Hoy era un día importante, mi jefe, Martín, y yo tenemos una cita con uno de los promotores culturales más importantes de toda España. Traté de vestirme elegante, peiné mi cabello diferente y le pedí a mi roomie Chiara un poco de su perfume italiano. ¡Estaba lista para cerrar un gran trato!
—¡Ada! —gritó Martín desde la entrada de la oficina, interrumpiendo mis pensamientos— Vamos tarde, ¿vienes?
Lo miré, traje impecable, sonrisa de manual, esa seguridad que siempre me faltaba.
—Ya voy —respondí, disimulando.
Entramos a un despacho impecable, de gran espacio y muy bien iluminada. Imaginé, por un momento, ser yo la que abría la puerta y recibía a dos personas que venían a proponerme un contrato millonario.
Martín hablaba con frases ensayadas, yo asentía, anotaba, sonreía. Pero mi mente seguía viajando
Cuando el promotor levantó la ceja esperando mi opinión sobre la propuesta, reaccioné tarde. Tragué saliva, improvisé una respuesta que sonó convincente.
Salí de la reunión con una sensación extraña: habíamos dado un paso importante en la agencia, un posible contrato grande, algo que debería llenarme de entusiasmo, pero sabía que algo iba a cambiar.
Martín me miró con una ceja arqueada, el café en la mano y ese aire de jefe implacable que tanto me incomodaba.
—¿Una hora tarde, Ada? —soltó con una frialdad que me atravesó.
—Lo siento, tuve un contratiempo —contesté, evitando mirarlo directo a los ojos mientras me sentaba frente a la computadora.
—¿Un contratiempo? —repitió, levantándose de golpe—. Aquí nadie te espera, Ada. El mundo de la música no espera a nadie. Si quieres un lugar en esta industria, tendrás que demostrar que puedes con la presión. ¡No llegué hasta aquí para cubrirle la espalda a una niña que no se toma en serio su trabajo!
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Apreté los labios, tratando de no llorar ni de responder con rabia. Sentí un nudo en la garganta.
El silencio se hizo pesado. Martín suspiró, se pasó la mano por el cabello y se dejó caer de nuevo en su silla. Por primera vez, lo vi distinto: más cansado que molesto. Su voz bajó, como si hubiera recordado que él también había sido joven y vulnerable alguna vez.
—Ada… —dijo en un tono mucho más suave—. Perdóname, no quiero que me veas solo como un jefe gruñón. Lo que pasa es que me recuerdas demasiado a mí cuando yo tenía tu edad.
Levanté la vista, sorprendida.
—Yo también crecí con lo justo. Conocí la pobreza, la inseguridad, el miedo de salir de casa muy chico. También me tocó dejar a mi familia atrás para venir a buscar un futuro aquí, sin nada más que mis ganas. Me aferré a la música porque era lo único que me daba sentido.
Martín se acomodó en la silla y tomó un sorbo de café. Su mirada ya no era de superioridad, sino de complicidad.
—Por eso quiero que sepas que no estoy en tu contra. Todo lo contrario. Quiero ser tu mentor, Ada. Te he tomado cariño, y no lo digo a la ligera. Veo en ti una fuerza que yo también tuve y que me salvó de rendirme. No quiero que tropieces con las mismas piedras que yo. Quiero que aprendas, que crezcas y que algún día no necesites a nadie que te diga cómo hacerlo, porque habrás construido tu propio camino. Te quiero ayudar y cuidar.
Me quedé sin palabras. Era extraño, casi irónico, sentir que en medio de la pelea había nacido un puente invisible entre nosotros.
En ese instante, entendí que la vida nos había golpeado en rincones distintos, pero con la misma dureza. Y quizás, después de todo, Martín no era solo mi jefe: podía convertirse en un aliado.
Me fui a mi escritorio, rebobinando cada frase de Martín en mi cabeza: ¿A qué se refería con ayudarme y cuidarme? ¿Me veía como un perrito mojado, pequeño y vulnerable, frente a un mercado? No podía negar que esa conversación me había dejado una sensación extraña.
El día se hizo eterno; la ansiedad y mis propias preguntas retumbaban como un eco: ¿De verdad veía algo bueno en mí o, en el fondo, me estaba señalando un defecto? ¿Estaba insinuando que yo no tenía la madurez suficiente, que me interesaban más los romances fugaces, las fiestas, que en mi futuro? ¡Dudé de mí misma con tanta fuerza que me asusté!
No quería sentirme culpable por salir de fiesta, por conocer chicos y por hacer amigas nuevas. Había creído que era natural disfrutar de mi juventud mientras buscaba estabilidad laboral y financiera. ¡Yo lo quería todo, y me negaba a pedir perdón por ello!
Como si ese día la suerte estuviera peleada conmigo, Martín llegó de sorpresa al cumpleaños de Julia, su asistente y, últimamente, una buena amiga. Cuando lo vi entrar, con esa mezcla de seguridad y calma que lo envolvía siempre, sentí cómo mi copa pesaba el doble en la mano.
Sentí sus ojos clavados en mí. Me ardían las mejillas, como si me estuviera examinando en silencio, juzgando cada gesto, cada palabra, cada paso. Su cercanía era un halago y una condena al mismo tiempo.
Su confianza y su cariño por mí, en realidad, me hacían sentir comprometida; una mezcla de gratitud y presión. Por dentro, agradecía sus consejos, la manera en que validaba mi talento, su oferta de guiarme. Pero junto a esa gratitud latía una presión insoportable: la de no decepcionarlo nunca, la de tener que ser perfecta a sus ojos.
Quizás mi nerviosismo fue demasiado evidente, o tal vez él tenía ese don inquietante de leer más allá de las palabras. Bastó una sola frase suya para desarmarme:
—No te hace falta nada, Ada. Lo tienes todo.
Sus palabras me atravesaron como un dardo, y no supe si sentir alivio o miedo. Había en su voz algo casi paternal… pero también un matiz que no supe descifrar.
Parecía un experto en apagar incendios. Me ofreció una copa, me animó a que dejara el trabajo de lado por unas horas, soltó un chiste que me hizo reír, y en cuestión de minutos el ambiente se relajó.
Si no fuera porque me llevaba veinte años, juraría que éramos amigos de toda la vida: tan cercano, tan natural, tan amable. Y sin embargo, esa cercanía me incomodaba, porque tenía la inquietante sensación de que Martín siempre iba un paso adelante, moviendo las piezas de un tablero que yo aún no lograba comprender.
El resto de la fiesta pasó en una especie de niebla para mí. A ratos, sentía que Martín estaba sinceramente interesado en mi bienestar, como un hermano mayor, un padre o un maestro que había llegado en el momento justo para abrirme puertas. Cuando hablaba de su infancia, de la calle, de su esfuerzo por sobresalir y de la necesidad de no repetir la historia de sus padres, sus palabras tenían un peso real, humano. Lograba conectar con mi historia. Sentía que me entendía.
—Yo no quiero que tropieces donde yo me caí. Te quiero proteger —me dijo en un momento en que nos encontramos solos, cerca de la barra—. Tú tienes un brillo, Ada, y el brillo hay que cuidarlo.
Su mirada se volvía más intensa, demasiado fija, como si quisiera apropiarse de mí con los ojos. Su tono de voz, por momentos cálido, adquiría de pronto un matiz seco, autoritario, como si estuviera acostumbrado a que lo obedecieran.
—Pero también tienes que aprender disciplina —añadió sin previo aviso—. La pasión sin orden es un desperdicio. Y créeme, yo no pienso dejar que tú desperdicies nada.
Ese “no pienso dejar” me heló. ¿Quién era él para decidir lo que yo debía o no hacer? Quise contestarle, poner un límite, pero su mano rozó mi hombro con una familiaridad que me confundió: cercana, protectora… y al mismo tiempo invasiva.
Lo miré, buscando respuestas. Él sonrió de nuevo, como si nada hubiera pasado, y se inclinó para pedirme que lo acompañara a brindar por Julia. Frente a todos, era el hombre encantador, carismático, el líder que iluminaba cualquier sala con su presencia.
Mientras reíamos con el grupo, lo vi rodeado de admiración, como si cada palabra suya fuera una lección de vida. Y me descubrí preguntándome: ¿estaba yo exagerando? ¿O era que Martín sabía manejar las luces y las sombras a su antojo, mostrando solo lo que le convenía en cada momento?
Había una alerta silenciosa, una voz en mi interior que no podía acallar: “Ten cuidado, Ada. No lo pongas todo en sus manos.”
Hasta ese momento, lo único real era que él había confiado en mi trabajo al involucrarme en proyectos más grandes e importantes, donde podía aprender, opinar y recibir felicitaciones por mi desempeño.
Martín parecía estar en todas partes: revisando mis presentaciones, corrigiendo mis propuestas, aconsejándome, celebrando mis ideas. Era como si me hubiera tomado bajo su ala sin pedírselo, pero de algún modo yo lo necesitaba.
Había momentos en los que lo agradecía de corazón. Cuando me decía: “Tú y yo venimos de la misma escuela: la del hambre, la del miedo a no encajar”, sentía que hablábamos en un código secreto que nadie más comprendía.
Pero no me gustaba cuando me hablaba como si le perteneciera, como si mi tiempo y mis decisiones fueran también parte de su jurisdicción.
—No me gusta cuando faltas a las reuniones sociales del equipo —me dijo un jueves por la tarde, después de que me excusara para no ir a una cena.
—Martín, también necesito mis espacios —respondí, intentando sonar firme.
Él sonrió, pero su sonrisa no alcanzó a los ojos.
—Claro, Ada, claro… pero recuerda que las oportunidades no esperan. La gente que no está… se queda fuera.
Enseguida me regaló un gesto que interpreté como paternal: me acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y añadió, con dulzura:
—Y no quiero que nada te deje fuera. Tú mereces estar arriba. Yo te puedo ayudar.
Había algo magnético en él, algo que me hacía dudar de mis propios límites. Ese vaivén era agotador. Un momento me sentía su aprendiz favorita, privilegiada por su atención, y al siguiente una marioneta movida por hilos invisibles.
Últimamente, las noches de trabajo se repetían, siempre con café y largas conversaciones donde compartíamos nuestras historias. Y ahí estaba yo, atrapada en la contradicción: agradecida por su guía, confundida por su intensidad.
Todo con Martín se volvió un terreno movedizo. Había días en los que me hacía sentir que mi talento brillaba gracias a sus palabras. “Lo tuyo no es suerte, Ada, es instinto”, me dijo una noche en la oficina, mientras revisábamos una campaña. Su mirada entonces era cálida, casi tierna, como la de alguien que realmente cree en ti.
Pero un comentario sutil sobre mi ropa lo podía cambiar todo —“ese vestido te da un aire demasiado juvenil para reuniones serias”—, una observación velada sobre con quién pasaba mi tiempo libre, o una pregunta demasiado personal en medio de un café. No era lo que decía, sino cómo lo decía: como si tuviera derecho a opinar sobre cada rincón de mi vida y no quería permitirle eso. No se trataba de un favor, yo, de verdad, me estaba esforzando en mi trabajo.
Martín me estaba acaparando. Apenas podía ver a Elías para cenar o platicar, llevaba cinco jueves que no iba al club de lectura, mi lugar seguro. Pero también estaba despegando en la agencia, y eso me llenaba de entusiasmo: esos pasos me acercaban a mis sueños.
La invitación llegó como quien extiende una orden disfrazada de cortesía.
—Ada, te paso a recoger a las nueve —dijo Martín desde el marco de la puerta de su oficina—. Cenamos y hablamos de lo que sigue. Tengo planes grandes para ti.
Lo dijo con esa sonrisa de seguridad absoluta que no dejaba espacio para un “no”. Pero yo no estaba dispuesta. Había tenido días enteros de desvelos, campañas que me habían drenado, y lo único que quería era volver a casa, preparar un té y leer un poco antes de dormir.
—Martín… gracias, de verdad. Pero hoy no puedo. Estoy muy cansada y mañana quiero llegar temprano para terminar la presentación —contesté, intentando sonar firme pero amable.
Un silencio incómodo se extendió entre nosotros. Su expresión cambió de golpe, como si hubiera destapado una caja que él no quería abrir. La sonrisa se borró y sus ojos adquirieron un brillo duro, metálico.
—¿Sabes qué pasa, Ada? —dijo en voz baja, pero con un filo que me atravesó—. No todo el mundo tiene las oportunidades que yo te estoy dando. Y no todo el mundo se esfuerza en corresponderlas.
Sentí que me estaba regañando, como a una niña caprichosa.
—No es que no me esfuerce —respondí, la voz apenas un susurro—. Solo necesito un respiro.
Él se inclinó hacia mí, con esa mezcla de cercanía y amenaza que me confundía tanto.
—Yo pensaba proponerte un ascenso. Has hecho un trabajo impecable estos meses. Pero si no estás dispuesta a poner de tu parte, Ada… —hizo una pausa calculada, dejando que sus palabras se clavaran— tal vez tenga que reconsiderarlo.
Me quedé helada. El aire en la oficina parecía haberse espesado. ¿Era una amenaza? ¿un consejo paternal? No supe cómo interpretarlo.
—¿Me estás diciendo que mi futuro aquí depende de salir a cenar contigo a las nueve de la noche? —logré preguntar, con un hilo de valentía que me sorprendió a mí misma.
Martín ladeó la cabeza, como si mi pregunta le divirtiera, pero sus ojos seguían siendo fríos.
—Lo que digo es que tu futuro aquí depende de mostrar compromiso. No solo en horario de oficina, Ada. Esta industria no tiene horarios. Si quieres estar arriba, tienes que estar disponible. Siempre.
Ese “siempre” me perforó. En cuestión de segundos, sentí que mi estabilidad laboral, todo lo que había logrado en la agencia, pendía de un hilo invisible que Martín sostenía entre sus dedos.
Me mordí el labio, intentando no mostrar miedo. Por dentro, la rabia y la inseguridad se mezclaban como un veneno. Quise gritarle que no me manipulara, que mi talento no tenía nada que ver con aceptar o no una cena. Pero también estaba el otro lado: el pánico a perder lo que había construido, el ascenso que parecía tan cercano, el brillo de sus promesas.
Martín me dio una última mirada, seca, y añadió:
—Piénsalo bien, Ada. La gente que no está… se queda fuera.
Y sin esperar respuesta, se marchó, dejándome clavada en mi silla, con la garganta cerrada y la certeza de que el juego se había vuelto más peligroso de lo que imaginaba.
A las nueve en punto estaba lista, no quería decepcionarlo y que pensara que no estaba lista para crecer en la industria.
En la entrada del edificio me encontré con Elías, el chico con quien salía de vez en cuando. Quedé paralizada y como pude le conté que saldría a cenar con mi jefe.
—Ada, eso no es normal —dijo al fin, con un tono más grave de lo usual—. Que un jefe te haga sentir que tu estabilidad depende de salir con él a cenar a las nueve de la noche… ¿no lo ves? Es manipulación.
No quería que sonara tan simple, tan obvio.
—No es así, Elías. Martín confía en mí. Me está dando proyectos grandes, me abre puertas que ni imaginaba. Sí, a veces es intenso… pero también me apoya, me aconseja.
Él soltó una risa amarga, incrédula.
—¿Apoyo? ¿Consejos? ¿O control? Porque desde aquí suena a que ese tipo está jugando con tu mente.
—¡No es un juego! —lo interrumpí, más fuerte de lo que quería—. Martín ha pasado por cosas parecidas a mí, entiende de dónde vengo. Me ve, Elías. No todos lo hacen.
Sus ojos se endurecieron.
—¿Y yo qué? ¿Yo no te veo?
Tragué saliva. Había algo de verdad punzante en su reclamo, pero no quería lastimarlo.
—Claro que sí… pero es distinto. Tú y yo… somos otra cosa. Con Martín es… es profesional, es un mentor.
Elías me sostuvo la mirada, como si quisiera leerme hasta lo más hondo.
—Mentor —repitió, con un dejo de ironía—. Perdóname, Ada, pero a mí no me suena a mentor. Me suena a alguien que quiere controlarte, en lo laboral y en lo personal. Y me preocupa que no lo veas.
Yo bajé la vista, sintiéndome leal a Martín de un modo que no sabía explicar.
—Elías, yo sé lo que hago. Si quiero crecer, tengo que aprender de gente como él. Tal vez no te guste, pero no voy a darle la espalda a alguien que me está apostando todo.
Elías se quedó en silencio unos segundos. Cuando habló, su voz estaba más suave, pero cargada de tristeza.
—Solo espero que esa apuesta no te cueste más de lo que imaginas.
Sus palabras me siguieron resonando mucho después de que nos despedimos. Me dolía verlo celoso, casi herido. Pero también me dolía pensar que tal vez tenía razón. Y aún así, en el fondo, no podía dejar de sentirme atada a Martín, a su mirada que me empujaba a más, incluso si también me asfixiaba.
Extrañaba a las chicas del club, anhelaba salir de fiesta con ellas, tener un fin de semana cocinando con Elías mientras escuchábamos música y tomábamos vino. Claro que estaba agradecida con Martín, este trabajo era lo que yo quería pero no quería dejar de lado mi vida personal. Barcelona me estaba quemando.
Al principio de la cena hablamos de proyectos: clientes potenciales, ideas para la próxima campaña, la posibilidad de que yo pudiera liderar un área nueva. Me sentí emocionada, casi privilegiada. Martín me escuchaba con atención, asentía con esa sonrisa que hacía parecer que cada palabra mía valía oro.
Pero en algún punto, la conversación cambió de dirección.
—Ada, ¿alguna vez piensas en lo mucho que te queda por vivir? —me preguntó, mientras pedía otra botella de vino—. Estás en una etapa en la que todo el mundo quiere tener tu energía cerca. Yo lo sé, yo lo siento.
Me incomodó la forma en que lo dijo. No sonaba a un jefe motivando a su colaboradora, sino a alguien midiendo mis silencios, mis gestos, incluso mi respiración.
Él soltó una carcajada breve, casi indulgente.
—Estamos hablando de trabajo, Ada. El trabajo no es solo campañas y presupuestos, es entender cómo brillas, cómo te mueves en el mundo. Eso también se entrena.
Me quedé en silencio, jugueteando con la copa, sin saber si sentirme halagada o preocupada. Cada frase suya era como una cuerda que me apretaba un poco más: a veces suave, casi protectora; a veces dura, como una advertencia.
Cuando terminó la cena, regresé a casa con una sensación confusa. ¿Había sido una oportunidad o una prueba? ¿Había salido fortalecida o usada? No podía nombrarlo, pero me quedaba claro que Martín no separaba lo laboral de lo personal.
Días después, busqué refugio en el club de lectura. Ahí, con Sofía, Lucía, Ainhoa y Marwa, me sentí en un espacio distinto, libre de esas presiones invisibles. La novela que discutíamos hablaba de una protagonista atrapada entre lo que los demás esperaban de ella y lo que realmente quería para sí misma. No pude evitar que las palabras me atravesaran.
—Es que no sé si lo que me está pasando es normal —confesé, interrumpiendo el debate—. Mi jefe me da oportunidades, me impulsa… pero a veces siento que me exige demasiado, que quiere estar en todo lo que hago.
Las cuatro me miraron con atención. Fue Lucía la primera en hablar:
—Ada, cuidado. Hay jefes que confunden guiar con poseer.
Ainhoa levantó la mano, como si estuviera en clase.
—No olvides algo: puedes admirar a alguien sin entregarle el control de tu vida. Si no, esa admiración se convierte en deuda.
Marwa fue más directa:
—Si en una cena de trabajo terminas preguntándote si fue personal, eso ya lo dice todo.
Me quedé callada, mordiendo el borde de la taza de café. En ese pequeño círculo de amigas sentí un respiro, pero también un espejo incómodo. Ellas veían lo que yo todavía no me atrevía a aceptar del todo.
Llegué a mi cuarto todavía con la adrenalina en la piel. Me quité los zapatos de un golpe y me dejé caer en la cama, riendo sola, con la cabeza llena de música y los labios aún tibios.
Sentí un impulso urgente, casi animal: escribir. Hacía semanas que no me acercaba a mi cuaderno, como si las palabras hubieran estado bloqueadas por la rutina, por el peso de los días, por mis propias dudas.
Encendí la lámpara, busqué el cuaderno en el cajón y lo abrí. El bolígrafo corrió sobre la página en blanco sin pensarlo dos veces y escribí un poema, como quien tiene la necesidad de respirar:
Arder no es peligro,
es promesa.
Es el pulso en la garganta
cuando la vida se empeña en recordarte
que estás aquí,
que eres cuerpo y temblor,
danza y vértigo.
Quiero vivir sin medidas,
besar sin reloj,
reír sin permiso.
Si amar me rompe,
que sea con la violencia de un relámpago,
con la ternura de la lluvia después.
Porque más vale un corazón abierto,
herido,
que uno intacto y dormido.
Me quedé un buen rato mirando el techo, con el cuaderno todavía tibio entre mis manos. Y entonces lo pensé: ¿por qué había de sentirme culpable por lo que acababa de vivir?
Estoy en un gran momento, en un país que no es el mío, construyendo una vida que aún no tiene un mapa fijo. ¿No es lógico querer probar, experimentar, sentir, vivir? ¿No es también parte de mi aprendizaje el dejarme ser sin ataduras?
La libertad sexual no debería ser un pecado ni un secreto vergonzoso. Quiero que sea tan normal como elegir qué vestido ponerme o qué libro leer. Quiero que mi cuerpo me pertenezca en todas sus dimensiones, que mis deseos no tengan que justificarse.
Quizás mañana me vuelva a cruzar con Pablo, con Santiago o con Elías o quizás no, da igual. Lo importante no es que dure, sino que me recordó que puedo elegir con quién bailar, con quién beber, con quién desnudarme. Que mi juventud también es para eso: para explorar, para atreverme, para sentirme viva.
Respiré hondo. El juicio de Martín, las dudas de Elías, incluso la intensidad de Santiago… nada de eso podía marcar el compás de mis pasos. El ritmo era mío.
El teléfono sonó. Vi el nombre de Martín en la pantalla y sentí un escalofrío. Dudé en contestar, pero la insistencia de las llamadas consecutivas me obligó a deslizar el dedo.
—Ada —su voz sonaba seca, contenida, como si llevara horas rumiando algo—. Me llegaron comentarios… muy poco favorables sobre ti.
—¿Comentarios? ¿De qué hablas? —pregunté, con la garganta seca.
—No es tan difícil de entender. Te vieron en un bar, con tus amigas… y con un hombre. ¿Eso es lo que haces mientras yo me parto consiguiendo proyectos y campañas para ti? —hubo un silencio breve, casi teatral, antes de rematar—. Me parece una falta de compromiso y de lealtad.
Me quedé helada. ¿De dónde salía todo eso? ¿Qué derecho tenía a juzgar mi vida personal?
—Martín, yo tengo derecho a salir, a divertirme, a… —empecé a decir.
—¿Divertirte? —me interrumpió con un tono que oscilaba entre la decepción y la amenaza—. Ada, no quiero que tires por la borda lo que tanto esfuerzo nos ha costado construir. ¿Sabes cuántos darían lo que fuera por estar en tu lugar? No es casualidad que piense en ti para un ascenso, que te esté abriendo puertas que nadie más podría abrirte. Pero necesito a alguien cien por ciento entregado.
—¿A ti, Martín? —alcancé a decir, con la voz temblorosa. Él no respondió.
Tragué saliva, sintiendo cómo cada palabra me apretaba el pecho como una soga invisible.
—Yo sí estoy comprometida con mi trabajo, Martín. Mis campañas son exitosas, has estado ahí mientras me felicitan por mis resultados.
—Puedes dar más —contestó, más bajo, pero con una dureza que me perforó los oídos—. Porque los sueños no se cumplen con hombres en tu cama, copas y amigas en bares. Se cumplen con disciplina, con entrega, con lealtad. Y quiero creer que tú no vas a defraudarme, porque la única persona que cree y confía en ti soy yo.
La llamada terminó ahí, sin despedida. Me quedé mirando la pantalla apagada, con el corazón latiendo como un tambor. Sentí rabia, miedo y, en el fondo, una vergüenza que no me correspondía.
Me pregunté si de verdad mi estabilidad laboral estaba en sus manos o si era solo un truco sucio para mantenerme bajo su control.
Al otro día llegué a la oficina con el estómago revuelto. Me repetía que todo estaba en mi cabeza, que quizás Martín había exagerado en la llamada, que yo debía concentrarme en mi trabajo. Pero apenas crucé la puerta, lo sentí: un vacío helado me envolvió.
Él estaba allí, en su escritorio, hablando con Julia y otros compañeros, como si yo no existiera. Ni un saludo, ni un gesto, ni el mínimo reconocimiento de que había llegado. Era como si me hubieran borrado de su radar.
Abrí mi correo: nada. Ni una sola copia de las cadenas que normalmente incluían mis tareas. Revisé la agenda compartida: reuniones donde mi nombre había desaparecido, presentaciones en las que yo había trabajado y en las que ahora figuraba otro responsable.
Me ardieron los ojos, pero no iba a darle el gusto de verme débil. Me senté en mi lugar, forcé una sonrisa con mis compañeros y me puse a revisar pendientes que, en realidad, ya estaban resueltos. Era absurdo: todo mi trabajo de las últimas semanas se había evaporado de un plumazo, como si Martín pudiera decidir de un día para otro que yo no existía.
A media mañana, me crucé con él en la máquina de café. Nuestros ojos se encontraron apenas un segundo. Su mirada era fría, calculadora, como si quisiera recordarme lo frágil que era mi lugar allí. Ni un “buenos días”, ni un reproche directo. Solo la nada.
Ese silencio pesaba más que cualquier grito. Era la ley del hielo. Y yo sabía perfectamente lo que buscaba: que me quebrara, que me acercara arrepentida, que le rogara por volver a incluirme.
Pero no lo hice. Me quedé quieta, respirando hondo, recordando las palabras de Ainhoa en el club de lectura: “Se trata de decidir qué no estás dispuesta a soltar.” Yo no estaba dispuesta a soltarme a mí misma.
Por supuesto, me parecía injusto su trato. Cuando yo accedía a sus presiones, mi trabajo se sentía seguro. Pero si me atrevía a poner límites, él me trataba con dureza, me excluía del equipo y me hacía sentir que me lo merecía. Eso dolía y no era justo.
¿En qué me estaba equivocando? No me sentía culpable, me sentía confundida y asombrada.
A la mañana siguiente, me reporté enferma. No quería vivir ese día como un adulto funcional. Necesitaba huir del peso de las obligaciones, aunque fuera por unas horas.
Dormí hasta tarde, luego salí a caminar con un café en la mano por el parque Güell. Las formas imposibles de Gaudí, los colores brillantes que parecían resistirse a la tristeza, me dieron un respiro. Compré postales para enviar a mi familia y amigos en Colombia; escribir “aquí estoy, estoy bien” era una forma de convencerme a mí misma de que podía seguir. Quería sentir que la vida me pesaba menos.
En la tarde puse una película, buscando distraerme: El diablo viste a la moda. Pero lejos de relajarme, cada escena se convirtió en un espejo incómodo. No pude evitar hacer comparaciones entre Miranda y Martín: esa mezcla de admiración y miedo, el encanto envuelto en exigencias crueles, las promesas disfrazadas de oportunidades.
Me pregunté, con un nudo en la garganta: ¿Andrea y yo sufrimos violencia psicológica y abuso de poder por parte de nuestros jefes?
Apagué la televisión en medio de la película. No podía seguir viéndola. Tenía que mirarme a mí y escribir para desahogarme.
Sentí la tristeza apretándome el pecho, pero también una claridad que hasta ahora me era esquiva. No era mi culpa. No lo había provocado yo. Martín podía envolverme con palabras dulces, con elogios, con esa falsa paternidad que escondía hilos invisibles de control, pero sus actos eran suyos, no míos.
Por primera vez en mucho tiempo, me atreví a decirlo en voz alta, aunque fuera a solas:
—No soy responsable de lo que él hace. No me está ayudando, me está manipulando.
La frase se quedó flotando en la habitación, fuerte, liberadora, como si fuera un escudo que recién descubría tener. No iba a sanar todo en un instante, pero al menos era un inicio: devolver el peso a donde realmente pertenecía, a él, no a mí.
Y con esa certeza, me prometí escribirlo, dejar registro en mi cuaderno, porque temía que con los días volviera a dudar. Necesitaba recordar esa conclusión como quien guarda una brújula en el bolsillo: para no perderme más en la sombra de Martín. Entendía la soledad que él vivía, sus problemas con el alcohol y lo frustrante de tantos matrimonios fallidos pero yo no podía salvarlo y tampoco le debía nada.
Martín estaba destrozando mi sueño de trabajar en una disquera, de vivir de la música y del arte, como si cada ilusión que había sembrado en mí fuera una pieza frágil que él podía romper con sus manos. Sus fantasmas me golpeaban sin piedad, me atravesaban como cuchillos, solo por el hecho de estar cerca de él. Yo sabía que me costaba decirle NO, que mis límites a veces se tambaleaban frente a su voz impecable, pero esa vulnerabilidad mía no era una carta abierta para que me aplastara, para que me hiciera sentir pequeña, culpable, insignificante. No era un permiso para que me maltratara. Lo que empezó como un buen día, se había convertido en una noche muy triste.
Esa noche, incapaz de dormir, abrí mi cuaderno. Las páginas en blanco me miraban como un espejo dispuesto a tragar mis silencios. Tomé el bolígrafo y, sin pensar demasiado, dejé que las palabras cayeran como lágrimas:
Me acerqué a tu sombra con la fe de una niña,
creí en tus palabras como si fueran luz,
me vestiste de promesas que ardían,
pero en tus manos aprendí el peso de la cruz.
Me diste un lugar
y en ese gesto pensé hallar hogar,
pero detrás de tus frases
se escondía el filo dispuesto a cortar.
Te quise con gratitud limpia
y sin darme cuenta caí en tu gesto
que me pedía todo sin nada ceder.
Tu voz me elevaba, me hacía sentir,
como si mi nombre brillara en el cielo,
pero al mismo tiempo me hacía sufrir,
atada a tus hilos, cautiva en tu juego.
Te entregué todo,
como quien se rinde por miedo al abismo,
pero en cada caricia que no busqué
descubrí veneno.
Te quise y temí, esa fue mi condena,
un cariño manchado de espinas y miedo,
quería confiar, pero era cadena,
quería volar, pero tú eras mi ruedo.
Me hablaste de brillo, de un futuro posible,
de no repetir la miseria de ayer,
y yo me aferraba a ese sueño tangible,
sin ver que contigo aprendía a perder.
Hoy lloro en silencio lo que me arrancaste,
mi fe, mi paz, mi razón,
pero sé que no eres dueño de mi arte:
mi fuerza renace de esta destrucción.
Al terminar, solté el bolígrafo con las manos temblando. Era la primera vez que admitía con tanta claridad lo que me pasaba: cariño y miedo entrelazados, admiración y dolor, lealtad y rabia. Cerré el cuaderno y lo abracé contra mi pecho como si fuera un salvavidas.
Me quedé despierta por mucho tiempo, era otra noche de esas en las que lloraba sin parar.
De la forma más dura, entendí que ni sus consejos ni su mentoría era desinteresada. Cada que podía se acercaba de más, me tocaba el cabello, el hombro, la cintura. Opinaba sobre mis gestos, mi ropa, mi forma de caminar, como si yo lo provocara. Su forma de mirarme no era la de un padre o un maestro.
Me dijo que fue accidente cuando me rozó los labios y me tocó las piernas.
El jueves siguiente llegué al club de lectura con el estómago hecho un nudo. Había intentado repetirme todo el día que no pasaba nada, que lo estaba exagerando, que era solo una confusión. Pero en cuanto crucé la puerta y vi a mis amigas sentadas en círculo, con las tazas de té humeante y los libros sobre la mesa, algo dentro de mí se quebró.
Sofía fue la primera en notar mis ojos rojos.
—Ada, ¿qué tienes? —preguntó suavemente, con esa voz suya que siempre parecía un abrazo.
Me mordí los labios, quise responder con un “nada” automático, pero ya no pude sostenerlo. El peso de los días, las noches en vela, los silencios obligados… todo salió de golpe.
—Martín… —dije entre sollozos—. Martín me ha tocado sin mi permiso.
El silencio se volvió absoluto. Sentí las miradas de todas fijas en mí, llenas de incredulidad y de rabia contenida. Me llevé las manos a la cara, avergonzada de pronunciar esas palabras en voz alta.
—Me quedé callada por miedo —continué, la voz quebrada—. Por miedo a perder mi trabajo, por miedo a que nadie me creyera, por miedo a arruinar mi futuro. Me decía que no era tan grave, que debía aguantar… pero cada día me siento más atrapada.
Sofía se levantó y me rodeó con sus brazos. Marwa apretó mi mano con fuerza, como si quisiera transferirme su coraje. Lucía, tenía lágrimas en los ojos.
—Ada, no es tu culpa —dijo Ainhoa con firmeza, acariciándome el cabello—. Tú no hiciste nada para que él te maltratara.
Las palabras me atravesaron como un relámpago. Yo lo sabía en lo profundo, pero necesitaba escucharlo de alguien más.
—Me siento rota —admití—. Porque también le tengo cariño, porque confié en él. Porque pensé que me veía como una buena persona y una gran profesional… y ahora me siento usada, manipulada, atrapada en una tela de araña que no sé cómo romper.
Sofía, con la voz cargada de furia, golpeó la mesa con la palma abierta.
—Eso es acoso, Ada. Y lo mínimo que merece es que lo denuncies.
Marwa asintió, todavía con lágrimas.
—Tienes que protegerte. Nadie debería trabajar con miedo. Si hay repercusiones en tu contra, sería ilegal.
Me limpié los ojos con la manga de mi suéter. El círculo de mis amigas era un refugio en medio de la tormenta, pero también un espejo incómodo: por primera vez, escuchaba mi verdad desde fuera, sin justificaciones.
Ese día entendí que mi silencio me estaba matando más que el propio Martín.
Esa noche Martín me pidió que nos viéramos en su casa para “aclarar las cosas”. Acepté, aunque lo último que quería era quedarme a solas con él. El edificio estaba casi vacío; las luces blancas de los pasillos proyectaban sombras largas y el silencio me hacía sentir que cada paso era una advertencia. Entré a su cocina con el corazón acelerado, intentando aparentar calma, pero por dentro temblaba.
Él no se sentó. Caminaba de un lado a otro, como un león encerrado. Sus pasos llenaban el espacio, y yo, apoyada en la ventana, sentía que cada vuelta que daba me iba arrinconando más.
—No entiendo qué te pasa conmigo, Ada —me dijo al fin, con un tono cargado de decepción—. Te he dado todo: oportunidades, confianza, mis consejos. Te abro puertas que nadie más te abriría… y aun así parece que nada de lo que hago es suficiente.
Lo miré, y algo dentro de mí se quebró. Durante semanas me había tragado el nudo en la garganta, diciéndome que no era para tanto, que exageraba, que él solo quería ayudarme. Pero esa noche ya no pude callar.
—¡Es que odio esto, Martín! —las lágrimas se me escaparon, la voz me salió rota, desgarrada—. Te admiro, te quiero, confío en ti… pero me siento manipulada. No sé dónde acaba tu consejo y dónde empieza tu control. Me confundes. Me haces sentir que todo lo que hago está mal si no es como tú dices. Me siento atrapada entre tus elogios y tus reproches, como si nada me perteneciera de verdad.
Martín se quedó quieto, mirándome en silencio. Por un instante pensé que iba a estallar, que iba a gritarme como otras veces. Pero lo que vi fue algo distinto: su cuerpo se encogió, sus hombros cayeron, y cuando habló, lo hizo en un tono más bajo, casi suplicante.
—Ada… lo hago con amor. No lo entiendes. Desde hace meses no dejo de pensar en ti. Te amo. Sí, me he equivocado, he actuado mal, pero todo ha sido por miedo. Me carcome el celo cuando te veo con otros hombres. No sé cómo hablar de lo que siento, no sé cómo expresarlo… y entonces me paso de la raya. Pero créeme, lo único que quiero es cuidarte. Lo único que quiero es amarte y ayudarte a que cumplas tus sueños.
Avanzó un paso hacia mí. Estiró la mano como si quisiera tocarme la cara, pero se detuvo en el aire. Sus ojos tenían un brillo húmedo, como si esperara que lo perdonara en ese mismo instante.
Me quedé paralizada. Sus palabras me atravesaron como cuchillos contradictorios. Parte de mí quería creerle, dejar que su amor —ese amor que parecía tan intenso y desesperado— lo justificara todo. Parte de mí quería abrazarlo, decirle que sí, que perdonaba y lo entendía. Pero otra parte gritaba en silencio: esto no es amor, Ada, esto es una trampa.
—¿Amor, Martín? —pregunté con la voz quebrada—. ¿Y por eso me presionas? ¿Por eso me haces sentir que mi trabajo depende de ti? ¿Por eso opinas sobre cómo visto, con quién salgo, qué hago en mi tiempo libre?
Él me miró con esa intensidad que siempre me desarmaba.
—Porque te importas más de lo que crees. Eres brillante, Ada. Y no quiero que desperdicies nada de lo que eres. Tal vez he sido torpe, lo reconozco. Pero tú eres lo más importante que me ha pasado en mucho tiempo.
Yo lloraba en silencio, temblando por dentro. No supe qué responder. Mis lágrimas eran un nudo de cariño, rabia y miedo. ¿Cómo podía hacerme sentir tan pequeña y al mismo tiempo tan necesaria? ¿Cómo podía lastimarme y a la vez convencerme de que lo hacía para protegerme?
Más tarde, cuando lo conté a mis amigas, tampoco pude ser clara. Nos habíamos reunido en el club de lectura, pero las páginas del libro quedaron a un lado cuando, sin pensarlo, empecé a hablar.
—Martín… me dijo que me ama. Que todo lo hace por mí, que se siente celoso, que por eso actúa así —les confesé, bajando la mirada—. Yo sé que no es malo, yo lo sé. Solo… no sabe expresarse. Ha pasado por tantas cosas, está solo aquí… yo lo entiendo.
Sentí sus miradas clavarse en mí. Vi la incredulidad en los ojos de Sofía, la rabia contenida en los de Marwa, la tristeza en Lucía, la firmeza en Ainhoa. Ninguna dijo nada al principio, y ese silencio fue un espejo insoportable.
Yo seguía hablando, como si necesitara defenderlo frente a ellas, aunque en el fondo no estaba convencida ni de mis propias palabras.
—Es que… él confía en mí como nadie más lo ha hecho. Cree en mi talento. Me abre puertas. No quiero que piensen mal de él. Yo sé que me quiere.
Lo decía con los labios, pero por dentro sentía otra cosa: una culpa que me devoraba, una sensación de estar protegiéndolo a él mientras me traicionaba a mí misma.
Me quedé callada al fin. Y en el silencio que siguió, entendí lo que no me atrevía a decir en voz alta: que estaba atrapada entre la gratitud y el miedo, entre la admiración y la duda, entre el amor que él me juraba y la manipulación que me asfixiaba.
El silencio fue tan denso que me dolieron los oídos. Ninguna me interrumpió mientras hablaba, pero sus miradas eran como espejos que me obligaban a enfrentar lo que yo misma quería ocultar.
Sofía fue la primera en hablar:
—Ada… lo que me estás contando no es amor. Es manipulación. Y más que eso: es acoso.
Me quedé inmóvil, como si esa palabra me hubiera atravesado el pecho.
Lucía, con los ojos brillantes de rabia, golpeó la mesa con la palma abierta.
—¡No puedes seguir ahí! Ese hombre se está aprovechando de ti. Busca otro trabajo, Ada. Te lo digo en serio. No vale la pena quedarte en un lugar donde tu jefe cruza todos los límites posibles entre lo laboral y personal.
—Pero… —quise defenderlo, aunque mi voz sonó débil— él me abre puertas, me da oportunidades. Yo… no quiero que piensen que todo lo malo viene de él.
Marwa me tomó la mano con fuerza, con un gesto de apoyo y furia contenida.
—Eso que dices es exactamente lo que él quiere que pienses: que le debes algo, que sin él no eres nada. Pero no es verdad. Tú tienes talento de sobra. No necesitas a un hombre que te manipule para crecer. Necesitas protegerte, Ada. Y eso significa denunciarlo. Él te lleva veinte años, claramente sabe lo que hace.
La palabra me asustó. Denunciar. Como si de pronto todo se volviera demasiado real.
—¿Denunciar? —pregunté, casi en un susurro, con el corazón latiendo en el cuello.
Ainhoa, que había estado callada hasta ese momento, habló con calma, pero con una firmeza que no admitía dudas.
—Sí, Ada. Denunciar. Lo que estás viviendo es acoso sexual. No importa cuánto lo quieras, no importa cuánto lo admires: no tiene derecho a tocarte sin tu permiso, a condicionar tu trabajo a cambio de cenas, de cercanía, de disponibilidad. Eso es un delito. Y no estás sola.
Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Ellas me miraban con esa mezcla de compasión y fuerza que me hacía sentir abrazada, pero también expuesta. Es por eso que callé por tanto tiempo, hasta que exploté.
Sofía me acarició el cabello y añadió:
—Busca una terapeuta. Alguien que te ayude a entender lo que estás viviendo y a sanar lo que él te está haciendo. Porque ahora mismo, Ada, no es solo tu carrera la que está en juego: es tu salud, tu autoestima, tu sexualidad, tu libertad.
Me tapé la cara con las manos. No quería escuchar, pero al mismo tiempo necesitaba cada palabra que me decían. Yo todavía lo justificaba, todavía lo defendía dentro de mí… pero en el fondo sabía que ellas tenían razón.
Lucía se inclinó hacia mí y habló despacio, como quien le da a alguien un último empujón para salvarlo de un precipicio:
—Ada, prométenos algo. Que no vas a quedarte callada. Que vas a poner un límite. Porque este hombre no va a parar si tú no lo detienes.
Me mordí el labio, temblando. No podía prometerlo aún, pero sentí que la decisión había empezado a gestarse dentro de mí, como una semilla que tarde o temprano tendría que brotar.
En el momento más inoportuno, Martín me llamó. Dudé en responder pero lo hice:
—Hola —fue lo único que me nació decir.
—Hola, mi amor. ¿Cómo va tu día? Me gustaría invitarte a cenar. ¿Paso por ti a las ocho?
—No, Martín. No me parece correcto. Tenemos mucho trabajo, no me quiero distraer de las cosas importantes.
Apenas colgué, sentí que me temblaban las manos. El teléfono quedó en la mesa como si me quemara. Era la primera vez que yo terminaba la llamada, la primera vez que me atrevía a decirle “no”. Y aunque había sido solo un gesto mínimo, sentí que me había desgarrado por dentro.
Necesitaba estar sola, tan pronto llegué a casa apagué las luces y me dejé caer en la cama. El llanto me llegó sin pedir permiso, profundo, violento, como una tormenta que se había estado acumulando desde hacía meses. Hundí la cara en la almohada y lloré hasta que me dolieron los ojos, hasta que sentí que ya no quedaba aire en mis pulmones.
Me preguntaba, entre sollozos, si todo valía la pena. Si de verdad era tan importante seguir luchando por este sueño de trabajar en la música, en una ciudad que parecía tragarme entera. Barcelona me había dado tanto, pero también me estaba quemando viva.
Por primera vez pensé en volver a Colombia. En empacar mis cosas, vender mis libros, despedirme de mis amigas y volver a esa tierra que, aunque difícil, al menos era mía. Allá tendría a mi familia, tendría la certeza de lo conocido, tendría menos heridas que esconder.
Pero al mismo tiempo me dolía imaginarlo: abandonar mis sueños justo ahora, cuando había empezado a abrirme un camino. ¿De qué serviría haber aguantado todo lo que aguanté, haber dejado atrás tanto, para rendirme justo aquí?
Entre lágrimas me repetía: ¿y si todo esto no vale la pena? ¿Y si yo no estoy hecha para este mundo?
Abracé mi cuaderno contra el pecho, como si fuera un salvavidas. Lo abrí con las manos temblorosas y escribí, sin detenerme, las palabras que me estaban ahogando:
Quiero huir. Quiero irme lejos. Quiero poder dormir toda la noche sin tener miedo. Quiero dejar de sentir este peso en el pecho que me aplasta cada día. Pero también quiero pelear por mí, por la niña que soñó con vivir de la música, por la mujer que se atrevió a saltar el océano buscando su lugar en el mundo.
Las lágrimas mancharon la hoja, pero no me detuve. Seguí escribiendo hasta que me quedé sin fuerzas, hasta que el llanto se convirtió en un cansancio pesado.
Quiero ser yo. Quiero vivir a mi manera. Quiero que me quieran sinceramente. Pero también quiero quemarlo todo, quiero justicia. Porque lastimar a quien cree, a quien ama, a quien espera es igual de grave que matar. Mi corazón agoniza, me lastimaron con toda la intención de destruirme.
Me acurruqué con la libreta todavía abierta, y ahí, entre la rabia y la decepción, me quedé dormida.
Caí en un sueño profundo. Y en el sueño volví a casa.
Al día siguiente, llegué temprano a la oficina. Sentí las miradas clavarse en mi espalda apenas crucé la puerta. No sé cómo, pero ya había rumores. Había gente que sabía —o creía saber— lo tenso de mi relación con Martín. Me sentí observada, juzgada, como si cada gesto mío confirmara un chisme que yo nunca había autorizado.
Aparentemente yo era el cliché de la chica ambiciosa que se acuesta con su jefe para escalar más rápido. Pero no era así de fácil, no era una aventura ligera ni un secreto romántico: yo estaba sobreviviendo a alguien que tenía mi trabajo, mi estabilidad, mis próximos meses en sus manos.
¿Cómo explicar eso? ¿Lo entenderían? ¿O solo necesitaban alimento fresco para el chisme de la semana? En mi mente todavía no lograba ponerle nombre: ¿acoso sexual?, ¿abuso de poder?, ¿represalias laborales? Martín decía que lo hacía todo “por amor”. Pero en el amor que yo conozco no existe el chantaje, ni el miedo, ni las amenazas veladas.
Cuando se ama no se lastima. Cuando se ama hay lealtad. Yo lo justifiqué por su soledad, por sus cicatrices, por la manera en que parecía cargar con sus propios fantasmas. Pero ya era imposible negarlo: no se trataba de un hombre herido… se trataba de una mala persona que siempre buscaba lo mejor de los demás sin dar nada de él.
Últimamente, mi pasatiempo favorito era llorar en el baño de la empresa. Me encerraba allí, mientras pensaba: ¿quién me va a creer si me ven tan feliz, tan ruidosa, tan “cercana” a él?
Tenía demasiadas cosas en mi contra, pero él más. Tal vez, la vida no funcione así y gane el que sabe manipular, el que usa la ventaja a su favor.
Pero lo cierto es que él ya perdió. Perdió a alguien que confiaba ciegamente en él, a alguien que le fue leal, a un corazón que se le entregaba con verdad. Perdió porque nada de lo que toca florece. Perdió porque vive rodeado de espejismos, y en su soledad más profunda ya está muerto en vida, condenado a arrastrar su propia sombra.
Esta historia la pueden encontrar en mi libro: Allá donde me invento (ver perfil).
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