La Medida Exacta de Nuestros Días.

La Medida Exacta de Nuestros Días.

‎El polvo danzaba. No era el enemigo vago y gris que la gente suele barrer con fastidio, sino una constelación de motas doradas que se alzaba perezosa bajo cada pasada de la escoba de cerdas desgastadas. Él la movía con un ritmo de péndulo, un vaivén que era casi un mantra, dibujando surcos perfectos y efímeros en el piso de cemento pulido. Desde su mecedora, un artefacto de madera que cantaba una canción de quejidos y suspiros, ella lo observaba. No decía nada. No hacía falta. En sus ojos, un lago quieto de tiempo acumulado, se reflejaba la operación entera como el acto sagrado que era: la purificación del pequeño universo que compartían.

‎Las mañanas empezaban con el agua hervida para el café. No era una cafetera eléctrica, sino una pequeña olla de aluminio abollada que cantaba en el fogón de leña. El aroma a merecure quemado se mezclaba con el perfume áspero y familiar del grano recién colado en la manga de tela. Él preparaba dos tazas, la de ella amarga como la tarde, la de él, con tres cucharadas de azúcar. Luego, la arepa de maíz pilado, dorada en el budare heredado, crujiente por fuera, blanda y cálida por dentro. El huevo frito en aceite humeante, con sus bordes encajeados y su yema sonriente y redonda como un sol en miniatura. Ese era su firmamento.

‎Afuera, el gallo de plumas cobrizas anunciaba la misma hora de siempre a un vecindario que ya no escuchaba. La gallina clueca picoteaba indiferente entre la grama, seguida por sus polluelos como bolas de algodón amarillo. El perro, un cachorro de nombre invariablemente olvidado, rascaba su lomo contra la pierna de la mesa de madera. El gato, un fantasma amarillo que aparecía y se esfumaba entre las sombras del corredor, los observaba con desdén filosófico. Eran su corte, sus testigos mudos.

‎Nadie los visitaba. El camino de tierra que llevaba a su casa, flanqueado por matas de mango y de níspero, se había borrado del mapa mental del pueblo. En un lugar donde el valor de un hombre se medía por el ruido de su vehículo o la novedad de su celular, ellos eran un mueble antiguo, invisible. La escasez económica era una compañera más, una presencia silenciosa que se sentaba a la mesa a compartir la arepa, pero que nunca, jamás, se atrevía a poner los codos. No debían nada. Ese era el lujo secreto que pocos entendían: la libertad de no deberle explicaciones al mundo.

‎Las tardes se deslizaban con la pesadez dulce de la hamaca. El televisor, un veterano de pantalla curva y parpadeante, murmuraba noticias de un planeta lejano en el cuarto fresco, el único con paredes de bahareque que mantenían el calor a raya. Ellos veían telenovelas de dramas ajenos o concursos de risas estridentes, no por el programa en sí, sino por el acto compartido de estar, de respirar el mismo aire viciado y polvoriento, de comentar en voz baja una tontería o un personaje.

‎A las seis en punto, como dictaba un reloj interno imperturbable, la cena. Un queso blanco con pan, unas caraotas recalentadas que sabían mejor el segundo día, un aguacate compartido a cucharadas. El silencio entonces era cómplice, roto solo por el tintineo de los cubiertos sobre los platos de peltre.

‎Y luego, la noche. Él cerraba las contraventanas de madera, enclavijando la oscuridad fuera. Ella se mecía un poco más, rezando un rosario de palabras que no eran oraciones, sino recuerdos. Él revisaba la puerta, no por miedo a los ladrones —no había nada que robar—, sino por puro ritual, por confirmar que su mundo estaba intacto, sellado herméticamente contra la prisa y el desprecio de afuera.

‎Antes de dormir, él le llevaba un vaso de agua a su habitación. Ella le sonreía, una sonrisa que tenía la textura del papel viejo y la luz de un candil.

‎—Buenas noches, m’hijo. —Buenas noches,mamá.

‎Eran dos astros viejos girando uno alrededor del otro en una órbita perfecta, mínima, inmensa. En su sencillez no había pobreza, sino una riqueza profunda y callada. Un universo entero contenido en el acto de barrer el polvo, en el aroma del café de la mañana, en el crujir de la mecedora en la penumbra. Un mundo que, para quien supiera verlo, era suficiente. Era todo.

‎Aldo Rojas Padilla.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS