Hasta el cuello, capítulo 19

Hasta el cuello, capítulo 19

Vulturandes

24/07/2025

Bimo miró fijamente al policía uniformado, de color azul y descalzo, en la entrada de la casa.

Tan ya lo había despachado y el joven se encontró con el policía cargando en sus brazos a una mujer con la ropa sucia. Al principio, Bimo creyó que era una vecina inconsciente, hasta que vio sus pies diminutos y sangrantes.

—¿Vives aquí? —le preguntó el policía.

—Sí. Pase—Bimo atinó a abrirle la puerta con las manos temblando.

Dejaron a la chica en la cocina. Mei Ying estaba sucia como después de haber nadado en basura, cubierta con restos de frutas y vegetales podridos. A su vez Bimo escoltó al policía a la puerta, quien bajo instrucciones del joven, se fue a buscar a Ah Beng.

Cuando Bimo regresó a la cocina, Mei Ying estaba tendida en el suelo de rodillas. Al parecer había querido levantarse y no lo lo logró.

—¡Mei Ying! —Bimo la rondó sin saber qué hacer. La chica temblaba por cada intento de levantarse y fracasando estrepitosamente.

Se acurrucó en el suelo con la respiración entrecortada, abrazando su estómago.

—¡Mei Ying, Mei Ying…! Tienes que ir a la cama, vamos. ¡Levántate! ¡Por favor, debes levantarte tú misma, sabes que no puedo tocarte! —su voz se truncó sin que él lo quisiera.

En un último intento, Mei Ying rodó sobre su espalda y exhaló profundo.

—¿Mei Ying?

La muchacha tenía los ojos tan hinchados que apenas podía abrirlos. Bimo se quedó mirando la pulpa amarilla chorreando por su frente, y se dio cuenta de que Mei Ying lo miraba entre sus pestañas negras. Su respiración era seca y tenía los ojos rojos.

—¿Bimo?

Su voz apenas audible hundió el corazón de Bimo.

—¿Te duele mucho? ¿Qué te pasó?

Ella tembló, recobrando sus fuerzas:

—No se lo digas a Beng, por favor.

—El policía ya fue a buscarlo. No te muevas.

—No… —gimió.

—No te muevas. ¿Quién fue?

—No le digas…

—¿Qué pasó?

—Yo… estaba vendiendo en el mismo lugar de siempre. No se lo digas, ayúdame antes de que…

—¿Ah Beng no te dijo que no salieras tú sola? —le reprochó Bimo, aunque estaba casi tan amedrentado como ella.

—Le dije que me acompañabas… Discúlpame… —Mei Ying rompió en un llanto desgarrador.

Bimo le preparó una toalla húmeda para que se limpiara. Salvo por la sangre escapando por sus zapatitos, no parecía herida y su estómago no le dolía.

—Entonces, ¿quién fue? —le preguntó Bimo.

A pesar del dolor, Mei Ying suspiró con tedio.

—Las dos mujeres de siempre. Me encontraron sola en el mercado mientras vendía flores y comenzaron a decir que en dónde estaba mi joven amante o si esta noche dormiría con mi esposo; las mismas cosas aburridas de siempre.

Bimo frunció el ceño.

—Siempre te dijimos que…

—¡Lo tenía todo controlado, fue un maldito cliente del burdel el que arruinó todo! —reclamó furiosa—. Me golpeó en la cabeza con un caqui y las tontas se animaron gritando que era una zorra sucia y ladrona, y de pronto media calle se me vino encima con piedras y frutas—admitió con cierta vergüenza—, hasta que el policía que me trajo a casa soltó un disparo al aire y disipó la turba.

En su horror, Bimo había esperado a que Ah Beng se tardara en llegar, al menos para que Mei Ying llegara a la habitación y no pareciera algo tan grave. La joven apenas se había limpiado la cara, cuando su esposo llegó con el policía. Entonces el miedo de la muchacha se le contagió a Bimo. Este había visto algunas veces a esposos chinos golpear a sus esposas por hasta ofensas insignificantes. Jamás vio a Ah Beng gritarle o pegarle a Mei Ying, así que no se explicó por qué casi obstruyó la prescencia de la joven de su esposo al verlo acercarse a ellos.

El policía venía explicándole a Ah Beng que tuvo que cargarla porque le sangraban los pies; de todos modos se disculpó con su esposo por tocarla y pronto quedaron los tres solos.

Un sentido de alarma inmovilizó a Bimo cuando Ah Beng tomó sin avisar a Mei Ying en sus brazos, haciendo caso omiso de las disculpas de la muchacha, y la cargó hasta el baño. Bimo intentaba articular algo que calmara la ira de Ah Beng. Intentó oír a través de la puerta, sobresaltándose cuando los llantos de Mei Ying llenaron la casa.

Golpeó la puerta un par de veces llamando a su amigo, cuando al cabo de unos minutos los dos salieron del baño en dirección al segundo piso. Mei Ying iba envuelta en una toalla y tenía el pelo mojado, pero en todo caso, ya estaba limpia.

Cuando al fin se armó de valor y estuvo fuera del dormitorio de la pareja, Ah Beng acababa de dejar a su joven esposa sobre la cama.

—Voltéate—ordenó a Bimo con una voz tronadora.

Bimo sintió cómo se le enfrió la sangre.

—Ah Beng, espera…

—Debo vendarle los pies, voltéate.

—¡No! —gritó Mei Ying.

Bimo pretendió no mirar qué ocurría. Si algo pasaba actuaría de todos modos, pero hasta entonces no quería hacer enfadar más a Ah Beng.

Mei Ying se sacudía entre la calmada voz de Ah Beng ordenándole permanecer quieta. De pronto, un olor fétido, como a podrido, invadió de a poco la habitación. Bimo no pudo evitar una arcada de asco y de inmediato lo lamentó.

—Vamos a necesitar agua caliente—indicó Ah Beng con serena calma.

—¿Mei Ying está bien?

—Sí. Hay que darse prisa en limpiarla o se le infectará. Corre.

Bimo retrocedió unos pasos, no quería desaparecer para que Ah Beng golpeara a la chica en su estado. Avanzó temeroso por los escalones hasta llegar a la cocina. Sudaba frente a la olla esperando a que el agua calentara. Bimo nunca había esperado tanto. Se imaginaba que cualquier ruido proveniente de la calle era un golpe y hasta los aullidos de los perros los confundía con los lamentos de Mei Ying.

¿Sospechaba de su amigo, siendo que jamás lo había visto enojado ni una sola vez? ¿Y cómo se vería su rostro enojado? Retiró la olla y vació el agua en una jofaina, vislumbrando en su mente el rostro sereno de Ah Beng y Tan fundiéndose juntos, armando una supuesta mueca de ira.

Iba a mitad de las escaleras, cuando Mei Ying gritó.

Bimo casi soltó la jofaina, pero pensó que podría mojar a Ah Beng para apartarlo de su esposa.

El calor de la habitación lo recibió con una orquesta de gritos. Al menos algo vestida, Mei Ying lloraba a Ah Beng que no la viera, mientras este dejaba que le apretara una mano y le acariciaba la cabeza húmeda con la otra.

—¿Qué le sucede?

—Tiene heridas muy profundas. Trae todas las vendas que encuentres, por favor. Están en el cajón.

—¡Puedo cambiarme las cintas yo misma, por favor déjame hacerlo! —lloró Mei Ying.

—Aquí están las vendas. ¿Qué más? —Bimo se posicionó junto a la cama, y olvidándose de la orden de no mirar, lo vio.

Mei Ying tenía el cabello húmedo y moretones oscureciendo la blancura de sus brazos. Ah Beng le había subido el vestido hasta las rodillas, que sujetaba firmemente. Las piernas de Mei Ying agitándose en el aire le recordaron a las de Lucy meses atrás, como feos palillos de piel oscura sobre sus pies fuertes. En cambio, los pequeños pies de Mei Ying iban del blanco al morado por la mala circulación.

No parecían pies humanos. El pulgar se izaba como una punta de flecha cercada por una fila de orugas muertas cubiertas de sangre y pus. Incluso el talón era anormal, como un ancho tacón cuadrado de madera curtida.

Eran la causa de sus malestares matutinos, de sus jaquecas, de sus maldiciones; Bimo no entendió cómo hacía su amiga siquiera para sostenerse de pie, para haber caminado toda su vida aun apoyándose de un bastón.

Consiguió desviar sus ojos hacia los de Ah Beng. Este no pareció notar la manera en que vio a su esposa, y si lo hizo, en esos momentos no le importó.

Su amigo le recibió las vendas con un gesto solemne.

—Por ella, ya no hay nada que puedas hacer. La ayudaré a vendarse, por favor prepara tú la cena.

—Sí…

Si antes lo había atemorizado, ahora, de alguna forma, Ah Beng consiguió transmitirle calma. Pese al mal olor, la sangre y los llantos de Mei Ying, era como si todo aquello fuera un problema insignificante. Solo eran heridas que debían ser limpiadas, nada más.

Mientras cocinaba, Bimo notó como Mei Ying dejaba de suplicar, hasta oír leves sollozos.

Al llevarle la cena a la muchacha, Ah Beng había terminado de vendarla y ahora la sostenía contra su pecho, donde Mei Ying hundía la cara, aferradando sus manos a su túnica, mientras un perdón de explicaciones le brotaba incontenible de los labios y se mezclaba con las palabras de amor en Hokkien que murmuraba él. A Bimo le vino a la memoria cuando, de niño, su hermano Banyu llegó con una fiebre a casa que se le prolongó varios días. Todos sus hermanos, él incluido, comenzaron a temer a perderlo, menos su madre. Con serena autoridad llegó a hacerles sentir que Banyu no tenía nada grave, aun con los temblores y la fiebre. Una noche que todos dormían y Bimo no podía dormir de la preocupación, escuchó voces venir de la habitación de su madre. La puerta estaba entreabierta… Fue la primera vez que vio a su madre llorar: a adultos, llorar. Bimo nunca había visto a ese hombre que abrazaba a su madre, sosteniendo sus mejillas entre sus manos y llamándola por frases cariñosas.

En todo caso, Bimo estaba seguro de que Mei Ying no sufriría con Ah Beng ese día ni ningún otro.

Pero al volver a la cocina y servirse un té, el miedo volvió cuando recordó a los vecinos. ¿Cómo se podía castigar así a una mujer a la que ni siquiera conocían? Bastó que Mei Ying no le agradara a alguien, que la señalaran como una adúltera y ladrona y de pronto más gente, quienes no tenía nada que ver con Mei Ying, Ah Beng o él, quisiera castigarla.

En medio una repentina paz, al cabo de unos minutos subió para retirar la bandeja de comida de Mei Ying.

Antes de entrar, oyó el llanto de la muchacha y la voz severa de Ah Beng:

—…en un sitio ideal te dejaría ir a donde quisieras, comprarías lo que quisieras y pasearías antes de volver a casa; pero incluso yo tengo miedo cada vez que salgo de la casa, temo no volver contigo o que cobren mi cabeza. Prometo hacer de Pecinan un lugar mejor para ti, tengo influencia sobre el Gran Hermano pero hasta entonces, por favor, espera.

Cuando hubo silencio, Bimo se dispuso a entrar por la bandeja y le tocó presenciar a Ah Beng y Mei Ying y, por primera vez en su vida, un largo beso en la boca. Le ardió el cuerpo y casi salió corriendo.

En la cena por su parte, Ah Beng estaba muy tranquilo y Bimo quiso distraerse comiendo, sin embargo aquel beso marcó el comienzo de nuevos pensamientos y nuevas preguntas. ¿Cómo sería si besara a alguien como Ah Beng a su esposa o que su futura esposa lo mirara con la misma ternura de Mei Ying a su marido, o ser como el hombre que consolaba a su madre?

Cenaron los dos en silencio, sin hallarle sabor alguno a la comida, como si hubiesen perdido el gusto. Ah Beng le anunció que se mudarían a una zona en las afueras de la ciudad, cerca de las plantaciones de frutas y en donde las casas eran más grandes; Mei Ying tendría más espacio para cuidar de sus flores, espacio de sobra hasta para su hijo por nacer. Por supuesto, él seguía siendo parte de esta familia y estaba invitado a seguir viviendo con ellos bajo el mismo techo.

No obstante, entrada la noche, cuando Ah Beng le subió un té a su esposa, Bimo se asomó a la habitación y les comunicó que se iría.

Hubo un silencio durante el cual Ah Beng y Mei Ying se miraron fijamente.

—En estos tiempos es muy difícil encontrar empleo —murmuró ella, en tono de consejo.

—Si no pudieras pagar la renta, ¿qué vas a hacer?

—No sé…

—¿Por qué no te vuelves a casa? —sugirió Mei Ying.

—A casa, no.

—¿Por qué? —preguntaron ambos.

—No, no…

La perspectiva de quedar sin hogar no era como para aumentarle el sueño, ya que sin el alojamiento, perdería el trabajo. Claro que le ofrecerían hacerle cama en el suelo, pero no aceptaría. Se habían comportado con él como jamás lo esperara de nadie y no abusaría ya más.

Mei Ying suspiró.

—¿Al menos conservarás el mismo empleo de aguador?—le preguntó en un último intento.

—No lo sé; mañana lo sabré.

—Si encuentro Tan, hablaré con él. Es medio bruto, pero no se enojará si le pido que tome otra dirección para recogerte por las mañanas—dijo Ah Beng al marcharse, sin dejarle renunciar.

Mei Ying se revolvió sentada en la cama.

—¿Cómo está tu amiga? —le preguntó a Bimo.

Sorprendido por su pregunta en su estado, Bimo cedió suspirando. La noche ya era lo suficientemente triste como para guardarse secretos.

—Mal. Quizás ella… Tememos que esté embarazada.

Mei Ying resopló.

—¿La embarazaste tú? —preguntó con sarcasmo.

—¡N-no! —se escandalizó Bimo, saliendo de su reserva.

—¿Y por qué te importa?

—¡Claro que me importa! —respondió airado.

Ella lo interrogó con la mirada.

Bimo titubeó.

—Ella no… pues no…

Pero Mei Ying abrió los ojos en señal de comprensión.

—¿Cómo luce su pecho? —preguntó.

—¿Su pecho?

Mei Ying se señaló los senos. Avergonzado, Bimo no pudo contestar.

—¿Cuántos años tiene?

—Es menor que yo, pero no es tan niña.

—¿Y su pecho?

—N-no lo sé… —Bimo se miró las manos—. ¿P-para qué quieres saber?

—¿Sus senos se ven? ¿O no tiene nada? Trata de recordar. —Lo decía muy seria, sin burlarse.

Bimo dejó de lado la vergüenza y se encogió de hombros.

—Está delgada. Y eso que engordó desde que la encontré… Cuando la vi por primera vez, su cuerpo se parecía al de una niña pequeña.

Mei Ying asintió elocuente.

—Eso debe ser. Una vez nos llegó a la casa una mujer de veinte años. Con veinte años tenía el cuerpo de una niña de once, había dejado de menstruar y hasta sus senos habían desaparecido de lo flaca que estaba.

Los ojos de Bimo se abrieron con horror. Concordaba con la primera apariencia de Lucy.

—Bueno, comparado a cuando la encontramos ha crecido mucho.

Mei Ying sonrió.

—No debe ser nada, ¡anímate! Solo debe comer más. —Amplió más su sonrisa, recuperando algo del brillo pícaro de siempre en sus ojos oscurecidos por las ojeras—. Haz aprendido más conmigo de las mujeres que con los muchachos, ¿no?

Bimo se fue a dormir y quedó solo en su habitación. Quería pensar en qué haría en caso de volver a casa, con su madre, pero su cerebro no aportaba con idea alguna y sólo le devolvía imágenes incoherentes, recuerdos de las tardes en el mar, una y otra vez, hasta irritarse y hacer esfuerzos para apartarlas. En este juego se quedó dormido. Su juventud era más fuerte que sus preocupaciones.

Despertó a las seis. Comió algo, cogió el sombrero y esperó a Tan en la calle. El río estaba de un color marrón profundo, inmóvil. Decenas de pájaros volaban alrededor de los twakow. Bukit Larangan destacaba bajo el cielo su gran perfil cubiertos de bosques verde oscuros.

En cuanto al argumento de una esposa y un hijo futuros, debía confesar que le parecía muy extravagante para su alcance. En especial aquí en Singapura. No podía imaginar exigencia más fuerte que la de aquellos hombres inmovilizados en el río como en una trampa envenenada.

Regresó por la tarde encontrándose la puerta abierta hasta atrás. Entró apresurado, con el corazón en la garganta. En la mesa de la cocina, Mei Ying lloraba y Ah Beng le acariciaba la espalda con ternura, sin embargo, su rostro estaba escarlata, como si acabara de estallar…

—¿Qué pasó? ¿Otra vez acaso…?—Bimo se temió lo peor, pero Ah Beng lo calmó con un gesto.

—Mei Ying tiene un gran corazón, es todo—dijo con una sonrisa.

Su esposa lo miró con los ojos chispeantes de rabia.

—¡Y arrastrar mujeres por el pelo y obligarlas a arrodillarse no tiene nada de raro, ¿verdad?!

Bimo se paralizó y se volvió hacia la puerta abierta, intentando descifrar este escenario.

Mei Ying se frotó las sienes.

—Este idiota fue en busca de las mujeres de ayer, en sus propias casas, y las arrastró del pelo a pedirme perdón, de rodillas—gruñó ante la sonrisa orgullosa de su esposo.

Bimo revotó su mirada entre ambos esposos, sintiendo para culpa suya que se había perdido de algo memorable.

—Bueno, ¿qué les parece si hoy cenamos afuera? —dijo Ah Beng sonriente.

Realmente había cosas que aún desconocía de este hombre que tenía por amigo, pero Bimo sentía que lo respetaba como a nadie.

Ocupó dos días en mudarse. Su amigo Lian Areng le ofreció un cubículo vacío en la cabaña que ocupaban los swaylos, por lo demás solo tenía que mantenerlo limpia y pagar sin falta la renta, desde luego un poco más alta de lo que aportaba en la casa de Ah Beng y Mei Ying, pero por lo menos seguiría cerca de sus amigos que al final lo convencieron de conservar el puesto de aguador.

Ah Beng también estuvo ocupado. Deseaba llevarse a Mei Ying donde no los conocieran, donde nadie sospechara que ella se había ganado la vida con prácticas de escasa virtud.

Cuando llegó el día, Bimo no esperaba ninguna despedida demasiado conmovedora de parte de sus amigos, pero al amanecer, Mei Ying ya lo esperaba temprano, llorando desconsolada. En todo caso, Bimo no sabía si de tristeza o de felicidad. Pero luego la chica lo acompañó hasta la puerta y lo envolvió en un abrazo torpe, acercándolo a ella con fuerza.

Sintiendo que se sonrojaba, Bimo no pudo liberarse de su tenaza y giró la cabeza, avergonzado por la situación.

—¡Mei Ying, nos están viendo!

—¡Que miren!—reclamó ella, ladrando en su cara. La suya estaba hinchada y se sorbía los mocos. Bimo imaginó que su hombro estaría manchado.

—¡No se supone que debas tocarme! —dijo intentando de librarse en vano.

—¡No te estoy tocando! —replicó ella, halando más su camisa en sus puños como un bebé terco, y volvió a apoyar su cabeza sobre su hombro para molestia de Bimo—. Perdón, perdón por todo…

Ahí Bimo se dio cuenta que dentro de ese ser había —aunque fuera un poco— amor y cariño; muy escondido pero ahí estaba.

Se separó de su amiga tomándola gentilmente por los hombros, cuidando de no tocar su cabello. Mantuvo sus palmas ahí un rato y se separó de ella con una sonrisa tranquilizadora:

—No me estoy yendo para siempre. Vendré a verte, y el estado del bebé, así que no estés triste.

Mei Ying se sorbió los mocos una última vez y esbozó una sonrisa que suavizó dulcemente sus rasgos duros.

Ya con todo listo e instalado, adelantó visitar a Lucy. Cuando llegó, se vieron con la cabeza inclinada, esperó a que terminara sus quehaceres y la dejaron salir.

Marcharon callados hacia la playa, mientras Bimo iba pensando que la protegía, que debía tomar la misma actitud de Ah Beng con Mei Ying, aún si su nombre seguía siendo un misterio tan oscuro como su cabello flameando en armonía con el triste sarung, pero caminando firme.

Era de madrugada. Casi no había peatones. Bajo el Padang, ante la playa, el mar daba la impresión de un velo gris fantasmagórico.

Al sentarse Bimo a su lado en la arena, se oyó el estallido de las olas en la orilla. De pie, Lucy no lo miró, solo a las olas grises. La niebla era tan espesa que se deslizaba entre sus pies como espuma de mar.

—Solía tener miedo al agua cuando era niño—dijo Bimo—. Era el único de mis amigos que no podía nadar en aguas profundas. Tenía miedo de no flotar y no tocar el fondo.

—Todavía tienes miedo—dijo Lucy.

Bimo rio.

—Supongo que no puedo mentirte.

Una bandada de gaviotas apenas visibles en la niebla voló sobre ellos. No se distinguían siquiera los muelles o los sampanes encallados a lo lejos. La colina estaba tan blanca que era parecían estar en un mundo distinto, uno en donde solo existían ellos y la playa.

—Esa noche, cuando te vi por primera vez, tenía miedo de que hubieras visto a través de mi personalidad cobarde. Me sentí aliviado de volver a verte…

—Y me diste un palo. Jamás había visto a alguien usar así un palo.

Bimo soltó una risa.

—Tampoco yo. —La sonrisa de Bimo entonces se tornó forzada—. Cuando te llevé a la carreta, mis manos estaban temblando.

—No eras tú. —La voz de Lucy era un murmullo—. Bimo: yo fui la que temblé. La verdad es que estaba tan asustada que casi lloré… Por primera vez en mucho tiempo, sentía que quería vivir. —Lucy se paró frente a él, obligándolo a levantarse—. Desde que estoy sola, nunca me había sentido de esa forma. —Lo miró con los ojos brillantes, parpadeando, y la tez sonrosada entreviéndose a través de mechones de cabello. —Ya no tienes que encargarte más de mí, ya no soy una persona triste.

—Pero Lucy, yo realmente… —Bimo pensó lo que diría. Las palabras adecuadas…

Lucy avanzó hacia el agua, dejando huellas en la arena húmeda.

—Es… Espera, ¿a dónde vas?

Lucy no respondió.

—No creo que debas preocuparte—le gritó Bimo por el estallido de las olas—. Tienes a los Wood…

—Sí—respondió Lucy deteniéndose—, tu amigo tiene razón. Ya se me notaría.

—S-sí. ¿Lo ves?

—¿Y si es algo peor? —musitó Lucy—. ¿Y si estoy enferma?

Bimo parpadeó sin saber qué decir a ese argumento. Lucy suspiró y dejó que la espuma cubriera sus tobillos.

—Qué gracioso. Un extranjero dándome coraje dos veces.

Bimo la siguió impulsado por el aterrador recuerdo del primer encuentro. El día era casi el mismo: el viento, las olas, la sensación retorcida de miedo, como un frío insoportable en el cuerpo.

—E… Estarás bien. Les pediré a mis amigos que te receten algo.

—Pero, ¿y si no funciona? —repitió Lucy. El sonido de las olas se alzaba por encima de su voz.

—No debes angustiarte. La esposa de mi amigo sabe de estas cosas: todavía acabas de salir de ese mercado. ¡Con lo mal que te alimentaba ese hombre, es normal que tú…! —La señaló de pies a cabeza, levemente avergonzado. Pero se reprimió—. Sólo alimentémonos bien. Ya abrieron varios puestos, ¿quieres desayunar? Siempre me ha gustado lo que pides.

Se contemplaron con mirada penetrante. El agua tocaba gentilmente la orilla y se contraía en pequeñas olas, descubriendo sus pies en una suave secuencia.

—Bimo, estoy segura de que te convertirás en un gran hombre. Creo en ti…

Sin esperar que ella terminara, una ola los golpeó derribándolos en la arena. Lucy tenía ahora una expresión asustada.

Bimo soltó una risotada, a diferencia de Lucy.

—¡Estás mojado!

—Salgamos. Vámonos. —Bimo no sentía el frío de la ola ni el agua que lo empapaba hasta los pantalones.

—Tienes que secarte.

—No. No importa. Después.

—¡Pero estás mojado!

—No importa.

—Es que…

—No.

Se defendía con obstinación de niño encaprichado. Quería explicarle que había mucho tiempo para secarse y cambiarse, para ser juicioso, y que en cambio un milagro como este —hacía poco lloraba por ella y ahora despertaba en él una reciprocidad que solo compartían los hermanos— era único, y que había que tratar de que prolongase cuanto fuera posible.

Lucy insistía, sin embargo.

—Vamos, vamos.

Se fue hacia las rocas, por fin, para obligarlo a seguirla.

La imitó, y se fueron andando en torno a todo el Padang hasta secar sus ropas. Bimo todavía no estaba dispuesto a ir a la cabaña, le habría dado vergüenza que Tan lo viera en esa facha.

—¿Qué bandera es esa? —preguntó ella.

Bimo siguió su dedo hacia donde apuntaba. Entre la niebla, había una goleta acercándose al puerto. La bandera era blanca, con dos líneas rojas cruzadas.

—No lo sé. No la veo bien… —Entrecerró sus ojos para ver mejor, pero apenas veía el color rojo entre la niebla—. ¿No recuerdas de dónde era tu padre?

—No. —Y su voz de nuevo era suave, amable.

—El no poder ver a tus amigos y familiares es difícil para cualquiera, así que no sufras tú sola. Eh… Ni siquiera yo disfruto no estar en mi país… Creo que siempre digo demasiado…—se lamentó.

—¡No! ¡Yo me sentiría igual si algo te molestara! —La voz de la chica sonó intencionadamente alegre y optimista. Lo miraba a los ojos sin que su cabello escondiera su rostro, sin miedo.

La niebla se disipaba de la orilla, pesada. Fue momento de volver. Bimo se lamentó. Pero acompañados en los últimos retazos de niebla, si alguien los hubiese visto desde lejos solo habría visto sus sombras. Nadie habría adivinado cómo vestían, el color de sus pieles o quién era hombre o mujer.

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