—¡Marina! Apárteme tres, que ya van a salir los pelaos de la escuela —gritó un hombre desde el otro lado de la calle, sonriendo y mostrando tres dedos con la mano en alto.
Marina le devolvió la sonrisa y asintió con la cabeza. Inmediatamente, introdujo su brazo desnudo en el fondo de la neverita de icopor, fingiendo atender la solicitud del hombre que la seguía con la mirada. En realidad, no había necesidad de apartar nada. Llevaba años en el oficio y apenas recordaba la última vez que había regresado a casa con la nevera vacía.
«Sucedió una vez, hace mucho tiempo», se dijo a sí misma. «Quizá fue en uno de esos días calurosos de agosto, un día como hoy, donde el pavimento parece derretirse en el paisaje ondulante».
Al otro lado de la calle, el hombre esperaba ansioso. Por un momento vaciló, temiendo que si cruzaba, sus hijos no lo verían al salir. De repente, atravesó la calle corriendo, rebuscando afanosamente el dinero en los bolsillos del pantalón mientras Marina sacaba los helados de la nevera.
Fue entonces cuando un ruido ensordecedor lo cambió todo. Un olor penetrante a pólvora se extendió por el lugar. Los niños, que ya salían de la escuela, corrían despavoridos buscando refugio. El caos y la confusión se apoderaron de la esquina.
Petrificada, Marina fijó sus ojos en los helados. Rápidamente, se cubrieron de sangre. El terror la invadió mientras la sangre manaba a raudales. Ahí, sobre la neverita de icopor, se derrumbaba el cuerpo del hombre, mientras su verdugo lo miraba fijamente, apuntándole aún con el revólver.
El calor era infernal. A lo lejos se oían los resoplidos de los niños asustados, sin entender lo que acababa de suceder. Sobre el asfalto yacía el cuerpo inerte de un hombre, rodeado por los pedazos de una nevera de icopor destrozada. Restos de helado cubiertos de sangre se encontraban dispersos por toda la calle.
Acurrucada en el andén, Marina, la señora de los helados, lloraba con un temblor que no podía controlar. Mientras el caos reinaba, una figura se alejaba lentamente, con lo que parecía un revólver en la mano.
No había duda de quién era. El hombre que le quitó la vida a un padre de familia que, buscando a sus hijos en el colegio, encontró la muerte.
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