
Romance de Primavera
Floreció en mayo como las anémonas. Fue don Julio Cortázar el medio que permitió unir estas historias.
Destinada a la solitaria vida entre los botones de los rosales, yacía una pequeña y frágil flor de campo, animada por la esperanza de llegar tan alto como los esplendorosos rosales, hermosos y elegantes. Admiraba su belleza y aroma, pero al llegar la noche siempre se sentía tan pequeña y frágil, tan poca cosa comparada con los suaves y delicados pétalos de las rosas. Se sabía desprotegida frente a las fuertes espinas que custodiaban a las majestuosas flores.
Todo cambió una mañana, cuando al salir el sol algunas de las rosas fueron cortadas del jardín, dejando un vacío y rompiendo la cortina que separaba la vista de la pequeña flor de campo. Esa mañana, la florecilla vislumbró un paisaje que nunca antes había podido contemplar por el tamaño de los rosales. El mundo que descubrió era más grande de lo que había imaginado: no era un jardín solo de rosas, había todo tipo de flores, grandes y pequeñas, de distintos colores. A lo lejos, en su dirección, un jovial y tierno diente de león la observó. La saludó con ternura y la reverenció con infantil caballerosidad. La pequeña flor, sorprendida, se escabulló detrás de un rosal, pero sigilosamente observó al diente de león, que hacía todo tipo de monadas para llamar su atención. Finalmente, cayó hechizada por su peculiar forma de ser.
Así pasaban las mañanas y las tardes entre muecas y gestos graciosos. Pronto ambos se sintieron atraídos por la conexión que habían creado. Se esperaban con ansias cada mañana, y cada noche observaban juntos el cielo estrellado y la luminosa luna que les regalaba la noche perfecta. Todo marchaba bien hasta que un día el jardinero decidió plantar entre ellos un tulipán. Al principio no le dieron importancia, pero cada vez que el tulipán crecía se volvía más difícil verse. El pequeño diente de león insistió tanto que logró mover su raíz cada vez que se abría un espacio para la florecilla. Sin embargo, pronto las raíces de los rosales consumieron a la flor, lo que hizo que enfermara. Estaba pálida y débil; uno a uno sus pétalos se caían.
Aunque el diente de león hubiera querido ayudar, también era tarde para él: la época de su floración estaba terminando y sus pétalos comenzaban a secarse. El tulipán creció tanto que fue imposible poder verse. La pequeña flor se aferraba a no marchitarse, luchaba contra su naturaleza. Pronto la lluvia cayó y la tierra mojada le devolvió la vida, pero aún seguía sin poder ver al diente de león.
Un día inesperado, el tulipán desapareció de su vista y la cortina volvió a romperse. Fue triste despedir al tulipán, que se había convertido en un compañero silencioso, pero alegre fue poder ver de nuevo al diente de león. Lo que la pequeña flor no sabía era que el jardinero había salvado al diente de león, sembrando más flores de su especie. Grande fue la sorpresa de la florecilla cuando, al romperse la barrera que los separaba, se dio cuenta de cuán feliz era el diente de león junto a sus iguales, y cuán doloroso resultaba que aquel viejo amigo no la reconociera. Solo entonces comprendió que había cambiado. Al inclinarse con tristeza contempló su reflejo en los charcos de agua y descubrió que había crecido: ya no era una simple flor de campo, sino una majestuosa y bella azalea.
Podía observar al diente de león no porque las flores frente a ella hubieran sido cortadas, sino porque había crecido en gran manera. Al verse bella sonrió con sentimientos encontrados, pues al mirar a su alrededor comprendió que el jardín no era común: era un jardín de azaleas. Las flores solo estaban de paso, y muy pronto el diente de león sería apartado de ella. Entonces lo entendió: solo había sido un amor de primavera. Sus pensamientos sobre el destino se habían alimentado de un amor fugaz, un primer amor, a lo Julio Cortázar:
«Pobre amor el que de pensamiento se alimenta.» — Julio Cortázar
OPINIONES Y COMENTARIOS