendo entre nosotros, que tan bien la pasábamos juntos, hacer la música que tanto nos gustaba y con la esperanza de poder ganar dinero, el dinero suficiente para no tener que ocuparnos en algo más.
Pero la vida no tiene piedad ni por los sueños, la realidad nos fue alcanzando uno a uno, compañeros, amigos, familia parte de esa banda fue emigrando poco a poco a proyectos más aterrizados, con una mayor seguridad. La vida de adulto es implacable y las necesidades van cambiando…aprendimos que no se vive de sueños.
Y ahora, sentado en el cofre de mi carro, viendo una casa que no es mi casa, un portón que no es el que conocí, me doy cuenta de que esas personas que se fueron no son extrañas para mí, las personas que conocí siguen ahí, en mi memoria, tal y como eran, siendo las personas más queridas por mi yo adolescente. La extraña, la que no reconozco, soy yo mismo. Soy ese hombre que no pudo sostener la batalla contra el tiempo. Somos, todos, extraños en las calles de nuestra propia memoria. Y la única forma de no perdernos del todo es volver, de vez en cuando, a la calle de la infancia para recordar que fuimos alguna vez quienes soñábamos ser.
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