El Grimorio de sangre

El Grimorio de sangre

Rocío Cabrera

23/06/2025

Introducción:

La niebla espesa se arrastraba como un monstruo hambriento por las calles del pueblo costero, tragándose las siluetas de las casas de madera y las luces titilantes de las lámparas. La oscuridad era total, tan densa que parecía engullirlo todo. El sonido de las olas chocando contra las rocas se mezclaba con los susurros del viento, que traía consigo murmullos de historias olvidadas y maldiciones nunca perdonadas. 

En medio de la penumbra, una figura avanzaba, arrastrando sus pasos con una calma mortífera. Sus ojos, penetrantes como dagas, se movían de un lado a otro, observando la oscura quietud de la aldea. La capa gris que llevaba ondeaba como un espectro, deslizándose sobre el suelo como una serpiente lista para atacar. Era un hombre de gran altura, de rostro severo y una expresión tan gélida que no parecía tener lugar para el arrepentimiento. Un cazador. El cazador. 

Había dedicado toda su vida a eliminar a las brujas que, según él, corrompían el mundo con su magia oscura. Pero esta noche, no era una bruja común la que acechaba. Era la bruja. La portadora de la maldición. La responsable del grimorio de sangre, un libro maldito que se decía contenía el poder suficiente para destruir todo lo que tocara. 

El aire, pesado y denso, lo rodeaba. Pero no solo por la niebla o la humedad. Era como si la misma tierra lo estuviera vigilando. Sus pasos resonaban sobre las calles de piedra, como el eco de una sentencia de muerte que nadie podría evitar. 

De repente, el cazador sintió una presencia. No era solo la presión del aire ni la mirada de la noche. Algo más lo acechaba. La bruja estaba cerca. Podía olerla. El sudor, la sangre, la putrefacción de las artes oscuras que la rodeaban. 

A lo lejos, entre las sombras, vio una figura. Su figura era esbelta, casi etérea, moviéndose sin sonido, como un espectro que se desvanecía en la niebla. Pero no era un espectro. Era ella. La bruja. Su piel pálida brillaba a la luz de las antorchas, y sus ojos, de un negro como la obsidiana, reflejaban un mal profundo, imposible de comprender. 

El cazador sacó su cuchillo. La hoja, forjada con hierros que ni las maldiciones podían corromper, relucía en la penumbra, lista para atravesar carne y hechizo. Sin mediar palabra, se lanzó hacia la bruja. 

Pero lo que ocurrió a continuación fue un horror sin igual. 

La bruja alzó una mano, y con un murmullo bajo, los cielos parecieron rasgarse. Una explosión de energía oscura lanzó al cazador contra una pared de piedra, dejándolo sin aliento, su pecho aplastado contra las rocas. Sentía la carne desgarrándose, el ardor punzante que se extendía como llamas en su cuerpo. 

«No puedes matarme», murmuró la bruja con una sonrisa que, aunque etérea, transmitía una oscuridad insondable. 

El cazador, jadeando, se levantó. Su rostro ardía. Miró sus manos, ahora cubiertas de una mezcla de sudor y sangre. Cuando las retiró, vio la carne de su mejilla despegada, colgando como una herida abierta que revelaba la carne viva. La cicatriz estaba allí, fresca, ardiendo como si el mismísimo infierno hubiera marcado su piel. Era una herida que nunca sanaría, una que lo acompañaría por siempre.

Pero no importaba. Nada importaba ahora, excepto detenerla. La bruja era un mal que debía erradicarse, y él estaba dispuesto a pagar cualquier precio por hacerlo. 

Ella le lanzó una mirada tan fría que su corazón se detuvo por un segundo. En ese instante, supo que lo que estaba a punto de hacer iba más allá de una simple caza. Era un sacrificio, una maldición que se arrastraría a lo largo de generaciones. 

Cuando el cazador volvió a moverse, esta vez con más furia que lógica, su cuchillo chocó contra la piel de la bruja. Pero al hacerlo, una ráfaga de energía negra lo envolvió de nuevo, haciéndolo caer de rodillas. Los huesos de su cuerpo crujieron con la fuerza de la magia, y sentía cómo la sangre brotaba de sus ojos, nariz y oídos. Cada centella de luz parecía despojarlo de su humanidad. 

Y, antes de que pudiera reaccionar, la bruja desapareció, dejando tras de sí solo la oscuridad y el eco de su risa, que resonaba en su mente como un grito interminable. 

Él había fallado. 

El cazador caía al suelo, con la marca de la maldición grabada en su carne. El destino de todos estaba sellado. Y el libro… el Grimorio de Sangre… había escapado, una vez más.

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