La casa estaba demasiado barata para lo que ofrecía: cuatro habitaciones, un patio grande y silencio absoluto a las afueras de la urbanización El Prado.
Demasiado buena para ser verdad.
La familia Smith la compró sin pensarlo mucho. Querían un lugar tranquilo para criar a su hija, Camila, de seis años. Alejarse del tráfico, del ruido, de la prisa.
Y eso obtuvieron…
Pero también algo más.
Los primeros días fueron calmados. La casa tenía ese olor a encierro que se disipa con el tiempo y algunas grietas que daban carácter.
Pero las noches eran… distintas.
Pequeños ruidos.
Golpes suaves.
Pasos en el pasillo cuando todos estaban en la cama.
Puertas que se abrían apenas unos centímetros.
Pensaron que era normal.
Hasta que Camila comenzó a hablar sola.
—“Eloísa no duerme. Se sienta en la esquina y me mira.”
Al principio lo atribuyeron a su imaginación.
Pero entonces comenzaron a encontrar cosas fuera de lugar.
Juguetes apilados en forma de cruz. Dibujos hechos con manos que no parecían de una niña.
Y una noche, en la bodega del patio trasero, la madre encontró una caja de madera cubierta por una manta mojada.
Dentro, había una muñeca.
De porcelana agrietada, con el rostro pálido y sucio. Los ojos de cristal oscuro, abiertos como si nunca parpadearan.
Y un vestido antiguo, bordado con letras casi borradas: E.M.
Cuando Camila la vio, simplemente dijo:
—“Gracias. Ya no tenía dónde dormir.”
Después de eso, la casa ya no fue la misma.
Luces que parpadeaban a las 3:15 a.m.
Una música suave de caja de cuerda, que sonaba desde el clóset, aunque nadie la tuviera.
Y la muñeca… siempre moviéndose.
Nadie la veía hacerlo, pero aparecía en lugares distintos. Sobre la cama. En la mesa del comedor. Frente a la puerta del cuarto de los padres.
Una noche, la madre despertó al oír risas.
Camila estaba sentada en la sala, en la oscuridad, hablándole a la muñeca.
Su voz… no era la suya.
Era más baja. Más vieja. Más decidida.
—“Eloísa vivía aquí antes. Tú no deberías estar en su casa.”
Intentaron deshacerse de la muñeca.
La quemaron.
La enterraron.
La tiraron al río…
Siempre volvía.
Más limpia.
Más nueva.
Más cerca.
Llamaron a un sacerdote.
Él no quiso entrar.
—“Hay algo… encerrado ahí dentro. Algo que no quiere irse.”
Días después, la familia abandonó la casa sin llevarse nada. Ni muebles. Ni ropa. Ni fotos.
Solo salieron.
Y nunca regresaron.
Un mes más tarde, nuevos inquilinos se mudaron.
Una familia joven.
Un hijo de cinco años.
La primera noche, él entró al cuarto principal con una muñeca en brazos.
—“Mamá, ¿puedo quedarme con la niña del vestido blanco? Dice que me va a cuidar si no los dejo entrar.”
E.M.
Nadie sabe qué significa.
Pero si alguna vez encuentras una muñeca de porcelana con esas iniciales…
no le des la espalda.
No la invites a entrar.
Y jamás… la escuches cuando te hable.
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