Hay noches que empiezan como un pretexto y acaban como anécdota para siempre. Esta fue una de esas.
Viernes cualquiera, cena científica le decíamos. Aunque de científica no tenía nada, más allá del arte de mezclar whisky con hielo. La fórmula era siempre la misma: convocábamos a un grupo de médicos importantes, les dábamos de comer rico, beber mejor, y mientras se iban soltando un poco, les hablábamos del producto de turno que teníamos que vender. El resto era confiar en que al día siguiente, con la cabeza todavía algo inflamada, se acordaran de recetar el medicamento.
Esa noche la cosa se nos fue un poco de las manos. Antes de la medianoche ya estábamos todos alegres, que es como decir eufóricos sin llegar a la vergüenza total. Cerramos el evento y, como era tradición, previa llamada a mi ya conocido Compadrito, coordinamos para ir a su casa a rematar la noche con unos tragos más. Eso de “unos tragos más” ya saben en qué termina. En realidad, nunca son solo unos.
Mi Compadrito tiene una virtud que en el fondo es un castigo para los que lo rodeamos: puede beber todo lo que quiera y no le da resaca. Cero. Duerme dos o tres horas y amanece como si nada. Cosa que no me pasa a mí. A mí, aunque me digan Gato, amanezco como perro atropellado. Las manos me tiemblan, la cabeza me pesa el triple, se me seca la boca y hasta las ideas me dan náuseas.
Y así fue esa mañana. A las siete en punto, mientras yo todavía trataba de negociar con la almohada si era momento de abrir los ojos o no, suena el timbre. Era él. Mi Compadrito. Sin aviso, como siempre. De esas personas que no creen en el concepto de intimidad ni de descanso. Solo tocó el timbre y gritó desde abajo:
―¡Vamos al sauna para que te recuperes!
Y cuando el Compadrito te dice algo así, no es una sugerencia. Es una orden disfrazada. Con un dolor de cabeza que me latía como tambor de procesión, me arrastré fuera de la cama, choqué con el marco de la puerta, logré llegar al baño, me eché agua fría en la cara que más que despertar me provocó un ataque de escalofríos. Agarré un short, un polo, metí un par de cosas en un maletín y nos fuimos.
El trayecto fue un verdadero calvario. Quince minutos de viaje que para mí se sintieron como el recorrido de la vida entera. Empecé a sudar frío, me temblaban las manos, las arcadas me venían como oleaje. Cada tanto bajaba la luna del copiloto para tomar aire, pero el aire frío me producía escalofríos, así que la volvía a subir. Un círculo sin fin. Encima el Compadrito se dedicaba a hablarme más de lo normal, sabiendo perfectamente que me molestaba. Lo hacía a propósito, para hacerme sentir peor, y reía con esa risa suya que parece siempre un poquito malévola.
Llegamos. Yo bajé del carro como si bajara de un avión después de doce horas de vuelo. Avancé hacia la puerta del sauna medio doblado, arrastrando las chanclas. Repetía en voz baja, con una fe que ya he perdido en mis años más sobrios:
―No vuelvo a tomar nunca más, no vuelvo a tomar nunca más…
Y el Compadrito detrás, burlándose:
―Ahí está, por tomar como cargador.
En los vestidores, nos pusimos la clásica bata saunera, un pedazo de felpa blanca que uno se amarra tipo falda, sin mayor ciencia. Entramos directo a la sala de vapor. El sauna tenía dos cámaras: la antecámara, más tranquila, y la cámara chica, que parecía hecha para cocinar pollo al vapor. Yo, por supuesto, fui directo a la cámara chica. Si uno se va a martirizar, mejor hacerlo de frente, sin rodeos.
Diez minutos ahí adentro, sintiendo que me derretía, que sudaba hasta los recuerdos. Luego pasé a la antecámara, algo menos intensa. El Compadrito y yo estuvimos ahí, sudando la gota gorda, repasando la noche anterior, entre risas entrecortadas por el calor. Recordando chistes, bromas, quién dijo qué, quién se cayó, ese tipo de cosas que uno comenta después de la guerra.
Cuando ya sentí que mi alma volvía al cuerpo, pedí una botella de agua con gas bien helada, con harto hielo. Y de a pocos empecé a sentirme mejor. Me tumbé en una de las camillas, acomodando la toalla a modo de almohada, con esa sensación rica de que te estás curando poco a poco.
Y justo cuando me estaba quedando dormido, zas. Siento un chorro de agua caliente en el pecho. Abro los ojos y ahí está el Compadrito, riéndose con la boca todavía medio inflada. Se había llenado la boca de agua y me la había disparado cual pistola de agua a presión.
―¡Oye, %&/%$·$, por qué eres tan cerdo, carajo! —le grité, más indignado que otra cosa.
Y él, doblado de risa, todavía tuvo el descaro de decir:
―Es para que te recuperes más rápido, terapia tipo chamán.
Obviamente eso no podía quedarse así. El Gato tiene su orgullo. Así que me acerqué a las duchas, que estaban alineadas una al costado de la otra, en fila, tipo vestuario antiguo. Vi que el Compadrito también se dirigía ahí. Amagué que entraba a una de las duchas, pero salí rápido, mirando disimuladamente para ver cuál era la ducha que había elegido él.
Cuando la identifiqué, me llené la boca de agua, me paré frente a la cortina y me quedé ahí, esperando el momento justo. En cuanto vi que la cortina empezaba a abrirse, cerré los ojos, me concentré, y con toda la fuerza de mis pulmones expulsé el chorro de agua al mejor estilo de Linda Blair en El Exorcista.
Solo que cuando abrí los ojos para ver el resultado… el que estaba frente a mí no era el Compadrito.
Era otro pata. Un tipo que me miraba con los ojos abiertos como platos, completamente bañado por un loco que le había escupido un litro de agua sin previo aviso. Ni él ni yo sabíamos qué decir. Yo balbuceaba disculpas, él no reaccionaba. Se dio la vuelta, entró de nuevo a su ducha, y cerró la cortina en silencio.
Detrás de mí, el Compadrito y media clientela del sauna lloraban de la risa. Yo no sabía dónde meterme. Reía, sí, pero de esos nervios que son más vergüenza que otra cosa. Me quedé ahí, esperando que el tipo terminara, para pedirle perdón de verdad. Y cuando finalmente salió, le expliqué, como pude, entre tartamudeos, que había sido una confusión, que la intención no era con él. El hombre me miró, respiró hondo, y me aceptó la disculpa con una calma que yo sinceramente no sé si hubiera tenido en su lugar.
Nunca en mi vida he sentido tanta vergüenza como aquella vez. Y créanme que eso, viniendo de mí, es decir bastante.
Hasta hoy, cuando el Compadrito recuerda el episodio, me lo refriega en la cara con su risa esa de villano de película mala. Y yo, qué queda, también me río. Porque al final, de eso se trata: que las noches que empiezan como pretexto se conviertan en historias que dan para contar una y mil veces.
OPINIONES Y COMENTARIOS