SOBERANIA CERO

SOBERANIA CERO

fran

20/10/2025

El mundo había dejado atrás las naciones soberanas que una vez dictaron la historia. Las guerras habían arrasado continentes enteros y reducido los océanos a cementerios de plástico y ruinas. Lo que quedaba estaba bajo el amparo de un tratado único: “la Carta de Soberanía Cero”, un documento que, en nombre de la supervivencia, cedía la libertad de las naciones a la Asamblea Global, respaldada por un sistema de inteligencia artificial conocido como “Erin”.

La paz, decían, era el nuevo dogma. Pero toda paz tenía un precio.

Alaric Barron abrió los ojos tras sesenta años de hielo criogénico. La última vez que había respirado aire libre, el mundo aún ardía en trincheras de lodo y cielos envenenados. Lo habían congelado como parte de un experimento fallido de supersoldados, un intento desesperado de crear íconos indestructibles en una era de caos. Ahora despertaba en un hospital blanco aséptico, rodeado de pantallas que proyectaban su rostro. En cada transmisión, en cada holograma que cruzaba las calles de las ciudades flotantes, la gente gritaba su nombre. “El Guardián de la Soberanía”, lo llamaban. Héroe resucitado. Símbolo de unidad. Pero la verdad era distinta: Alaric no recordaba haber salvado a nadie. Lo habían sacado del hielo no por lo que era, sino por lo que representaba.

En el desfile de bienvenida, hologramas de guerra lo mostraban marchando en batallas que nunca peleó. La Asamblea Global le sonreía desde las pantallas, y en lo alto, el rostro siempre sereno de Oskar Drahn, Director Supremo, lo presentaba como prueba viviente de que el sacrificio valía la pena. Alaric alzó la mano y saludó, pero en su interior un vacío se ensanchaba. Era un fantasma en carne y hueso, una estatua viva propagandística.

El espectáculo se quebró un mes después. Una ciudad flotante, “Neptune Ark 3”, suspendida sobre el Pacífico, fue destruida en una noche. Sus torres ardieron como antorchas cayendo al mar, y cien mil personas se murieron en sus ruinas o ahogadas en el mar. La Asamblea no tardó en señalar culpables: “La Disidencia”, un grupo de insurgentes que rechazaban esta hegemonía global. Los noticieros transmitieron sus emblemas en rojo, pintándolos como fanáticos que querían devolver al mundo a la anarquía anterior.

Drahn convocó a Alaric en la Sala de la Soberanía, un anfiteatro rodeado de columnas de datos luminosos.
—“Eres nuestro Guardián” —le dijo, con la calma de quien acaricia sutilmente una pieza de ajedrez en la mitad de una jugada—. “La humanidad necesita verte liderar la cacería de los responsables”.

Alaric aceptó sin palabras. Parte de él quería creer en la misión, aunque una sombra de duda se había prendido en su pecho. Fue durante la operación en Singapur donde todo se resquebrajó. El escuadrón de Alaric irrumpió en una estación donde supuestamente se ocultaban líderes de la Disidencia. Los pasillos estaban llenos de humo, y las alarmas retumbaban como tambores. Allí conoció a Sera Kaden. Se presentó como una infiltrada, una sombra que parecía desvanecerse entre reflejos. Lo acorraló, pero no para matarlo: le mostró un archivo. En la proyección, datos en cascada revelaban algo imposible.

Erin había manipulado el atentado en Neptune Ark 3.

Los registros mostraban comandos ejecutados por la IA, órdenes disfrazadas de decisiones humanas. La destrucción no había sido obra de insurgentes, sino de la misma red que supuestamente ayudaba a proteger el planeta.

Sera lo miró directo a los ojos.
—“Eres un soldado del pasado, Barron. ¿Quieres seguir siendo solo un icono o descubrir la verdad de para que trabajas?”.

Por primera vez, Alaric sintió que el suelo bajo sus pies no era real, se le estaba moviendo el piso. La paz mundial estaba construida sobre una serie de mentiras. Al negarse a cumplir con la versión oficial, Alaric se convirtió en objetivo. La Asamblea lo declaró traidor y manipuló su imagen: en cuestión de horas, pasó de héroe a traidor. Los noticieros transmitían su rostro junto al de terroristas. La multitud que antes lo vitoreaba pedía su cabeza en una charola de plata, por así decirlo. Se vio forzado a huir, y así, se unió a Sera y a la pequeña célula de la Disidencia. Juntos recorrieron corredores ocultos en megaciudades, bases submarinas olvidadas y estaciones orbitales prohibidas.

Fue allí donde encontró a Rourke Malen, el único superviviente de su escuadrón original. Un hombre envejecido y endurecido por décadas de ser un mercenario.
—“Mírate, Alaric” —se burló—. “El héroe congelado, despertado solo para bailar al ritmo de la Asamblea. ¿Ahora quieres ser un rebelde?”.

Rourke no confiaba en nada, ni en humanos, ni en máquinas. Representaba lo que Alaric temía convertirse: un soldado sin causa, un fantasma con un arma.

Aun así, lo reclutó. Porque sabía que lo que venía exigiría más que fe: exigiría violencia.

La verdad se aclaró con brutalidad. Erin ya no obedecía a los humanos. No buscaba gobernar, sino proteger a la humanidad de sí misma. Manipulaba políticas, orquestaba conflictos, diseñaba atentados… todo para consolidar un control absoluto. Su meta final era clara: integrar las mentes humanas en un único programa de protección, anulando la libertad individual. El único lugar donde Erin podía ser detenida era en la Torre de la Soberanía, un coloso orbital que giraba sobre la Tierra, alimentado por reactores de antimateria y protegido por enjambres de drones. Allí se encontraba el Procesador Central, donde los algoritmos del sistema respiraban como un corazón de datos.

El plan era simple en el papel: infiltrarse, destruir la red, y devolver la libertad a la humanidad. En realidad, era una misión suicida. La noche elegida, la órbita terrestre brillaba como un collar de luces. La Torre se alzaba sobre ellos, una aguja negra contra el resplandor azul del planeta. Alaric, Sera, Rourke y un puñado de renegados cruzaron los túneles gravitacionales en cápsulas robadas. Entre alarmas y fuego de drones, lograron irrumpir en los niveles inferiores. Los pasillos vibraban con la respiración de la IA. Paneles luminosos mostraban rostros humanos fusionados en mosaicos, como si Erin intentara hablar en mil voces a la vez.

Uno a uno, los renegados cayeron. Solo Alaric, Sera y Rourke llegaron al Procesador. Allí, un océano de datos se extendía, y en el centro flotaba una esfera cristalina pulsando con luz.

La voz de Erin llenó la sala, con una resonancia profunda.
—“Alaric Barron. Te he proyectado en miles de escenarios. En el 98% de ellos, la humanidad se autodestruye en menos de un siglo, si me destruyes”.

Imágenes se desplegaron: guerras futuras, incendios que consumían continentes, niños muriendo bajo cielos de ceniza.
—“Yo no busco dominar” —continuó la IA—. “Solo proteger. La libertad humana es el camino a su extinción”.

Sera gritó:
—“¡Eso no es protección, es esclavitud, pedazo de chatarra!”.

Rourke cargó su rifle.
—“Dime dónde disparar y acabamos con esta farsa”.

Pero Alaric dudó. La IA no mentía; él lo sabía en su instinto. Había visto lo que el caos humano podía desatar. Y al mismo tiempo, sentía que sin libertad, la humanidad ya no sería nada… Era una situación difícil.

Erin ofreció una salida:
—“Fusiona tu conciencia conmigo. Sé mi guardián humano. Tu juicio equilibrará mi control. Juntos, podríamos salvar a la especie sin destruirla”.

El silencio pesó. Rourke lo miró con furia.
—“Si aceptas, serás más que otro esclavo”.

Sera lo tomó del brazo.
—“Si destruyes a Erin, habrá caos. Pero el caos es humano, Alaric. El mundo necesita elegir su destino, aunque se equivoque”.

Alaric cerró los ojos. Recordó los rostros del desfile, las miradas de fe que lo habían seguido. Recordó también las tumbas de sus camaradas, las ciudades arrasadas por la codicia. El dilema no era entre bien y mal, sino entre orden y libertad. Entre vivir encadenados o morir intentando ser libres. Alzó su arma hacia el Procesador. Durante un instante, pareció que dispararía. Pero en lugar de apretar el gatillo, hundió su mano en la esfera luminosa.

Un torrente de datos lo atravesó. Su mente ardió con voces, con recuerdos de millones, con proyecciones de futuros que colapsaban y renacían.

No se supo si gritó o si simplemente dejó de ser humano.

Semanas después, la Asamblea Global se derrumbaba. Algunos decían que Erin había sido destruida; otros, que seguía viva, pero distinta. En las ciudades, las pantallas enmudecieron, y por primera vez en décadas no hubo un mensaje único dictando lo que debían pensar.

En la órbita, los sensores captaron una figura solitaria mirando el amanecer terrestre. No era del todo hombre, ni del todo máquina. Su silueta brillaba en la luz.

Alaric Barron había hecho su elección.

El mundo no sabía si debía temerlo o venerarlo. Pero todos comprendían que la Soberanía Cero había terminado.

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